– ¿Y cuál era tu hipótesis?
– Kloster. Había sido él otra vez. Había reaparecido, cuando yo pensaba que todo había terminado. Lo supe apenas recibí la llamada de Bruno. Creí en ese momento, cuando mencionó el nombre del hongo, que si abría la boca me pondría a gritar. Porque yo misma le había dado la idea.
– ¿Le habías dado la idea? ¿Qué querés decir?
– Durante el año que trabajé con él cada tanto me hacía recortar y guardar noticias policiales que aparecían en el diario y que le intrigaban por uno u otro detalle. Una vez me hizo recortar la noticia de una abuela que había cocinado sin darse cuenta hongos venenosos para ella y para su nieta. Las dos habían muerto en una agonía terrible al cabo de unas horas. Lo que le había llamado la atención es que la abuela se consideraba a sí misma una recolectora experta. Me dijo en ese momento que la gente experta era muchas veces también la más descuidada, y que para imaginar crímenes en sus novelas siempre le interesaba aquello, el error de los entendidos. En la nota se mencionaba al pasar que los hongos venenosos eran justamente de esta variedad, Amanita Phalloides. Yo le expliqué entonces por qué era tan fácil confundirlos con los hongos comestibles. Le hice incluso un dibujo, con el sombrero, el tallo, el anillo y la volva. Le hablé de otras variedades menos conocidas pero también peligrosas. Estaba orgullosa de poder contarle algo sobre lo que yo sabía. Me preguntó, sorprendido, dónde había aprendido aquello y entonces le conté… Le conté todo: cómo mi madre nos había enseñado a los tres hermanos con sus láminas. El bosquecito detrás de la casa en Villa Gesell. La tarta de setas del aniversario. El chiste que teníamos con mi padre sobre su sacrificio de una vez por año.
– Pero no sabía la fecha exacta del aniversario, ¿o sí?
– Sí. Sí la sabía, y no creo que la haya olvidado. El 28 de diciembre. Yo la mencioné al pasar y él me preguntó si mis padres habían elegido esa fecha por alguna razón en especial. Había leído en uno de sus libros sobre religión que después de la matanza de los santos inocentes, muchas parejas cristianas elegían ese día para casarse, como un simbolismo para sobreponer a la muerte, la señal de la reanudación de un ciclo. Pero hubo todavía algo más: yo no lo había visto nunca otra vez en todo ese tiempo. Desde la muerte de Ramiro no me lo había vuelto a encontrar, en ningún lado. Y sin embargo, el día del entierro, cuando nos retirábamos del cementerio, estaba ahí.
– ¿Querés decir que fue al entierro de tus padres? -pregunté con incredulidad.
– No. Lo vi de lejos, en una de las calles laterales, junto a una de las tumbas, supongo que la de su hija. Estaba en cuclillas, con la mano extendida hacia la lápida y parecía hablarle, o me pareció ver que movía los labios. Pero creo que fue deliberadamente ese día, para que yo lo viera.
– ¿No podría ser una coincidencia? Quizá fuera la fecha del cumpleaños de la hija. O el día de la semana que elegía para visitar la tumba.
– No; el cumpleaños de ella era en agosto. Yo creo que estaba ahí con un único propósito: dejarse ver, para que yo supiera que esas muertes también habían sido parte de su venganza. Que no estábamos, como yo había creído, equiparados. En realidad él me lo había advertido desde el principio. Me lo había dicho con todas las letras. Sólo que yo no supe entenderlo.
– ¿Te había dicho… qué?
– Lo que me ocurriría. Pero no me creerías si te lo digo. Ya me pasó una vez: mi propio hermano no me creyó. Deberías verlo por vos mismo -y se inclinó un poco hacia delante, como si se decidiera a revelarme una parte-. Tiene que ver con la Biblia que me dio en la audiencia.
Había bajado la voz al decirme esto y quedó en suspenso, con los ojos fijos en mí, como si me hubiera hecho parte de su secreto más celosamente guardado y no confiara del todo en que yo estaría a la altura de la revelación.
– ¿La trajiste? -pregunté.
– No, no me decidí a traerla. No quise sacarla de mi casa porque es a la vez la única prueba que tengo contra él. Quería pedirte que me acompañaras ahora, para mostrártela.
– ¿Ahora? -pregunté, sin poder evitar consultar mi reloj. Empezaba a anochecer y advertí que la había escuchado durante más de tres horas. Pero Luciana no parecía dispuesta a soltarme.
– Podríamos ir ahora, sí. Es un viaje de subte. En realidad iba a pedirte de todos modos que me acompañaras a casa. Últimamente me da mucho miedo volver sola cuando oscurece.
¿Por qué dije que sí cuando todo adentro de mí decía que no? ¿Por qué no la despedí con cualquier excusa, y puse mil kilómetros de distancia? Hay veces en la vida, pocas veces, en que uno alcanza a percibir la bifurcación vertiginosa, fatal, de un pequeño acto. La propia ruina que acecha detrás de una decisión trivial. Sabía esa tarde, por sobre todas las cosas, que no debía escucharla más. Y sin embargo, como si no pudiera resistirme a la inercia de la compasión, o de los buenos modales, me puse de pie para seguirla a la calle.
Caminamos en el frío hacia la boca del subte. Se había hecho casi la hora de la cena y con los negocios cerrados la ciudad se veía desanimada y oscura. La gente desaparecía hacia sus casas y las calles tenían esa cualidad desértica y silenciosa de los domingos cuando se aproxima la noche. En la avenida, que estaba algo más concurrida, tuve que apurarme para seguir los pasos de Luciana. Todos los signos de nerviosismo que yo había espiado en ella mientras conversábamos, ahora en la calle parecían acentuarse, como si se creyera verdaderamente perseguida de cerca por alguien. Cada tres o cuatro pasos giraba la cabeza hacia atrás en un movimiento involuntario y al llegar a las esquinas miraba en las dos direcciones la gente y los autos. Cuando nos deteníamos frente a un semáforo se llevaba la mano furtivamente a la boca para despellejarse los dedos y la vigilancia de sus ojos a uno y otro lado no parecía tener descanso. En el andén del subte se paró muy por detrás de la línea amarilla y miraba por encima de mi hombro cada persona que se nos acercaba. Durante el trayecto, que fue muy corto, apenas cambiamos palabras, como si ella necesitara toda su atención para registrar las caras dentro del vagón y estudiar a los pocos pasajeros nuevos que subían en cada estación. Sólo pareció tranquilizarse otra vez cuando salimos del subte y doblamos en una de las esquinas, desde donde me señaló su edificio en la mitad de la cuadra, como si fuera una fortaleza segura a la que llegábamos después de una peripecia llena de peligros. Vivía, me dijo, en el último piso, y me indicó en lo alto un gran balcón que sobresalía a la calle. Subimos todavía en silencio en el ascensor y salimos a un espacio estrecho con pisos de parquet y puertas con las letras A y B en cada uno de los extremos. Luciana se dirigió hacia la izquierda y abrió la puerta de su departamento con una mano todavía algo temblorosa. La seguí adentro de un living muy grande, que se extendía en L hacia uno de los costados. Ella lo cruzó con pasos rápidos hacia el ventanal por donde entraba la noche y cerró las cortinas con un gesto de fastidio. Me dijo que mil veces le había pedido a su hermana que corriera las cortinas antes de salir a la calle. No le gustaba llegar de noche y ver ese rectángulo negro. Pero su hermana parecía hacérselo a propósito.
– ¿Y dónde está ella ahora? -pregunté.
– En la casa de una amiga, con la que hacen la revista del colegio. Tenían que diagramar la tapa. Me dijo que volvería tarde, quizá incluso se quede a dormir allá esta noche.
Lo había dicho sin mirarme, mientras recogía una taza que había quedado sobre un mueble y encendía una lámpara sobre una mesita baja de vidrio. Apagó la luz principal y el cuarto quedó en media penumbra. Yo todavía estaba de pie, sin decidirme a sentarme en el sillón que ella había liberado de papeles, con la sensación cada vez más aguda de haber caído en una trampa cuidadosamente preparada. Luciana me miró de pronto, como si recién ahora reparara en mi inmovilidad.
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