Guillermo Martínez
La muerte lenta de Luciana B.
© 2007
Todo lo que choca en f í sica, sufre una
reacci ó n igual al choque, pero en moral
la reacci ó n es m á s fuerte que la acci ó n.
La reacci ó n a la impostura es el desprecio;
al desprecio, el odio; al odio, el homicidio.
Giacomo Casanova,
Historia de mi vida
El teléfono sonó una mañana de domingo y tuve que arrancarme de un sueño de lápida para atenderlo. La voz sólo dijo Luciana, en un susurro débil y ansioso, como si esto hubiera debido bastarme para recordarla. Repetí el nombre, desconcertado, y ella agregó su apellido, que me trajo una evocación lejana, todavía indefinida, y luego, en un tono algo angustiado, me recordó quién era. Luciana B. La chica del dictado. Claro que me acordaba. ¿Habían pasado verdaderamente diez años? Sí: casi diez años, me confirmó, se alegraba de que yo viviera todavía en el mismo lugar. Pero no parecía en ningún sentido alegre. Hizo una pausa. ¿Podía verme? Necesitaba verme, se corrigió, con un acento de desesperación que alejó cualquier otro pensamiento que pudiera formarme. Sí, por supuesto, dije algo alarmado, ¿cuándo? Cuando puedas, cuanto antes. Miré a mi alrededor, dubitativo, el desorden de mi departamento, librado a las fuerzas indolentes de la entropía y di un vistazo al reloj, sobre la mesa de luz. Si es cuestión de vida o muerte, dije, ¿qué te parece esta tarde, aquí, por ejemplo a las cuatro? Escuché del otro lado un ruido ronco y una exhalación entrecortada, como si contuviera un sollozo. Perdón, murmuró avergonzada, sí: es de vida o muerte, dijo. No sabes nada, ¿no es cierto? Nadie sabe nada. Nadie se entera. Pareció como si estuviera otra vez por romper a llorar. Hubo un silencio, en el que se recompuso a duras penas. En voz más baja, como si le costara pronunciar el nombre, dijo: tiene que ver con Kloster. Y antes de que alcanzara a preguntarle nada más, como si temiera que yo pudiese arrepentirme, me dijo: A las cuatro estoy allá.
Diez años atrás, en un estúpido accidente, yo me había fracturado la muñeca derecha y un yeso implacable me inmovilizaba la mano, hasta la última falange de los dedos. Debía entregar en esos días mi segunda novela a la editorial y sólo tenía un borrador manuscrito con mi letra imposible, dos cuadernos gruesos de espirales abrumados de tachaduras, flechas y correcciones que ninguna otra persona podría descifrar. Mi editor, Campari, después de pensar un momento, me había dado la solución: recordaba que Kloster, desde hacía algún tiempo, había decidido dictar sus novelas, recordaba que había contratado a una chica muy joven, una chica al parecer tan perfecta en todo sentido que se había convertido en una de sus posesiones más preciadas.
– Y por qué querría prestármela -pregunté, todavía temeroso de mi buena suerte. El nombre de Kloster, bajado de las alturas y aproximado con tanta naturalidad por Campari, a mi pesar me había impresionado un poco. Estábamos en su oficina privada y un cuadro con la tapa de la primera novela de Kloster, la única concesión del editor a un adorno, daba desde la pared un eco difícil de pasar por alto.
– No, estoy seguro de que no querría prestártela. Pero Kloster está fuera de la Argentina hasta fin de mes, en una de esas residencias para artistas donde se recluye para corregir sus novelas antes de publicarlas. No llevó a su mujer, así que por propiedad transitiva no creo -me dijo con un guiño- que la mujer le haya dejado llevar a su secretaria.
Llamó delante de mí a la casa de Kloster, habló en una efusión de saludos con la que evidentemente era su esposa, escuchó con aire resignado lo que parecía una sucesión de quejas, esperó con paciencia a que ella encontrara el nombre en la agenda, y copió por fin un número de teléfono en un papelito.
– La chica se llama Luciana -me dijo-, pero mucho cuidado; ya sabes que Kloster es nuestra vaca sagrada: hay que devolverla a fin de mes, intacta.
La conversación, aun tan breve, me había dejado ver por una grieta imprevista algo de la vida clausurada, privadísima, del único autor verdaderamente callado en un país en que los escritores, sobre todo, hablaban. Al escuchar a Campari había ido de sorpresa en sorpresa y no pude evitar pensar en voz alta. ¿Kloster, el terrible Kloster, tenía entonces una mujer? ¿Tenía incluso algo tan impensado, tan definitivamente burgués, como una secretaria?
– Y una hijita a la que adora -completó Campari-: la tuvo casi a los cuarenta. Me lo crucé un par de veces cuando la llevaba al jardín. Sí, es un tierno padre de familia, quién lo diría, ¿no es cierto?
Kloster, en todo caso, aunque en esa época no había «explotado» todavía para el gran público, ya era en voz baja, desde hacía tiempo, el escritor que había que matar. Había sido, desde su primer libro, demasiado grande, demasiado sobresaliente, demasiado notorio. El mutismo en que se retraía entre novela y novela aturdía, y nos inquietaba como una amenaza: era el silencio del gato mientras los ratones publicaban. Ante cada novedad de Kloster ya no nos preguntábamos cómo había hecho, sino cómo había hecho para hacerlo otra vez. Para aumentar nuestra desgracia, no era ni siquiera tan viejo, tan distante de nuestra generación como hubiéramos querido. Nos consolábamos con la conclusión de que Kloster debía ser de otra especie, un engendro malévolo, repudiado por el género humano, recluido en una isla de soledad resentida, de aspecto tan horroroso como cualquiera de sus personajes. Imaginábamos que antes de convertirse en escritor habría sido médico forense, o embalsamador de museo, o chofer de una funeraria. Después de todo, él mismo había elegido como epígrafe en uno de sus libros la frase despectiva del fakir de Kafka: «No como porque no hallé alimento que me guste: me hartaría igual que ustedes si lo encontrara». En la contratapa de su primer libro se decía con cortesía que había algo «impiadoso» en sus observaciones, pero quedaba claro, a poco que se lo leyera, que Kloster no era impiadoso: era despiadado. Sus novelas, desde los primeros párrafos, encandilaban, como los faros de un auto en la ruta, y demasiado tarde uno se daba cuenta de que se había convertido en una liebre aterrada, quieta y palpitante, incapaz de hacer otra cosa que seguir, hipnóticamente, pasando las páginas. Había algo casi físico, y cruel, en la forma en que sus historias penetraban capas y removían miedos enterrados, como si Kloster tuviera un tenebroso don de trepanador y a la vez las pinzas más sutiles para sujetarte. No eran tampoco exactamente -tranquilizadoramente- policiales (cómo hubiéramos querido poder descartarlo como un mero autor de meros policiales). Lo que había era, en su estado más puro, maldad. Y si la palabra no estuviera ya lavada e inutilizada por los teleteatros, ésa hubiera sido quizá la mejor definición para sus novelas: eran malvadas. La prueba de cuán prodigiosamente ya nos pesaba entonces era el modo callado en que se hablaba de él, como si fuera algo que si nos esforzábamos por mantener en secreto, nadie «afuera» se enteraría. Tampoco los críticos sabían muy bien cómo despacharlo y sólo alcanzaban a balbucear entre comillas, para no parecer impresionados, que Kloster escribía «demasiado» bien. En eso acertaban: demasiado bien. Fuera del alcance. En cada escena, en cada línea de diálogo, en cada remate, la lección era la misma y desanimante, y aunque cien veces yo había tratado de «ver» el mecanismo, sólo había llegado a la conclusión de que detrás del escritorio debía haber una mente obsesiva, magníficamente enferma, que impartía la vida y la muerte, un megalómano apenas sujetado. No es de extrañar que diez años atrás yo estuviera absolutamente intrigado por ver quién podía ser la secretaria «perfecta en todo sentido» de este perfeccionista maniático.
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