Guillermo Martínez - La muerte lenta de Luciana B.

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La muerte lenta de Luciana B.: краткое содержание, описание и аннотация

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Diez años después, nada queda en Luciana de la muchacha alegre y seductora a la que el famoso escritor Kloster dictaba sus novelas. Tras la trágica muerte de su novio y, después, uno a uno, las de sus seres más queridos, Luciana vive aterrorizada, atenta a cada sombra, cada persona que pasa a su lado, con la sospecha de que esas muertes son parte de una venganza metódica urdida en su contra, un círculo que sólo se cerrará con la séptima víctima. En la desesperación más absoluta, recurre a la única persona capaz de adentrarse en el siniestro universo de Kloster. Los cuadernos de notas de Henry James y una Biblia de Scofield serán claves en un pasaje sin retorno a la región más primitiva del mal.
¿Podría un asesino simular cuidadosamente el azar, concebir una geometría de muertes y quedar impune? ¿Cuál es el castigo para el que nos ha despojado de todo y nos ha causado el máximo dolor?
Tras el éxito internacional de Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez ha escrito una obra maestra del suspenso, intensa y extraordinaria, que lo destaca como uno de los escritores más importantes de su generación.

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La llamé apenas regresé a mi departamento -una voz serena, alegre, educada- y acordamos por teléfono un primer encuentro. Cuando bajé a abrir la puerta me encontré con una chica alta, delgada, seria y aun así sonriente, de frente despejada y pelo castaño estirado hacia atrás con una cola de caballo. ¿Atractiva? Muy atractiva. Y terriblemente joven, con aspecto de estudiante universitaria en su primer año, recién salida de la ducha. Jeans y blusa suelta. Cintas de colores en una de las muñecas. Zapatillas con estrellas. Nos sonreímos en silencio dentro del espacio reducido del ascensor: dientes parejos, muy blancos, pelo todavía algo mojado en las puntas, perfume… Ya dentro de mi departamento, nos pusimos enseguida de acuerdo sobre dinero y horarios. Se había sentado con naturalidad en la silla giratoria delante de la computadora, había dejado a un lado su bolsito y hacía oscilar un poco la silla con sus largas piernas mientras hablábamos. Ojos castaños, una mirada inteligente, rápida, a veces risueña. Seria y aun así, sonriente.

Le dicté ese primer día durante dos horas seguidas.

Era atenta, segura, y por alguna clase de milagro adicional, no tenía faltas de ortografía. Sus manos, sobre el teclado, apenas parecían moverse; se había adaptado de inmediato a mi voz y a mi velocidad y nunca perdía el hilo. ¿Perfecta entonces en todo sentido? Yo, que estaba por llegar a los treinta, empezaba a mirar con una crueldad melancólica a las mujeres «hacia adelante» y no había podido evitar seguir tomando otros apuntes mentales. Había advertido que su pelo, que huía de la frente, era muy fino y quebradizo y que al mirar desde arriba su cabeza (porque le dictaba de pie), la raya en que se partía era algo demasiado ancha. Había advertido también que la línea bajo el mentón no era todo lo firme que podía esperarse y que la leve ondulación bajo la garganta amenazaba convertirse con los años en una papada. Y antes de que se sentara había notado que de la cintura hacia abajo sufría la típica asimetría argentina, la desproporción apenas insinuada, pero acechante, de unas caderas excesivas. Pero esto, de cualquier modo, ocurriría muchísimo más adelante, y su juventud por ahora se imponía y dominaba. Cuando abrí el primero de los cuadernos para dictarle enderezó la espalda contra el respaldo, y corroboré, con algo de desaliento, lo que había intuido en la primera ojeada: la blusa caía recta sobre un pecho liso, liso por completo, como una tábula rasa. ¿Pero no habría sido esto, acaso, un argumento conveniente para Kloster, quizá el decisivo? Kloster, acababa de saberlo, era casado, y difícilmente podría haber presentado a su mujer una nínfula de dieciocho años que tuviera además curvas rampantes. Pero sobre todo, si el escritor quería trabajar, sin distraerse, ¿no era el mejor arreglo posible asegurarse la gracia juvenil de esa cara, que podía admirar de perfil con serenidad todo el tiempo, y quitar de en medio la nota de inquietud sexual que significaría tener a la vista, también todo el tiempo, otro perfil más lleno de peligros? Me pregunté si Kloster habría hecho esta clase de cálculos, de secretas deliberaciones, me pregunté -como Pessoa- si solamente yo sería tan vil, vil en el sentido literal de la palabra, pero en todo caso, aprobaba su elección.

Sugerí en algún momento que hiciéramos café y se levantó de la silla con esa desenvoltura con que ya se había instalado en mi casa y dijo, señalando mi yeso, que lo prepararía ella, si le indicaba dónde estaba cada cosa. Comentó que Kloster no hacía otra cosa que tomar café (en realidad, no dijo Kloster, sino que lo llamó por su primer nombre, y yo me pregunté cuánta intimidad habría entre ellos) y que la primera instrucción que había recibido de él fue una lección sobre cómo prepararlo. No quise preguntar aquel primer día nada más sobre Kloster, porque me intrigaba lo suficiente como para dejar pasar algún tiempo, hasta que entráramos en confianza, pero sí me enteré, mientras ella buscaba tazas y platitos en la cocina, casi todo lo que sabría de Luciana. Estaba en efecto en la Universidad, en el primer año. Se había inscripto en Biología, pero quizá se cambiara a otra carrera al terminar el Ciclo Básico. Papá, mamá, un hermano mayor, en el último año de Medicina, una hermanita mucho menor, de siete años, que mencionó con una sonrisa ambigua, como si fuera una simpática molestia. Una abuela internada desde hacía un tiempo en un geriátrico. Un novio discretamente deslizado en la conversación, sin nombre, con el que salía desde hacía un año. ¿Habría llegado con este novio a todo? Hice un par de chistes algo cínicos y la escuché reír. Decidí que sí, sin ninguna duda. Había estudiado danzas, pero ya no, desde que estaba en la Universidad. Le había quedado en todo caso la postura erguida y algo de la posición de primera al enderezarse. Había viajado una vez a Inglaterra, por un intercambio estudiantil: una beca de su colegio bilingüe. En definitiva, pensé en aquel momento, una hija orgullosa y cara, una muestra acabada, perfectamente educada y pulida, de la clase media argentina, que salía a buscar trabajo bastante más temprano que sus amigas. Me preguntaba, pero no se lo preguntaría, por qué tan pronto, aunque quizá fuera sólo un signo de la madurez y de la independencia que aparentaba haber alcanzado. No parecía en ningún sentido necesitar la pequeña suma que habíamos acordado: estaba todavía bronceada por el sol de un largo verano en la casa junto al mar que sus padres tenían en Villa Gesell y solamente su bolsito, sin duda, costaba más que la vieja computadora mía que tenía delante. Le dicté durante un par de horas más y sólo en un momento la vi hacer un gesto de cansancio: durante una de mis pausas inclinó la cabeza a un lado y después al otro y su cuello, su bonito cuello, sonó con un crujido seco. Cuando se cumplió su horario se puso de pie, recogió las tazas, las dejó lavadas sobre la pileta, y me dio un beso rápido en la mejilla al despedirse.

Esa fue en adelante nuestra rutina: beso al llegar, su bolsito dejado, casi lanzado, a un costado del sofá, dos horas de dictado, un café y una breve conversación sonriente en el espacio estrecho de la cocina, dos horas más de dictado y en algún momento, infaltable, la oscilación, a medias dolorida, a medias seductora, a ambos costados de su cabeza y ese ruido seco y crujiente de vértebras. Empecé a conocer su ropa, las variantes de su cara, algún día más adormilada, los vaivenes de su pelo y sus hebillas, los signos cifrados del maquillaje. En una de estas mañanas iguales le pregunté por Kloster, cuando ya me interesaba mucho más ella que él, cuando empezó a parecerme también perfecta en todo sentido para mí, e imaginaba variantes improbables para quedármela. Pero Kloster, hasta donde pude ver, también era el jefe perfecto en todo sentido. Era muy considerado con sus días de exámenes, y me dejó saber, con delicadeza, que le pagaba casi el doble de lo que había acordado conmigo. ¿Pero cómo era él, el hombre, el misterioso Mr. K?, insistí. ¿Qué quería saber yo?, me preguntó desconcertada. Quería saber todo, por supuesto. ¿No sabía ella que los escritores éramos chismosos profesionales? Nadie lo conoce, le expliqué, no da entrevistas y hacía mucho que su foto había dejado de aparecer en la tapa de sus libros. Ella pareció sorprendida. Era cierto que lo había escuchado varias veces rechazar reportajes, pero nunca hubiera imaginado que podía haber algo misterioso en él: no parecía guardar ningún secreto. Tendría algo más de cuarenta años, era alto, delgado, había sido de joven un nadador de largas distancias, en su estudio había fotos de esa época y copas y medallas, todavía nadaba a veces por la noche hasta muy tarde en la pileta de un club cerca de su casa.

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