– Así que fuiste a la audiencia de conciliación.
Luciana asintió con la cabeza.
– Le pedí a mi madre que me acompañara porque temía un poco volver a enfrentarme con él. Pasaron diez minutos de la hora fijada y Kloster no aparecía. La abogada nos dijo por lo bajo, como si fuera una pequeña maldad divertida, que debía estar ocupado en otro juicio más importante: el de divorcio. Nos contó entonces que una colega amiga de ella representaba a la esposa de Kloster. Aparentemente la mujer de Kloster había leído la carta documento que enviamos, con esa primera línea del acoso sexual, y había decidido separarse de inmediato. Habían presentado una demanda millonaria. Y su amiga sí que era malísima, nos dijo la abogada: Kloster quedaría en la calle. Yo escuchaba todo esto petrificada: era algo que ni siquiera hubiera pensado que podía ocurrir. Pasaron otros cinco minutos y apareció por fin el abogado de Kloster, un hombre que parecía tranquilo y civilizado. Dijo que tenía instrucciones para ofrecernos dos meses de sueldo por toda indemnización. Mi abogada rechazó aquello de plano, sin ni siquiera consultarme, y se fijó la segunda audiencia de conciliación para un mes más adelante. Eso daría a todos, dijo la mediadora, un tiempo para reflexionar y tratar de acercar posiciones. Cuando salimos le pregunté a mi madre si no deberíamos desistir de todo el asunto. Yo no había querido que las cosas llegaran tan lejos: nunca me hubiera imaginado que terminaría por destruir su matrimonio. Mi madre se enojó conmigo: no podía entender que ahora yo me compadeciera de él. Evidentemente ese matrimonio estaba destruido desde mucho antes si él había intentado aquello conmigo. No dije nada más: en realidad, más que arrepentida, yo estaba asustada. Mis peores presentimientos se estaban cumpliendo. Visto a la distancia, él sólo había querido darme un beso. Había algo desproporcionado en las consecuencias, algo fuera de control. A medida que pasaban los días estaba cada vez más intranquila: sólo quería llegar a la próxima audiencia y que terminara todo. Estaba dispuesta a enfrentar a mi madre y a mi propia abogada para que aceptáramos cualquier nueva propuesta que nos hicieran. Un día antes de la fecha me llamó la mediadora: quería avisarme que deberíamos posponer una semana la audiencia. Le pregunté, fastidiada, por qué. Me dijo que era a solicitud de la otra parte. Pregunté si ellos podían cambiar por su cuenta las fechas. Me dijo que sí, en un caso extremo, y bajó la voz. Hab í a muerto la hijita de Kloster. Yo no podía creerlo y a la vez, extrañamente, sí lo creí, y lo acepté, en toda su desolación, como si fuera la consecuencia lógica, final, como si esto fuera lo que en realidad había empezado a ocurrir cuando envié la carta. Creo que quedé enmudecida por un rato en el teléfono hasta que logré preguntarle cómo había sido. La mediadora no sabía más que lo que le había dicho el abogado de él: aparentemente un accidente doméstico. Cuando colgué fui a mi escritorio, a buscar los dibujos que Pauli me había regalado. Había dibujado a su papá enorme y a mí en una sillita. La computadora era un cuadrado y debajo había firmado con su nombre, que lo había aprendido a escribir en esos días. En el segundo dibujo había una puerta abierta, con el papá que se asomaba lejos y chiquito en el aire y ella y yo estábamos de la mano, casi de la misma altura, como si fuéramos hermanitas. Eran unos dibujos alegres, desprevenidos de todo. Y ahora estaba muerta. Lloré durante el resto de la tarde. Creo que en realidad ya lloraba también por mí. Aunque todavía no sabía cuándo ni de qué modo presentía que aquello no quedaría así y que algo horrible iba a pasarme.
– Pero ¿por qué? Si fue un accidente, ¿por qué debería hacerte a vos responsable?
– No sé. No sé exactamente por qué. Pero lo sentí así desde un principio y creo, sobre todo, que también él lo sintió así. Es la única explicación que se me ocurre para todo lo que ocurrió después.
Hizo una pausa y prendió un segundo cigarrillo tembloroso.
– Fuiste, entonces, a la segunda audiencia -dije yo.
Asintió con la cabeza.
– Llegamos otra vez nosotras primero y nos hicieron pasar a la sala de mediaciones. Esperamos unos minutos. Yo creía que Kloster enviaría de nuevo a su abogado. Pero cuando la puerta se abrió lo vimos aparecer a él. Estaba solo. Su cara se había transformado de una manera impresionante, como si él también hubiera muerto junto con su hija. Había adelgazado muchísimo y parecía no haber dormido en varios días. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas cavadas. Estaba increíblemente pálido, como si se le hubiera retirado toda la sangre del cuerpo. Y aun así, parecía entero y resuelto, como si tuviera una misión que cumplir y no pudiera perder allí demasiado tiempo. Traía un libro bajo el brazo que reconocí de inmediato. Era la Biblia anotada de mi padre que yo le había prestado. Atravesó la sala y vino derecho hacia mí. Mi madre hizo un movimiento en la silla, como si fuera a protegerme. Creo que él ni siquiera la registró: no miraba a nadie más que a mí, con una mirada terrible, que todavía veo cada noche. Me hacía responsable, sí, sin ninguna duda. Se detuvo delante de mi silla y me extendió la Biblia, sin decirme nada. Yo la guardé rápidamente en mi bolso y él se dio vuelta, hacia la mediadora, y le preguntó a cuánto ascendía la demanda. Cuando escuchó la cifra sacó una chequera del bolsillo y la abrió sobre el escritorio. La mediadora empezó a decirle que, por supuesto, podía hacer una contrapropuesta, pero él la detuvo con una mano, como si no quisiera escuchar ni una palabra más sobre aquel asunto. Escribió tres cheques, uno para mí con el total de la suma que habíamos reclamado, y otros dos con los honorarios de la mediadora y de mi abogada. Yo firmé un escrito en el que daba por concluida la demanda. El recogió su copia, se dio vuelta sin mirar a nadie y se fue. Todo duró en total no más de diez minutos. La mediadora apenas podía creerlo: era la primera vez que cerraba un caso así.
– ¿Qué pasó después?
– Después… volví a mi casa, saqué la Biblia del bolso y la puse en un estante sobre mi escritorio, junto con mis libros de la facultad. Era una Biblia que mi padre ya no usaba, yo se la había prestado a Kloster varios meses atrás, ni siquiera me acordaba de esto. En realidad, cuando volví a pensar sobre la audiencia, se me ocurrió que había sido una excusa para acercarse hasta mí y mirarme de aquel modo. Esa mirada era algo que no podía borrarme y tuve pesadillas durante los días siguientes. Soñaba que la hijita de Kloster quería darme la mano para que jugara con ella. Y que me decía, como cuando estaba viva, que no quería quedarse sola en el cuarto de al lado. Abrí una cuenta en el banco y deposité el cheque, pero pasaron los días y no me decidía a tocar ese dinero. Pensé durante un tiempo en donarlo a una institución benéfica, pero tenía un temor supersticioso de tocarlo, aun para algo así, como si pudiera mantener las cosas quietas, detenidas, de ese modo. Creía que apenas retirara la mínima parte se desencadenarían las represalias. Empecé a obsesionarme con la idea de que Kloster estaba tramando algo terrible contra mí. Por eso había condescendido a darnos el dinero sin ninguna discusión. Llegué a hablar con mi novio sobre algo de esto, aunque nunca le conté que Kloster había querido besarme. Sólo le dije que habíamos tenido un juicio laboral, que él había perdido mucho dinero y que temía que se tomara una venganza contra mí de algún modo. En esos días Kloster publicó una novela. No era la que me estaba dictando, sino otra que había terminado antes de que yo empezara a trabajar con él. La que había corregido en su viaje a Italia.
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