– En colaboración… ¿con quién?
Kloster me miró con recelo, como si hubiera llegado demasiado lejos y de pronto dudara de que pudiera confiarme aquello. O quizá, porque era la primera vez que se decidía a contarlo.
– Traté de decírselo, la primera vez que hablamos, cuando reconocí que yo tampoco creía que las muertes fueran del todo casuales. Pero no hubiera podido en ese momento ponerlo en palabras. Era la única explicación posible, y a la vez, la única que nadie hubiera creído. Ni siquiera yo la creía del todo… antes de que pasara esto. Posiblemente usted no la crea ahora tampoco. Pero recordará que le mencioné el prefacio a los Cuadernos de notas de Henry James.
– Sí, me acuerdo perfectamente: me dijo que había tomado de allí la idea de dictar sus novelas.
– Hay algo más en ese libro. Algo que se revela en unas anotaciones íntimas entre apunte y apunte, y que yo nunca hubiera imaginado del irónico y cosmopolita Henry James. Tenía, o creía tener, un espíritu protector, un «buen ángel». A veces lo llama su «demonio de paciencia», otras veces su daimon. O también el «bendito Genio», o « mon bon » . Lo invoca, lo espera, lo percibe a veces sentado cerca de sí. Dice incluso que puede sentir su aliento cerca de su mejilla. A él se encomienda, a él le reclama cuando no llega la inspiración, a él aguarda cada vez que se instala en un nuevo cuarto a escribir. Un espíritu tutelar que lo acompañó toda su vida… hasta que empezó a dictar. Eso es quizá lo más notable en los cuadernos: la desaparición de toda referencia a su ángel a partir de la fecha en que otra persona entró a su cuarto de trabajo. A partir de que las palabras dictadas en voz alta reemplazaron al ruego en silencio. Como si esa colaboración secreta se hubiera interrumpido para siempre. Recuerdo que cuando leía estas invocaciones al buen ángel no podía evitar sonreírme: apenas podía imaginar al venerable y distinguido James rogando como si fuera un niño a un amigo invisible. Me parecía pueril, a la vez ridículo y conmovedor, como si estuviera espiando por una ventana algo que no debía saber. Sí, me reía de todo esto y lo olvidé casi de inmediato. Hasta que empecé yo mismo a dictar. Y al revés de James, tuve con el dictado, a través del dictado, mi propia visitación. Sólo que no era un buen ángel.
Tomó otro sorbo de su vaso y su mirada se perdió por un momento, hasta que apoyó otra vez el vaso sobre el borde de la mesa y volvió a mirarme, con esa expresión desguarnecida.
– Creo que ya le conté de esa mañana: había empezado a dictarle a Luciana después de varios días de enmudecimiento, de parálisis, y tuve de pronto un rapto, una sensación de transporte. Mientras yo le dictaba a Luciana, alguien m á s me dictaba a m í . Era un susurro imperioso que vencía todo escrúpulo, toda vacilación. La escena que tenía por delante, la escena en la que me había detenido, tenía que ser particularmente horrorosa. Sangrienta sí, pero también metódica: la ejecución de una venganza cainita. Nunca antes había tenido que escribir algo así, en general yo siempre preferí crímenes más civilizados, menos estentóreos. Pensé que no estaba en mi naturaleza, que nunca podría hacerlo. Y de pronto, lo único que tenía que hacer era escuchar. Escuchar ese susurro sibilino y feroz que hacía comparecer con realidad perfecta el cuchillo y la garganta. Seguir esa voz, esa ilación milagrosa que no retrocedía ante nada, que mataba y volvía a matar. Thomas Mann cuenta que al escribir Muerte en Venecia tuvo la sensación de un caminar absoluto, la impresión, por primera vez en su vida, de ser «llevado en el aire». Yo también sentía aquello por primera vez. Pero no podría decir que esa voz me llevara benévolamente en brazos. Era más bien como si me arrastrara y me dominara, con una maldad primitiva y superior que no me permitía desobedecer. Una voz a la que yo en todo caso seguía a duras penas, que se había apoderado de todo, que parecía blandir por sí misma el cuchillo con una alegría salvaje, como si quisiera decirme: es fácil, es simple, se hace así y así y así. Cuando terminé de dictar esa escena estaba sorprendido de no tener manchas de sangre en las manos. Pero me había quedado algo de la euforia casi sexual que dan los raptos de inspiración. Un resto de ese impulso omnipotente. Creo que fue esa mala mezcla lo que me empujó sobre Luciana. Recién volví del todo a la realidad cuando percibí que ella se resistía.
Alzó un poco la cabeza y la movió de una manera casi imperceptible, como si se reprobara en silencio y quisiera apartar para siempre la escena de su memoria.
– Mucho después, a la noche, leí otra vez esas páginas que le había dictado. Eran de otro, sin duda. Yo nunca hubiera podido escribir algo así. Sin fallas, sin vacilaciones. Un lenguaje primordial, con una fuerza terrible y primitiva que se abría paso a lo más hondo del mal. Me dio terror verlas allí escritas, fijadas en la tinta sobre el papel, como si fueran la evidencia incontrastable de que aquello había sido real. No pude volver a tocar esa novela, como si estuviera contaminada fatalmente por esa otra escritura. Quedó allí, abandonada, con la última frase que le había dictado a Luciana antes de que se levantara para hacer café. La guardé en un cajón y traté de olvidarme, de negar con todos los argumentos racionales lo que me había ocurrido. Después… tuve esa sucesión de catástrofes. Perdí a mi hija, perdí mi vida. Quedé fuera del mundo, vacío de toda idea. Sólo podía pasar esa cinta, una y otra vez. Creí que nunca volvería a escribir. Hasta que fui, en el verano, a esa playa. Y vi desaparecer el cuerpo aquel en el mar. Como un signo escrito en el agua. Cualquiera hubiera dicho que fue un accidente, por supuesto, y también así lo creí yo en ese momento. Pero igualmente pude leer lo que ese signo decía para mí. Supe cuál era la historia que debía escribir. No sabía, no hubiera imaginado, que ya era su obra, el comienzo de su obra. Volví a Buenos Aires al día siguiente: sólo quería empezar. Tenía de pronto una inesperada claridad. Veía en el fondo del túnel la luz todavía diminuta, pero inconfundible, de mi tema. No era tan distinto al fin y al cabo del de la novela sobre los cainitas que había abandonado. Sólo que transcurriría en la época contemporánea. Habría una chica, lo suficientemente parecida a Luciana. Y alguien que había perdido una hija, como yo. Esa chica tendría una familia, con los mismos integrantes que la de Luciana. A diferencia de todas mis otras novelas, en ésta quería mantener algunas semejanzas, porque sentía que la fuente secreta, la herida que necesitaba soplar, era la mía. No quería olvidarme, ni dejarme arrastrar, como en mis otros textos, por los vaivenes de la imaginación. El tema, por supuesto, sería el castigo. Las proporciones del castigo. Ojo por ojo, dice la ley del Talión, pero ¿qué ocurre si un ojo es más pequeño que el otro? Yo había perdido a mi hija, pero Luciana no tenía hijos. ¿Podía equipararse acaso mi hija con ese novio pasajero, con el que ni siquiera parecía llevarse muy bien? Le preguntaba a mi dolor y mi dolor clamaba que no. Me puse a escribir con una determinación espartana, pero algo parecía estar también seco, extinguido, dentro de mí, como si la muerte de mi hija me hubiera exiliado no sólo de lo humano, sino también de mi propia escritura. Las pocas líneas que alcanzaba a borronear cada día me resultaban irreconocibles, no lograba dar con el principio, con el tono, con las palabras. Entonces, a mi manera, lo invoqué. Lo invoqué noche tras noche, hasta que de pronto me di cuenta de que no estaba solo. Había regresado. Lo sentía otra vez sobre mi hombro. Y lo dejé hacer. Dejé, otra vez, que me dictara. Que me diera el impulso, el fíat, que hiciera vibrar el diapasón. Fue como un deshielo lentísimo, como si la piedra en la que me había convertido empezara a supurar. Pero estaba otra vez escribiendo, y sabía muy bien a quién se lo debía. Para mis adentros lo llamaba «mi Sredni Vashtar». Y aún invisible, su voz monstruosa era para mí tan reconocible como la respiración cercana de alguien familiar. Era no sólo real sino casi palpable y me parecía que también cualquiera podría señalar en las páginas las frases que le pertenecían. Que eran, al principio, casi todas. Pero el mismo movimiento de la mano, como si fuera un mágico ejercicio muscular, me trajo de a poco mi vieja habilidad, me devolvió algo de mi antiguo ser. El había hecho circular la electricidad, y el muerto volvía a vivir. Volví en mí y a mí. Recobré mi viejo orgullo, el único que tengo, y ya no quise más su compañía. Preferí volver a mis largas vigilias, a mis vacilaciones de siempre, a mis circunloquios, a mi propia imaginación. No fue fácil quitármelo de encima. Lo sentía a horcajadas sobre mi cuello, como el viejo del mar. Y por supuesto sus frases siempre eran mejores. Primordiales, salvajes, directas. Pero logré rechazarlas una por una, a pesar de la tentación. Y en algún momento sentí que volvía a quedarme solo. Creí que había logrado por fin deshacerme de él.
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