Guillermo Martínez - La muerte lenta de Luciana B.

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La muerte lenta de Luciana B.: краткое содержание, описание и аннотация

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Diez años después, nada queda en Luciana de la muchacha alegre y seductora a la que el famoso escritor Kloster dictaba sus novelas. Tras la trágica muerte de su novio y, después, uno a uno, las de sus seres más queridos, Luciana vive aterrorizada, atenta a cada sombra, cada persona que pasa a su lado, con la sospecha de que esas muertes son parte de una venganza metódica urdida en su contra, un círculo que sólo se cerrará con la séptima víctima. En la desesperación más absoluta, recurre a la única persona capaz de adentrarse en el siniestro universo de Kloster. Los cuadernos de notas de Henry James y una Biblia de Scofield serán claves en un pasaje sin retorno a la región más primitiva del mal.
¿Podría un asesino simular cuidadosamente el azar, concebir una geometría de muertes y quedar impune? ¿Cuál es el castigo para el que nos ha despojado de todo y nos ha causado el máximo dolor?
Tras el éxito internacional de Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez ha escrito una obra maestra del suspenso, intensa y extraordinaria, que lo destaca como uno de los escritores más importantes de su generación.

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Asintió con la cabeza y me indicó la escalera que conducía al bar y a las mesas de pool. Subí los dos tramos de escalones y me encontré en un gran salón con forma de U, con una muchedumbre silenciosa y concentrada de jugadores de poker distribuidos en torno a las mesas redondas y llenas de humo. Me miraron en un relámpago de recelo cuando me asomé desde la escalera, pero cuando se aseguraron de que no había nada que temer volvieron a sus naipes. Recién entonces comprendí por qué aquel club permanecía abierto a medianoche: era un garito apenas disimulado. En la barra un televisor sin sonido permanecía clavado en un canal de deportes. Había una mesa de ping pong, de la que ya habían sacado las redes, y detrás dos o tres mesas de pool. En la última, contra un ventanal que daba a la calle, vi a Kloster, que jugaba solo, con un vaso apoyado en el borde de la mesa. Me acerqué a él. Tenía el pelo echado hacia atrás y todavía mojado, como si no hiciera mucho que hubiera salido del vestuario, y los rasgos de su cara bajo la lámpara de la mesa se veían límpidos, tajantes. Estaba ensimismado en el cálculo de una trayectoria, con el taco apoyado en el mentón y recién cuando se movió hacia una esquina y lo levantó para preparar el golpe reparó en mí.

– ¿Qué hace usted por aquí? ¿Un trabajo de campo sobre los juegos de azar? ¿O vino a jugar con los muchachos?

Me miraba de una manera serena y apenas intrigada mientras repasaba con la tiza la punta del taco.

– En realidad lo estaba buscando a usted. Creí que lo encontraría en la pileta, pero me dijeron que estaba aquí.

– Siempre subo un rato después de nadar. Sobre todo desde que descubrí este juego. Yo lo despreciaba bastante en mi juventud, lo consideraba, ya sabe, un juego de fanfarrones de bar. Pero tiene sin embargo sus metáforas interesantes, su pequeña filosofía. ¿Intentó jugarlo seriamente alguna vez?

Negué con la cabeza.

– Es geometría en principio, por supuesto. Y de la más clásica: acción y reacción. El reino de la causalidad, podría decir usted. Cualquiera puede señalar desde afuera de la mesa una trayectoria obvia para cada jugada. Y así juegan los principiantes: eligen la trayectoria más directa, sólo se fijan en hundir la próxima bola. Pero apenas usted empieza a entender el juego se da cuenta de que lo que verdaderamente importa es controlar la trayectoria de la blanca despu é s del impacto. Y esto ya es un arte bastante más difícil, hay que anticipar todos los posibles choques, las reacciones en cadena. Porque el verdadero propósito, la astucia del juego, no es hundir la bola sino hundirla y dejar la blanca libre y ubicada para volver a golpear otra vez. Por eso, de todas las trayectorias posibles, los profesionales eligen a veces la más indirecta, la más inesperada, porque siempre están pensando una jugada más adelante. No quieren solamente golpear, sino golpear y no dejar de golpear, hasta hundirlas a todas. Geometría, sí, pero una geometría encarnizada. -Se dirigió hacia la esquina de la mesa donde había dejado su vaso, tomó un sorbo, y volvió a mirarme, con las cejas algo arqueadas-. Y bien, ¿cuál es la cuestión tan urgente que lo trajo hasta aquí y que no podía esperar hasta mañana?

– Entonces, ¿no se enteró del incendio? ¿No sabe nada? -y traté de detectar en su cara el menor signo de simulación. Pero Kloster permaneció imperturbable, como si realmente no supiera todavía de qué le estaba hablando.

– Me enteré de que hubo algunos incendios ayer, una historia de mueblerías. Pero no estoy demasiado pendiente de las noticias -dijo.

– Hace dos horas incendiaron otra. Una tienda de muebles antiguos debajo de un geriátrico. El geriátrico de la abuela de Luciana. Todavía están sacando los cuerpos a la calle. La abuela de Luciana estaba en la primera lista de muertos.

Kloster pareció asimilar poco a poco la información, y permaneció por un instante consternado, como si estuviera haciendo el esfuerzo de confrontarla con otro recorrido de su pensamiento. Cruzó el taco sobre la mesa y me pareció ver en el movimiento de su mano un temblor ligero. Se dio vuelta hacia mí con la expresión oscurecida.

– ¿Cuántos muertos? -dijo.

– Todavía no se sabe -respondí-. Habían sacado hasta ahora catorce cadáveres. Pero es probable que mueran varios más durante la noche en los hospitales.

Kloster asintió, inclinó hacia abajo la cabeza y abrió la mano como una visera para oprimirse las sienes. Caminó así de un lado a otro de la mesa, muy lentamente, con los ojos ocultos por el dorso de la mano. ¿Podía estar fingiendo esa conmoción? Parecía verdaderamente afectado por la noticia, pero en algún otro sentido que yo no lograba descifrar. Alzó por fin otra vez la mirada, pero no la dirigió hacia mí, sino a un punto impreciso, como si hablara para sí mismo.

– Un incendio -dijo, todavía sin mirarme, detenido en esa reflexión trabajosa-. Fuego, claro que sí. Y ya veo también por qué vino a buscarme hasta aquí. -Bajó los ojos de pronto hacia mí en una mirada fulminante de desprecio-. Usted cree que salí de mi casa hace un par de horas con mi bolso, le prendí fuego a ese geriátrico y me vine después a nadar tranquilamente mis cien piletas, mientras los viejitos ardían y se carbonizaban. Eso es lo que cree, ¿no es cierto?

Hice un gesto de incertidumbre.

– Luciana lo vio hace dos semanas, detenido frente al edificio de ese geriátrico y mirando hacia los balcones. Fue por eso que vino a buscarme, creía que usted planeaba algo contra su abuela.

Kloster me midió con la mirada, pero sin que el gesto de desprecio se desvaneciera del todo, como si lo impacientara que aquello fuera lo único que yo pudiera oponerle.

– Es posible, es muy posible. En mi novela también debía imaginar una muerte en un asilo de ancianos. Hice una recorrida por varios, en distintos barrios. Algunos los miré sólo por afuera y tomé notas mentales. En uno o dos fingí incluso que quería internar a un familiar y los visité por adentro. Se sorprendería de la facilidad con que le abren a uno las puertas. Quería encontrar algún detalle para una muerte que fuera convenientemente ingeniosa. Pero yo estaba pensando siempre en una muerte, una persona. No se me había ocurrido esta solución a la vez tan simple y brutal: arrasar con todo. Digámoslo así, a mí también me sorprende cada vez. El modo. Aunque bien mirado, el fuego era una elección bastante obvia.

Había ahora algo extraviado en su forma de hablar, como si se estuviera refiriendo a una tercera persona. Me volvió a mirar, aunque sus ojos estaban erráticos, y volvió a caminar, en lo que parecía una lucha furiosa con sí mismo.

– Pero todos esos muertos… por supuesto son inocentes -dijo-. Eso no debía pasar. No debía pasar de ningún modo. Es hora de detenerlo. Y a la vez, es demasiado tarde. Ya no sabría cómo detenerlo.

Se acercó a mí y ahora su expresión había cambiado otra vez, como si quisiera presentarme su cara totalmente desnuda, y se pusiera a mi merced para que yo lo juzgara.

– Otra vez le pregunto: ¿cree que fui yo? ¿Cree que soy yo cada vez?

Retrocedí un paso, sin poder evitarlo. Los ojos de Kloster tenían algo desvastado y aterrador, como si en las pupilas ardiera una clase de locura mucho más arraigada y oscura que la de Luciana.

– No, no lo creo -dije-. Aunque ya no sé qué creer.

– Pero debería creerlo -dijo Kloster, con un tono sombrío-. Debería creerlo, aunque por otras razones. Hace unas horas, antes de venir aquí, yo había empezado a escribir justamente esa escena, la muerte en el asilo. Dejé la idea en borrador, sobre mi escritorio. Y ya ve, ocurrió otra vez. Sólo cambia la forma. Como si quisiera dejar su sello. O burlarse de mí. Una corrección de estilo. Cada vez ocurrió así. Sólo tenía que escribirlo. Al principio traté de convencerme a mí mismo de que debían ser coincidencias. Coincidencias por supuesto muy extrañas. Demasiado exactas. Pero el dictado… ya había empezado. Supongo que podría decir que es una obra en colaboración.

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