Guillermo Martínez - La muerte lenta de Luciana B.

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La muerte lenta de Luciana B.: краткое содержание, описание и аннотация

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Diez años después, nada queda en Luciana de la muchacha alegre y seductora a la que el famoso escritor Kloster dictaba sus novelas. Tras la trágica muerte de su novio y, después, uno a uno, las de sus seres más queridos, Luciana vive aterrorizada, atenta a cada sombra, cada persona que pasa a su lado, con la sospecha de que esas muertes son parte de una venganza metódica urdida en su contra, un círculo que sólo se cerrará con la séptima víctima. En la desesperación más absoluta, recurre a la única persona capaz de adentrarse en el siniestro universo de Kloster. Los cuadernos de notas de Henry James y una Biblia de Scofield serán claves en un pasaje sin retorno a la región más primitiva del mal.
¿Podría un asesino simular cuidadosamente el azar, concebir una geometría de muertes y quedar impune? ¿Cuál es el castigo para el que nos ha despojado de todo y nos ha causado el máximo dolor?
Tras el éxito internacional de Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez ha escrito una obra maestra del suspenso, intensa y extraordinaria, que lo destaca como uno de los escritores más importantes de su generación.

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– Y había también, otra vez, un elemento salvaje, primitivo -dije, reconociendo por fin la conexión que se me había escapado-: lo había matado con las manos desnudas, sin usar el arma.

– Exactamente: era su sello, lo advertí de inmediato. Empezaba a entender sus métodos, sus predilecciones: el oleaje embravecido del mar, el veneno natural de los hongos, la crueldad de un hombre lanzado sobre otro como en el principio de los tiempos, a zarpas y dientes, como una bestia humana. Unos días después vino a verme ese comisario, Ramoneda, y me mostró las cartas anónimas. Unas cartas burdas, pero aun así precisas, efectivas. Estuve a punto de contarle todo, tal como se lo cuento ahora a usted. Pero él tenía su propia teoría. Vio un libro de Poe en mi biblioteca y empezó a hablarme de El coraz ó n delator. Del deseo de confesar que había visto una y otra vez en los asesinos. Me di cuenta, por la manera en que me hablaba de Luciana, que sospechaba de ella. Me preguntó si yo tenía alguna muestra de su letra manuscrita. Le di la carta que había recibido unos años antes, donde me pedía perdón. La leyó con cuidado y mientras cotejaba la caligrafía me confió que Luciana había estado internada en una clínica, con un síndrome que llaman de culpabilidad morbosa. Son pacientes que guardan en secreto una culpa por algún daño que han hecho y no fue castigado. Buscan indirectamente, de distintos modos, castigarse a sí mismos. Me dijo que Luciana estaba obsesionada con la idea de que había tenido algo que ver con la muerte de mi hija. Escuchar eso, tantos años después, me dio una clase de alegría tardía y amarga. Yo había deseado que no pudiera dejar de pensar en Pauli, cada día de su vida, y ese deseo también me había sido concedido. Ramoneda no dijo nada más, y me pareció muy claro que fueran cuales fuesen sus sospechas, se las guardaría para sí, sin hacer nada. Después de todo, ya tenía a sus culpables y la presión de todo un gobierno para que cerrara el caso y acallara el escándalo de la fuga. Pero después que se fue, yo me encontré pensando si aquélla no sería otra explicación posible. Una explicación, al fin y al cabo, racional. Volví a mirar cada una de las muertes bajo esta nueva luz. También Luciana habría podido mezclar alguna sustancia en el café de su novio: estudiaba biología, sabría muy bien qué elegir y estaba sentada cada día a su lado. También Luciana, al año siguiente, podría haber sembrado en el bosquecito los hongos venenosos, en la misma clase de viaje relámpago a Villa Gesell con que quiere acusarme a mí. ¿No era ella acaso la que sabía todo sobre hongos? Y también Luciana, finalmente, podría haber escrito las cartas anónimas. Era muy probable que supiera de la relación de su hermano con esa mujer. Y sin embargo, tuve que descartar esta posibilidad antes de llegar muy lejos: lo que Luciana nunca hubiera podido lograr era ese sincronismo enloquecedor entre las fechas de las muertes y el avance de mi novela. Pero aun así, haber pensado en otra hipótesis, y en una que había venido, imprevistamente, desde afuera, me hizo recobrar la esperanza de que hubiera espacio para una explicación racional, aunque a mí no se me ocurriera. Ya ve, había todavía algo en mí que no quería rendirse. No podía admitir, intelectualmente, que aquello, que ya había ocurrido dos veces, pudiera seguir ocurriendo. Quise entonces desafiarlo. Procedí como lo haría el escéptico que pasa a propósito debajo de una escalera. Decidí escribir una muerte más, para ponerlo a prueba. La prueba científica de la repetición. Ésta fue en todo caso la justificación que me di a mí mismo en ese momento, pero sé que había algo más. No me importa decírselo ahora: no quería dejar de escribir esa novela. Aun cuando sabía que podía exponer a un peligro de muerte a otra persona. Aun así, no podía resignarme a la idea de abandonarla. De manera que empecé a imaginar la próxima muerte. Como le dije, visité distintos asilos y pensé en una serie de variantes ingeniosas. Pero en realidad yo quería dar con una muerte que fuera lo opuesto a su estilo. Que fuera antag ó nica a todo lo que era él. La idea, curiosamente, me la dio usted, en esa charla que tuvimos. Fue cuando hablamos de la abuela de Luciana y usted me dijo que por supuesto no contaría en contra de mí si ella muriera de muerte natural. Apenas lo escuché supe que aquello tenía que ser. Simple y perfecto. Una muerte natural. Que a la vez, me daba también alguna tranquilidad de conciencia. No estaba ya imaginando y escribiendo un crimen, sino una muerte piadosa para una persona que desde hacía años estaba postrada. Hoy por la tarde al fin me había decidido a escribir el primer borrador. Una muerte. Una persona. Eso es todo lo que quise hacer. ¿Al menos eso me cree?

Kloster me miró a los ojos, como si esperara una respuesta inmediata de mí.

– No importa lo que yo crea -dije-. Lo que importa es lo que Luciana cree. Me llamó esta noche, después del incendio: por eso estoy aquí. Está desesperada, y creo que al borde de la locura. Le prometí que iría a verla. Pero quisiera ir con usted.

– ¿Conmigo? -y Kloster hizo una mueca, como si sólo considerar la idea le resultara un esfuerzo desagradable-. No veo en qué ayudaría. Más bien podría empeorar las cosas.

– Quiero que escuche de usted mismo algo de lo que me dijo recién a mí. Aunque sea esta mínima parte: que desde la muerte de sus padres, ya no le guarda rencor. Yo creo que eso solo, dicho por usted, para ella cambiaría todo.

– ¿Y después nos daríamos un gran abrazo cristiano de reconciliación? Muchacho, usted sí que es ingenuo. ¿No se da cuenta todavía de que ya no depende de mí? Hace diez años, en mi desesperación, mi ateísmo se quebró y yo también recé. Recé cada noche a un dios oscuro, desconocido. Esa plegaria fue escuchada y se está cumpliendo lentamente, tal como yo lo había pedido. Salió de mí, pero ya no puedo hacer que vuelva a mí. Porque el castigo, todo el castigo, ya fue escrito. Escrito est á .

– ¿Cómo puede saber cuánto está escrito? ¿Cómo puede saber si un gesto de perdón ahora no podría cambiarlo todo? Y si lo que me contó sobre su novela se estuviera cumpliendo tal como dice, hay algo elemental que usted sí podría hacer: dejar de escribirla, abandonarla ya mismo.

– Podría incluso quemarla, pero no significa que fuera a detener nada. Está fuera de mí. Y creo que ahora se anticipa a mí: esta última vez no esperó a que la escena estuviera totalmente escrita y terminada.

– ¿Quiere decir entonces que se niega a venir conmigo?

– Al contrario: ya le dije que quisiera detener esto, si sólo supiera cómo. Estoy dispuesto a ensayar el acto de perdón que a usted le parezca. Pero soy escéptico en cuanto al resultado. Ni siquiera sabemos si ella querrá verme otra vez frente a frente.

– ¿Por qué no se lo preguntamos? ¿Hay aquí un teléfono desde donde pueda llamarla?

Kloster me señaló la barra y le hizo por encima de mí un gesto al mozo para que me dejara hablar. El mozo extendió el brazo de mala gana e hizo emerger un teléfono antiguo de baquelita, con un cable grueso en espiral. Me corrí a una de las banquetas del extremo y disqué los dígitos del número de Luciana, esperando con paciencia a que el disco volviera cada vez a su lugar. Escuché del otro lado una voz adormilada. -¿Luciana?

– No: Valentina. Luciana se fue a acostar. Pero me dijo que la despertara si llamabas.

Hubo un ruido en la línea, como si hubieran levantado otro teléfono en una habitación cercana, y escuché la voz de Luciana, muy débil y transformada, como si hubiera perdido un elemento de voluntad.

– Dijiste que ibas a venir -había un reproche desmayado en su voz, como si ya no le sorprendiera que todo la abandonara-. Te estaba esperando. Porque yo… – y repitió con voz extraviada y en un susurro, como si no hubiera logrado moverse de ese único pensamiento- no puedo ocuparme del ata ú d.

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