Guillermo Martínez - La muerte lenta de Luciana B.

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La muerte lenta de Luciana B.: краткое содержание, описание и аннотация

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Diez años después, nada queda en Luciana de la muchacha alegre y seductora a la que el famoso escritor Kloster dictaba sus novelas. Tras la trágica muerte de su novio y, después, uno a uno, las de sus seres más queridos, Luciana vive aterrorizada, atenta a cada sombra, cada persona que pasa a su lado, con la sospecha de que esas muertes son parte de una venganza metódica urdida en su contra, un círculo que sólo se cerrará con la séptima víctima. En la desesperación más absoluta, recurre a la única persona capaz de adentrarse en el siniestro universo de Kloster. Los cuadernos de notas de Henry James y una Biblia de Scofield serán claves en un pasaje sin retorno a la región más primitiva del mal.
¿Podría un asesino simular cuidadosamente el azar, concebir una geometría de muertes y quedar impune? ¿Cuál es el castigo para el que nos ha despojado de todo y nos ha causado el máximo dolor?
Tras el éxito internacional de Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez ha escrito una obra maestra del suspenso, intensa y extraordinaria, que lo destaca como uno de los escritores más importantes de su generación.

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– Estoy con Kloster -dije-. Quiero ir con él, para que escuches lo que tiene para decirte.

– ¿Venir con Kloster? ¿Ahora? ¿Aquí? -Parecía que la idea no lograba atravesar la primera defensa de la incredulidad. O en realidad, me pareció percibir, había algo inerme y desorientado en su voz, como si ya no pudiera razonar de una manera coherente y se aferrara a esas preguntas, de las que también finalmente resbalaba sin lograr asirse. De pronto rió, con una risa amarga, y su voz pareció recobrar por un momento la ilación-. Sí, sí, ¿por qué no? A conversar los tres, como viejos amigos. ¿No es gracioso? La primera vez que fui a verte todavía creía que había una pequeñísima esperanza. Que podría convencerte. Tenía un plan, algo que había pensado en todos estos años. Sólo necesitaba una ayuda de tu parte. Había aprendido de él. Lo había pensado todo, hasta el último detalle. Creí que podía anticiparme, antes de que fuera demasiado tarde. No quer í a morir -dijo, en un tono desgarrado, y escuché que rompía a llorar en silencio. Transcurrió un instante antes de que su voz retornara en un reproche, con el tono velado de una acusación-. Lo único que no pensé, lo único que nunca hubiera imaginado, es que vos pudieras creerle a é l.

– No le creo -dije-. Ya no sé qué creer. Pero sí me parece que deberías escucharlo. Sería sólo un momento.

Hubo un largo silencio del otro lado, como si Luciana se esforzara por pensar en las implicaciones y los peligros de la visita, o lo considerara todo por una vez bajo otra perspectiva.

– ¿Por qué no? -repitió por fin, pero ahora con un tono extrañamente desapegado, indiferente, como si ya nada pudiera tocarla. O quizá (pero esto sólo pude pensarlo después) había concebido otro plan, en el que ya no me necesitaba, y esta súbita aceptación, esta docilidad imprevista, era su forma de ponerlo en marcha-. Vernos frente a frente otra vez. Como gente civilizada. Me gustaría enterarme, supongo, de qué manera te convenció.

– Sería sólo un momento. Y después me voy a ocupar yo mismo del ataúd.

– ¿Te ocuparías del ataúd? ¿Harías eso por mí? -y su voz dio un vuelco de gratitud, como una niña agradecida por un favor inesperado e inmenso.

– Claro que sí. Vos deberías descansar el resto de la noche.

– Descansar… -dijo con añoranza- tengo que descansar, sí. Estoy muy cansada -y pareció ensimismarse en un oscuro silencio-. Pero está Valentina. Es peligroso que me duerma otra vez porque tengo que cuidar a Valentina. Soy la única que puede cuidarla.

– Nada le va a pasar a Valentina -dije y sentí la impostación y la debilidad de mi propio intento de tranquilizarla. Demasiado había ocurrido ya desde la última vez que le había dicho una frase parecida.

– No quiero que él la vea -me dijo en un susurro-. No quiero que ella lo vea otra vez.

– Voy a estar yo -le dije-. Y no tiene por qué verla.

– Yo sé lo que él quiere. Yo sé a qué viene -dijo, como si un desvarío la dominara otra vez-. Pero quisiera que Valentina, al menos, pudiera salvarse.

– Tengo que cortar ahora -dije, para interrumpirla. Temía, sobre todo, que fuera a cambiar de opinión-. En diez minutos vamos a estar ahí.

Colgué y le hice una seña de asentimiento a Kloster, que dejó el taco cuidadosamente apoyado en la pared y me siguió hacia la escalera sin decir una palabra.

DOCE

Llego aquí a la parte más difícil de mi relato. Muchas veces después traté de volver en mi memoria a esos momentos, a los pocos minutos que se sucedieron desde que bajé con Kloster a la calle. Muchas veces repasé, como si fueran fotogramas, cada una de las escenas, en busca de algo que pudiera anticipar lo que no supe ver hasta que fue demasiado tarde. Pero los hechos, mínimos y fatales, aunque traté luego de volverlos del derecho y del revés, no podían ser más parcos. Kloster estaba acorazado en un silencio hostil, como si fuera arrastrado contra su voluntad a un trámite desagradable. Subimos a un taxi que tenía encendida la radio y le indiqué al conductor la dirección de Luciana. Nos advirtió que debería dar un rodeo porque algunas de las calles estaban cortadas a causa de los incendios. Sin que ninguno de los dos le preguntara nos contó que habían atrapado al chino, durante una redada en el bajo Flores, y que en la requisa de su casa habían encontrado un mapa con la ubicación de más de cien mueblerías. Pero aun así, nos dijo, había otros incendios por toda la ciudad. Patotas aburridas, piromaníacos, ajustes de cuentas entre muebleros que aprovecharon la volteada, vaya uno a saber. Nos hablaba con el costado de la boca, inclinando un poco la cabeza en diagonal, como si se dirigiera más bien a Kloster. Pero Kloster no daba ninguna señal de que realmente lo escuchara. En la intersección con la primera avenida habían puesto vallas y un policía desviaba el tránsito. El taxista nos señaló más adelante los carros de bomberos y un edificio con la fachada ennegrecida de donde se levantaba un penacho de humo negro y turbulento bajo la luz del alumbrado. Le pregunté si había muerto más gente en alguno de estos incendios y negó con la cabeza. Los únicos muertos habían sido los viejitos del geriátrico. Algunos estaban atados a las camas, nos dijo, y no habían podido ni siquiera bajarse. Habían muerto casi todos, ése había sido el verdadero desastre. Miré la cara de Kloster, que permanecía imperturbable, como si no le llegara ni una palabra de la conversación. La punta de su pie golpeteaba con impaciencia la alfombrita de goma del auto. No había visto en sus facciones ninguna muestra de emoción, pero quizá se debiera sólo a que se había encerrado en sus pensamientos y estaba demasiado lejos de nosotros. Cada tanto miraba por la ventanilla los nombres de las calles en los cruces, como si estuviera aguardando una señal de que el viaje terminaría pronto. Nos detuvimos por fin en la puerta del edificio de Luciana. Kloster bajó primero del auto y se aproximó con paso dubitativo a los paneles de vidrio, que dejaban ver el hall vacío e iluminado. Me acerqué detrás de él y toqué en el portero eléctrico el timbre del último piso. En el silencio penetrante de la noche escuchamos arriba de nuestras cabezas el ruido de una ventana que se abría, muy alto. Vi asomar fugazmente una cara y enseguida escuché una voz en el portero que no llegué a discernir si era de Luciana o de su hermana. Esperamos en silencio detrás de la puerta. Se percibía, apagado pero aun así audible a través del vidrio, el crujido del único ascensor que estaba frente a nosotros, y el rezongo neumático del descenso. La puerta del ascensor se abrió y avanzó hacia nosotros, con un llavero en la mano y la cabeza todavía baja, lo que creí por una fracción de segundo que era una aparición: la figura intacta y recobrada de Luciana a los dieciocho años. Llevaba puesto un saco largo de lana que no dejaba asomar demasiado del cuerpo, pero podía ver en esa chica alta y delgada, mientras daba los pocos pasos a la puerta, el mismo porte erguido y resuelto. Y cuando se echó hacia atrás el pelo suelto para buscar en el manojo de llaves, vi en un instante vertiginoso que también las facciones reproducían, en una réplica tan perfecta que resultaba impiadosa, la cara fresca de Luciana que yo había conocido diez años atrás. La misma frente despejada, los mismos ojos inquietos, los labios entreabiertos. Toda ella volvía y comparecía bruscamente, como un acto de ilusionismo sin fallas.

– Por Dios, ¡es idéntica a Luciana! -sólo alcancé a murmurar, y busqué a Kloster con la mirada, como si necesitara un testigo que me devolviera a la realidad-. A lo que era Luciana -me corregí involuntariamente.

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