Me desperté temprano a la mañana siguiente y animado por el desayuno del hotel, la luz del sol que entraba por la ventana de mi cuarto, y el aspecto flamante del cuaderno que había llevado, me propuse empezar mi novela sobre los artistas incendiarios. Antes de que pasaran dos horas ese impulso feliz se había disuelto y decidí salir a dar un paseo por la ciudad. Recorrí las dos o tres galerías comerciales, entré y salí de una librería desanimante, deambulé por las calles del centro y antes de la hora del almuerzo me pareció que ya lo conocía todo, como si la ciudad se hubiera agotado íntegramente en esa primera caminata. Di otro paseo a la hora de la siesta y paradójicamente a esa hora muerta, con las calles vacías, la ciudad me pareció más intrigante. Imaginaba miles de personas en posición horizontal, tendidos al mismo tiempo en sus camas, pero imaginaba, también, que debía haber excepciones. Dónde podía estar, me preguntaba, la gente que se resistía al mandato de la siesta. Crucé en diagonal la plaza principal. Doblé en una calle lateral y vi un cartel de neón encendido a la luz del día y la escalinata de lo que debió ser alguna vez un cine. Subí en un impulso y atravesé las puertas batientes para asomarme al interior. Era un salón de máquinas tragamonedas, inmenso, alfombrado. Allí. Allí estaban. Había gente de todas las edades, pero sobre todo mujeres maduras, encaramadas a sillas altas, hipnotizadas, silenciosas, deslizando con un movimiento mecánico monedas en las ranuras. Había mucha más gente de la que hubiera esperado encontrar y no me hubiera extrañado ver allí también a la decana, o a alguno de mis alumnos. Salí otra vez a la quietud de la calle y caminé un poco más. Vi otros dos o tres casinos iguales, y cada uno estaba lleno de fieles, como si el pueblo entero se entregara durante la siesta a una lotería de Babilonia ensimismada frente a esas máquinas. Esa noche cené solo después de mi clase y me propuse un último recorrido nocturno. Sólo dos o tres bares estaban abiertos después de las once. En la ventana de uno cercano al hotel esperaban dos prostitutas demasiado viejas y brillosas, que me sonrieron cuando pasé con una inclinación de cabeza. Tuve esa segunda noche, antes de apagar la luz, en el cuarto ya familiar, la sensación de estar atrapado en un juego de computación, del que ya había visto para los días sucesivos todos los escenarios: aquella mesita en mi cuarto con el cuaderno abierto todavía en blanco, las pocas galerías comerciales, la librería descorazonadora, las salas de juego extrañamente llenas a la siesta, el único cine, el aula de la facultad, los dos bares tardíos de la noche. Las misiones del héroe que tenía por delante eran quizá escribir el primer capítulo de la novela, volverme rico en una de las máquinas tragamonedas, acostarme con mi alumna. Los peligros que me amenazaban: descubrir una imprevista adicción al juego, contraer una enfermedad vergonzosa si cedía a la invitación de las prostitutas, o quizá un leve escándalo académico si no era lo bastante discreto con mi alumna.
En los días siguientes se desvaneció de a poco el impulso con que me había engañado al comprar el cuaderno. Incluso el recuerdo del incendio ya no me parecía tan vivido y perturbador como antes, sino casi ridículo a la distancia, con sus consecuencias inofensivas de unos pocos muebles quemados. Seguí desde la computadora en el lobby del hotel las noticias en los diarios de Buenos Aires, pero el incendiario también parecía haberse llamado a reposo. Sí hice, en cambio, mi parte con mi alumna, hasta donde pude. Al cabo de la primera semana había dado también a esto por perdido. Me daba cuenta de que estaba por llegar a la edad que tenía Kloster diez años atrás y que había entre ella y yo casi la misma cantidad de años que lo había separado a él de Luciana. Me pregunté amargamente si también mi alumna le habría dicho a sus amigas, o para sí misma, en el mismo tono escandalizado de Luciana, que yo podría ser su padre. Tuve sin embargo la idea imprevistamente feliz de poner un horario de consulta en una pequeña oficina que me habían asignado. Fue la única que vino a verme, valientemente sola. Y podría decir, en el sentido más estricto de la frase, que mi suerte cambió de la mañana a la noche. Después me dijo que la había decidido el paso del tiempo, darse cuenta de que sólo quedaba una semana. Como en otros viajes, volví a pensar que nada ayuda tanto al forastero como tener su pasaje fechado de regreso. De mi segunda semana en Salinas no recuerdo más que su cuerpo desnudo, su cara, sus ojos absorbentes. Y si había puesto ya todo el ancho del país de distancia con la historia de Luciana, me sentí en esos días todavía más lejos, en ese universo definitivamente remoto, a la distancia insalvable, egoísta y ciega que separa a los felices de los desgraciados. Sólo una vez, en realidad, volví a pensar en ella. Fue una tarde en que J (a quien todavía llamo para mí mi alumna) alzó su pelo frente al espejo al salir de la ducha y al inclinar la cabeza hacia el costado para peinarlo, su cuello apareció frente a mí largo y desnudo, y me hizo recordar en una súbita reminiscencia el cuello de Luciana, como si en un misterioso acto de misericordia el tiempo me hubiera restituido, brillante, intacto, un fragmento del pasado. Ya había tenido antes, al caminar por Buenos Aires, o incluso de viaje, en los lugares más diferentes, esta clase de encuentros imposibles, caras que creía reconocer del pasado, como si emergieran de pronto para ponerme a prueba, con la edad de antes que ya no podían tener. Me había acostumbrado a pensar que era una consecuencia más del paso de los años: que todo el género humano se volviera curiosamente familiar. Pero esta vez la impresión fue mucho más vivida, como si el cuello de Luciana, el cuello que yo había estudiado día a día con amorosa atención, volviera a existir en cada una de sus venas y articulaciones y nervaduras, otra vez terso y vibrante, uniendo pedazos de otro cuerpo. Pasé una mano estremecida, casi temerosa, hasta tocar su nuca. J volvió hacia mí la cara para que la besara y la ilusión desapareció.
Dos días después todo había terminado. Entregué las notas finales, preparé mi bolso, volví a guardar el cuaderno en el que no había escrito nada y dejé que J me llevara hasta el aeropuerto. Nos hicimos las promesas habituales que -sabíamos- ninguno de los dos cumpliría. El avión que debía llevarme de regreso a Buenos Aires se demoró sin ninguna explicación casi tres horas y cuando despegamos del aeropuerto ya era muy entrada la noche. Me adormecí con la cara contra la ventana durante buena parte del vuelo, pero poco antes de llegar, cuando el avión empezaba a descender sobre la ciudad, me despertaron unos murmullos excitados alrededor. Los demás pasajeros señalaban algo abajo en la ciudad y se movían hacia las ventanillas. Alcé la pestaña de mi propia ventana y vi, entre las luces de la ciudad, los ríos de tránsito y la noche, lo que parecía la lumbre encendida de dos cigarrillos, como brasas rojas y palpitantes que exhalaban humo blanco hacia lo alto. Aunque estaban separados seguramente por decenas de cuadras, se divisaban casi juntos desde la altura: no era otra cosa y, aunque me pareciera increíble, no podía ser otra cosa, que el fuego de dos incendios simultáneos. La novela que no había tenido fuerzas para empezar durante el viaje parecía estar escribiéndose por sí sola allí abajo.
Abrí la puerta de mi departamento y recogí las dos o tres cuentas y la hoja de expensas que habían pasado bajo la puerta. No había mensajes en el contestador de mi teléfono. Ni siquiera de Luciana. ¿Por fin me había dejado en paz? Quizá ese silencio tuviera un significado más drástico: que ya no me consideraba alguien en quien podía confiar, que la había defraudado. No había logrado convencerme, atraerme a su fe, y ahora me repudiaba. Podía imaginarla encerrada otra vez en su departamento, a solas con su obsesión, refugiada en el circuito familiar y perfecto de sus temores. Fui hasta mi cuarto, prendí el televisor y busqué los canales de noticias, pero ninguno parecía haberse enterado todavía de los incendios. A las dos de la mañana, vencido por el sueño, apagué la luz y dormí casi hasta el mediodía.
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