– Le enseñé la marca que tengo, es verdad. Pero nunca le pedí que me la tocara. Y no me pareció que hubiera nada malo en eso. Ni siquiera me acordaba, me parece increíble que él quiera ahora darle otro sentido.
– Me dijo que fue la primera vez que te tocó. Y que vos parecías orgullosa de haber conseguido llamarle la atención. Me contó también que después le dejaste que te hiciera masajes en el cuello.
– Bueno, veo que se convirtieron en verdaderos amigos. ¿Cómo conseguiste que te hablara de eso? Una vez me preguntó por mi dolor de cuello. Incliné la cabeza para mostrarle y él me empezó a hacer un masaje. Es verdad que no me opuse: no creí que tuviera ninguna otra intención. Confiaba en él. Ya te dije que para mí era como mi padre: no creí que pudiera pensar ninguna otra cosa. Pero fue sólo una vez.
– Una vez… y otra vez. Me dijo además que la segunda vez se detuvo porque no tenías corpiño.
– Puede ser que hayan sido dos veces. Y yo no usaba demasiado corpiño en esa época.
– Conmigo sí -observé.
– Porque tenía muy claro que de vos sí tenía que cuidarme. Pero nunca hubiera pensado que él se estuviera formando otras ideas. Hasta que volvió de su viaje y lo vi de pronto convertido en otra persona nada de esto se me había cruzado por la cabeza. ¿Pero a dónde querés llegar? Aun si le hubiera dado un pie, que no se lo di, aun si me hubiera equivocado en iniciarle un juicio: ¿eso justifica lo que ocurrió después? ¿Justifica la muerte de toda mi familia?
– Claro que no -reconocí-. No justifica la muerte de nadie. Sólo quería saber si hasta aquí, en esta parte de la historia, él me dijo la verdad.
– Todo eso ocurrió -dijo, apartando la mirada-, pero él sacó la conclusión equivocada. Igualmente, ya te dije que mil veces me arrepentí de haber hecho esa demanda. Pero no puedo creer que éste sea el castigo que tengo que pagar.
– En realidad te hace responsable de la muerte de su hija. En eso tenías razón.
Le conté lo que me había revelado Kloster sobre la relación con su mujer, de los temores que lo acompañaban desde que había nacido Pauli, y el pacto no dicho que tenían en los últimos años. Luciana, que no parecía saber ni haber imaginado nunca nada de esto, iba de asombro en asombro. Le conté de la reacción y el estallido de la mujer de Kloster al leer la acusación que encabezaba su carta, la decisión inmediata de divorciarse y el recurso con que había apartado a Kloster de su hija, utilizando justamente esa acusación. Le conté del confinamiento de Kloster en un hotel, a la espera de que lo dejaran volver a ver a su hija y de lo que había ocurrido finalmente el día de la visita. Traté de repetir con las palabras exactas el relato de Kloster sobre esa tarde, desde que había llamado por teléfono hasta que encontró el cadáver de su hija sumergido en la bañera. Le conté de la cripta, de la galería de fotos y de la filmación de la hija con el ramito de flores. Cuando terminé los ojos de Luciana estaban brillantes de lágrimas.
– Pero yo no tuve la culpa de nada de esto -gimió.
– Claro que no -dije-. Pero él cree que sí.
– Pero si fue la mujer… Fue su mujer en todo caso -dijo con impotencia.
– Él piensa que lo que quebró el pacto fue tu carta. Estaba seguro de que hubiera podido mantener ese acuerdo entre ellos todavía unos años, hasta que Pauli creciera lo suficiente. Así me lo dijo: cree que su hija todavía estaría viva si su mujer no hubiera leído esa carta. Y hay algo más en lo que tenías razón: que lo encontraras en Villa Gesell ese verano no fue casual. Me dijo que no podía tolerar la idea de que vos siguieras tu vida como si nada hubiera ocurrido mientras su hija estaba muerta. Que quería estar allí para hacerte recordar. Para que la recordaras cada día, como él. Que tu vida también se detuviera, como se había detenido la de él.
– Si fuera nada más que eso… hace mucho que ya lo consiguió. Pero ya ves: reconoció que quería vengarse. Eso es en el fondo lo que yo quería saber. Porque no creo que te haya confesado uno por uno los crímenes, ¿no es cierto?
– No. Sólo me dijo que aquel día en la playa vio al irse, desde la costanera, cómo tu novio desaparecía en el mar. Y cuando se enteró al día siguiente de que se había ahogado le pareció ver en esa muerte que se cumplía la ley de ojo por ojo, diente por diente. Me dijo que aquello Te había dado la idea para una novela sobre la justicia y las proporciones del castigo.
– Pero no le alcanzó, Dios mío, esa muerte no le alcanzó.
Sus ojos volvieron a mirar a través de la calle mientras su mano tanteaba dentro de un bolsillo en busca de un pañuelo. Consultó otra vez su reloj y se llevó el pañuelo a los ojos.
– Es posible -acepté yo-. Pero él dice que desde aquel día se dedicó únicamente a esa novela. Una novela en la que ustedes dos son los personajes. Me aseguró que nunca más te vio y que no se había enterado de la muerte de tus padres hasta que recibió tu carta.
Negó con la cabeza sin dejar de mirar por la ventana.
– Es mentira: estaba ahí, en el cementerio, el día que los enterramos.
– Se lo pregunté: va todos los días, a visitar la tumba de su hija. Me dijo que él no te había visto.
Dio vuelta la cara hacia mí, irritada.
– Supongo que no podía esperar que reconociera nada. Y que tuviera una mentira inventada para cada cosa.
– En realidad lo que más me desconcertó es que en todo momento parecía decirme la verdad. Me hablaba como si no tuviera nada que ocultarme. Dijo incluso algo que podría haberme escondido, en relación con la muerte de tu hermano. Algo que no sabíamos: que tuvo correspondencia en distintas épocas con presos de ese penal. Me contó que la policía había hecho averiguaciones sobre esto y que le dio a ese comisario Ramoneda las cartas que había guardado.
– Pero pudo haber otras que tiró, que se cuidó de tirar -me interrumpió Luciana-. Pudo haberse enterado, a través de otros presos, de que este asesino salía a robar. Y si había seguido a mi hermano y sabía de la relación con esa mujer, sólo faltaba enviar los anónimos para provocarlo. Porque esos mensajes, los escribió él. Lo supe apenas los vi. A mí no podría engañarme.
– Me dijo que había conversado con Ramoneda sobre novelas policiales y que en un momento el comisario le mostró los anónimos y le pidió una opinión sobre la clase de persona que podría haberlos escrito. Aparentemente el comisario pensaba más bien que quizá los hubieras escrito vos.
Aquello la enmudeció por un momento y pude ver que sus manos temblaban de indignación.
– ¿Te das cuenta? -murmuró-. ¿Te das cuenta cómo logra dar vuelta todo y a todos? ¿Te quiso hacer creer que pude ser yo?
– En realidad no. Justamente, eso es lo que me pareció más curioso. Kloster parece creer que hay otra explicación posible: supongo que será la que escribe en su novela. Me dijo que yo nunca la creería.
– No hay ninguna otra explicación: es él. No entiendo cómo podés todavía dudar. Va a seguir y seguir, hasta dejarme sola. Hasta que sea la última. Esa es la venganza que busca. La que marcó en la página de la Biblia: siete por uno. Y ahora, mientras hablamos, Valentina está allá adentro, ahora mismo está con él. Jamás podría perdonarme si algo le pasara a ella. Creo que no voy a esperar ni un minuto más -dijo, e hizo un primer movimiento como si fuera a levantarse. Le hice un gesto imperioso para que se detuviera.
– Cuando le mencioné esa frase de la Biblia me dijo que era un error interpretarla así. El número siete sería más bien un símbolo de lo completo, de lo perfectamente acabado. La venganza que correspondería a Dios. Aun si fuera él quien está detrás de estas muertes, quizá su medida ya esté completa.
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