Guillermo Martínez - La muerte lenta de Luciana B.

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La muerte lenta de Luciana B.: краткое содержание, описание и аннотация

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Diez años después, nada queda en Luciana de la muchacha alegre y seductora a la que el famoso escritor Kloster dictaba sus novelas. Tras la trágica muerte de su novio y, después, uno a uno, las de sus seres más queridos, Luciana vive aterrorizada, atenta a cada sombra, cada persona que pasa a su lado, con la sospecha de que esas muertes son parte de una venganza metódica urdida en su contra, un círculo que sólo se cerrará con la séptima víctima. En la desesperación más absoluta, recurre a la única persona capaz de adentrarse en el siniestro universo de Kloster. Los cuadernos de notas de Henry James y una Biblia de Scofield serán claves en un pasaje sin retorno a la región más primitiva del mal.
¿Podría un asesino simular cuidadosamente el azar, concebir una geometría de muertes y quedar impune? ¿Cuál es el castigo para el que nos ha despojado de todo y nos ha causado el máximo dolor?
Tras el éxito internacional de Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez ha escrito una obra maestra del suspenso, intensa y extraordinaria, que lo destaca como uno de los escritores más importantes de su generación.

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Me hizo una seña para que lo siguiera.

– Venga conmigo -dijo-; hay algo más que quiero mostrarle.

Lo seguí hacia la boca del corredor donde había visto la primera foto en la penumbra. Encendió una luz y el pasillo se iluminó. Había fotos colgadas de las paredes a ambos lados, de todos los tamaños, muy próximas entre sí, en una sucesión abigarrada que convertía al pasillo en un túnel sobrecogedor, con la imagen de la hija repetida en todas las actitudes. El único orden parecía el de la superposición.

Atravesamos el pasillo y Kloster sólo dijo:

– Me gustaba sacarle fotos: son todas las que pude rescatar.

Abrió una puerta al final del pasillo y pasamos a lo que parecía un gabinete o una dependencia de servicio abandonada. Las paredes estaban desnudas; había una única silla arrimada contra una esquina y un archivo de metal sobre el que se apoyaba una pequeña máquina rectangular. Sólo cuando Kloster apagó la luz del pasillo y quedamos a oscuras advertí que se trataba de un proyector. La pared frente a nosotros se iluminó, hubo un seco chirrido mecánico y apareció, regresada milagrosamente a la vida, la hija de Kloster. Estaba inclinada a lo lejos en lo que parecía un parque, o un jardín. Se incorporaba de pronto y corría hacia la cámara, con un ramito de flores que había arrancado entre el pasto. Venía hacia nosotros agitada, feliz, y al extender el ramito se escuchaba por un momento su voz infantil: «Éstas las junté para vos, papá». Una mano se abría para recibir las flores, mientras la hija de Kloster corría otra vez alejándose hacia el jardín. El escritor, de algún modo, se las había arreglado para que la escena se repitiera y la hija se alejaba y volvía hacia él de una manera interminable, con el mismo ramo en la mano y esas palabras que en la repetición sonaban cada vez más fantasmales y siniestras: É stas las junt é para vos, pap á . Miré hacia atrás. El resplandor de la pared dejaba ver algo de la cara de Kloster. Estaba absorto, rígido, sumido en la contemplación, con los ojos fijos y pétreos como los de un muerto y sólo su dedo se movía con la fijeza de un autómata para pulsar cada vez el interruptor.

– ¿Qué edad tenía en esta filmación? -pregunté. Sólo quería, en el fondo, interrumpirlo, huir de esa cripta.

– Cuatro años -dijo Kloster-. Es la última imagen que tengo de ella.

Apagó el proyector y volvió a prender la luz. Regresamos a la biblioteca y fue para mí como emerger otra vez al aire puro. Kloster señaló hacia atrás.

– Los primeros meses después de su muerte los pasé encerrado en ese cuarto. Allí también empecé la novela. Temía, sobre todo, olvidarla.

Habíamos quedado otra vez frente a frente en el centro de la biblioteca. Se quedó mirando cómo me ponía mi abrigo y juntaba las hojas para guardarlas en la carpeta.

– Y bien, no me dijo todavía qué piensa hacer con esto. ¿O es que todavía le cree a ella antes que a mí?

– Por lo que usted me dijo -respondí dubitativo- no habría ninguna razón para que Luciana deba temer otra desgracia. Y esta serie de muertes, tan cerca de ella, serían algo así como un exceso del azar, un ensañamiento de la mala suerte. ¿A usted no le llaman la atención?

– No tanto. Si usted tira al aire una moneda diez veces seguidas lo más probable es que tenga una seguidilla de tres o cuatro caras o cruces repetidas. Luciana pudo tener una racha de cruces en estos años. La distribución de las desgracias, como de los dones, no es equitativa. Y quizá haya incluso en el azar, en el largo plazo, una forma superior de administrar castigos. Conrad al menos creía esto: No es la Justicia quien mejor sirve a los hombres, sino el accidente, el azar, la fortuna, aliados del paciente tiempo, los que llevan el balance parejo y escrupuloso. ¿Pero no es paradójico que tenga que recordarle yo a usted que también existe el azar? ¿No es acaso usted el que escribió una novela que se llama Los aleatorios, no era usted el defensor ardoroso de los edificios de Perec y las barajas de Calvino, que estaba tan orgulloso de oponer a la anticuada causalidad en la narrativa, al gastado determinismo acción-reacción? Y de pronto viene aquí en busca de la Causa Primera, del demonio de Laplace, de una explicación unívoca de las que tanto desdeñaba. Una novela entera dedicada al azar, pero evidentemente nunca se tomó el trabajo de lanzar una moneda al aire, no sabe que el azar también tiene sus formas y sus rachas.

Quedé en silencio por un segundo, sosteniendo la mirada despectiva de Kloster. De manera que no sólo había leído aquel artículo desgraciado sino que lo recordaba como para recitármelo de memoria. ¿No me estaba dando a su pesar y sin saberlo la prueba de su naturaleza vengativa y rencorosa? Pero también yo, al fin y al cabo, recordaba al pie de la letra las críticas adversas, también yo hubiera podido repetir algunas. Y si esto no me convertía a mí en un criminal, ¿podía imputárselo en su contra a Kloster? En todo caso, me sentí obligado a responderle algo.

– Es verdad que me aburre la causalidad clásica en literatura, pero puedo separar mis ideas literarias de la realidad. Y supongo que si murieran cuatro de mis familiares más cercanos, también yo empezaría a alarmarme y a buscar otras explicaciones…

– ¿Verdaderamente puede? Quiero decir: separar sus ficciones de la realidad. Para bien o para mal, esto fue para mí lo más difícil desde que empecé esta novela. La ficci ó n compite con la vida, decía James, y es cierto. Pero si la ficción es vida, si la ficción crea vida, también puede crear muerte. Yo era un cadáver después de enterrar a Pauli. Y aunque un cadáver ya no puede aspirar a crear vida, todavía puede crear muerte.

– ¿Qué es lo que quiere decir? ¿Que en su novela también hay muertes?

– No hay otra cosa que muertes.

– ¿Y no le preocupa que se torne… inverosímil?

Me sentí algo estúpido, e infame: el afán de verosimilitud en las novelas de Kloster era algo de lo que yo mismo me había burlado.

– Usted no entiende. Y no podría entenderlo. Basta con que yo lo crea. No es una novela para publicar. No es una novela para convencer a nadie. Es, digamos, una fe personal.

– Pero en su novela -insistí-, ¿sostiene también la hipótesis del azar?

– Yo no sostengo la hipótesis del azar. Lo que digo es que en todo caso usted debería sostenerla. O al menos, considerarla. Pero supongo que puede haber otras explicaciones, para un escritor con suficiente imaginación. Hasta un policía como Ramoneda pudo concebir otra posibilidad.

– ¡Por favor! Lo único que puede pensar un policía argentino: que la víctima sea al mismo tiempo el sospechoso principal. ¿Por qué haría Luciana algo así?

– Por el motivo más obvio: la culpa. Porque sabe que es culpable y se está dando a sí misma el castigo que cree que se merece. Porque su padre, que era un fanático religioso, le inculcó el látigo y la flagelación. Porque está loca, sí, pero hasta un extremo que ni usted ni yo imaginamos. Y además, ¿no era ella la experta en hongos? ¿No es ella la que estudió biología y conocía sustancias que podían pasarse por alto en un examen forense? ¿No es ella también la que fue encerrada por su hermano y sabía de su relación con esa mujer?

Kloster exponía esto sin ningún énfasis, con la frialdad ecuánime de un jugador de ajedrez que examina las variantes de los contrincantes desde afuera de la mesa. Me quedé callado y volvió a señalarme la carpeta transparente bajo mi brazo.

– Y bien, ¿qué hará finalmente con esas hojas? Todavía no me lo dijo.

– Las voy a guardar en un cajón por ahora -dije- y voy a esperar: mientras no aparezcan más cruces en la seguidilla, quedarán ahí.

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