Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Ninguno -respondió Passerel-. Soy inocente.

– Todos los hombres son inocentes a los ojos del Señor -replicó el párroco. Encendió una vela en el altar y otras dos más grandes sobre el ofertorio cerca de la pila de agua bendita-. ¡Levantaos! ¡Levantaos! -ordenó el padre Vicente-. Aquí estáis a salvo.

Passerel le obedeció, intentando controlar el temblor de las piernas.

– Soy el profesor William Passerel -anunció-, administrador de Sparrow Hall. Me han acusado de matar a Robert Ascham, el archivero.

– ¡Ah! -exclamó el párroco acercándose a él. Levantó la mano envuelta en un rosario de cuentas negras labradas-. Ya he oído hablar acerca de la muerte de Ascham y la del regente John Copsale. Eran buenos hombres.

– ¡Ningún hombre es bueno! -gritó la anacoreta desde el fondo de la iglesia.

– ¡Callad, hermana Magdalena! -ordenó el cura-. Sir John Copsale fue muy generoso con el cepillo de nuestra iglesia. He oído lo de la muerte de Ascham y lo de las andanzas del Campanero.

La voz del cura, como cualquier otro sonido, retumbaba por toda la iglesia; de ahí que la anacoreta pudiera oírle.

– El Campanero estuvo aquí -resonó la voz de Magdalena-, colgó su proclama en la puerta de la iglesia. Llegó sigilosamente, con sus ojos de rata y sin terciar palabra. ¡Muy astuto!

– ¡Chss, chss! -acalló el padre, luego rodeó a Passerel por los hombros-. Vuestros enemigos se han marchado. Oí el tañido de la campana y salí afuera. La mayoría eran unos matones -añadió-, unos fanfarrones: las vasijas vacías son siempre las que más suenan -el cura sonrió-. Les he ordenado que se marchen del campo santo. No tienen derecho a traer aquí su violencia, pero se han quedado vigilando en la puerta del cementerio y en sus alrededores. Si os marcháis, os matarán. -El padre se le acercó con los ojos abiertos como platos-. Eso es lo que le ocurrió al último hombre que vino a refugiarse. Vino y se marchó como un ladrón en la noche. Lo cogieron cerca de Hog Lane y le cortaron la cabeza.

Passerel, preso del pánico, soltó un gemido.

– Sin embargo, aquí estaréis a salvo -añadió el padre con tono tranquilizador-. Mirad. -Cogió a Passerel por el brazo y lo condujo a un receso que había en la pared-. Esto es el santuario. Os traeré un cojín, algunas mantas, vino, pan y queso. Podéis quedaros aquí cuarenta días. -Miró a Passerel mientras éste se apretaba el estómago-. Si tenéis que hacer de vientre, salid afuera por la puerta lateral. Hay un pequeño desaguadero cerca de las tumbas. Pero vigilad donde pisáis -se rió entre dientes-, no vayáis a caeros dentro. Ah, y no llevéis ninguna luz con vos.

Passerel se sentó en el santuario, el cura giró sobre sus talones y se marchó. Regresó un poco más tarde con una copa de peltre agrietada, una jarra de vino acuoso, un trozo de pan, lonchas de panceta seca, queso y otras dos rebanadas de pan bastante duro. Passerel engulló la comida, escuchando la charla del padre, que había vuelto con algunas mantas que olían a orín de caballo.

– Aquí tenéis. -El padre Vicente retrocedió y observó con orgullo su obra-. Mantened limpio el santuario. -Señaló la lámpara de luz roja parpadeante-. El Señor os vigila y la Santa Madre Iglesia os protege. Os despertaré antes de la misa de la mañana y podréis hacer de mi monaguillo. Mañana daré un sermón, uno muy bueno, sobre los peligros de los ricos.

– ¿De qué le sirve a un hombre -retumbó la voz de Magdalena en el fondo de la iglesia- ganar el mundo entero si sufre la pérdida de su alma inmortal?

– ¡Silencio! -ordenó el cura mientras empezaba a apagar las velas-. Os dejaré una vela encendida. -Tanteó en la oscuridad y cogió la mano de Passerel-. Buenas noches, hermano.

El padre Vicente se marchó bajo la reja que separaba la nave del coro. Passerel escuchó cómo se cerraba la puerta lateral y se tumbó soltando un suspiro. ¿Qué podía hacer?, se preguntó. Seguramente el profesor Alfred Tripham, vicerregente de Sparrow Hall, podría ayudarle. Solicitaría ayuda al baile. Passerel se mordió el labio. Sin embargo, su vida se había terminado. Había sido feliz en Sparrow Hall con sus libros y manuscritos, estudiando las cuentas en su pequeña cámara del tesoro. Ahora todo había terminado en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué iba a ser de Passerel? Si toda esa locura continuaba, tendría dos opciones: rendirse ante los soldados del baile o marcharse de Oxford y dirigirse al puerto más cercano para embarcarse en una nave rumbo a un país extranjero. Passerel se rascó las piernas escamadas y llegó a la triste conclusión de que moriría de cansancio antes de llegar a las puertas de la ciudad. ¿Y afuera? ¿Qué estaría pasando? Seguro que aquellos estudiantes todavía le esperaban para darle caza.

– ¡De rodillas: rezad al Señor! -retumbó la voz de Magdalena desde el fondo de la iglesia-. Rezad para que no os ponga a prueba.

– ¡Callaos de una vez! -susurró Passerel.

Se tapó la cara con las manos e intentó darle sentido a toda aquella locura y tragedia que le asediaba. Recordó cuando encontraron a Copsale muerto en su cama. El regente siempre había tenido un corazón muy débil, ¿habría muerto mientras dormía? ¿Y Ascham? Passerel recordó el momento en que abrió la puerta de la biblioteca y encontró al archivista tumbado, con la sangre a su alrededor derramada como vino empapando sus ropas, y el cuadrillo de ballesta clavado en el pecho. Sin embargo, la ventana y las puertas estaban cerradas con pestillo. ¿Por qué habrían matado a Ascham? ¿Qué habría querido decir con aquellos balbuceos acerca de «mis queridos gorrioncillos» o algo parecido? ¿Qué esperaba encontrar entre los escritos de los partidarios de De Montfort, tanta basura de hacía tantos años? ¿Y qué había de lo que decía Ascham sobre que alguien de Sparrow Hill quería destrozar la obra de su fundador, Henry Braose?

Passerel se apartó las manos de la cara y miró a su alrededor. Cada vez estaba más oscuro. La solitaria vela bailaba y se encorvaba con la llegada de alguna ráfaga de viento; su parpadeante luz iluminó un llamativo cuadro colgado en una pared a lo lejos que representaba a un grupo de demonios, aullando como perros detrás de alguna pobre alma. Passerel encontró el lugar bastante incómodo. Se echó sobre una tabla, gruñó ante su dureza y no pudo evitar acordarse de su cama alta y blanda de Sparrow Hall. Oyó el ruido de la puerta lateral al abrirse y a alguien que se acercaba. Passerel se incorporó. Alguien se aproximaba sigilosamente al santuario. Se quedó quieto, vigilando la entrada de la reja, y soltó un suspiro de alivio al ver un par de manos oscuras depositar una jarra de vino y una copa en el suelo. ¿Sería algún amigo de Sparrow Hall? Los pasos se alejaron y la puerta lateral se cerró con cuidado. Passerel se levantó y cruzó la estancia. Recogió la jarra y la olió. El clarete que contenía parecía tener cuerpo y un gusto delicioso. A Passerel se le hizo la boca agua. Se sirvió una copa en abundancia y se la bebió rápidamente.

– ¡Ésta es la casa del Señor y la puerta del cielo! -gritó la anacoreta- ¡Un lugar terrorífico!

Passerel, animado por el vino, alzó la cabeza. Estaba a punto de servirse otra copa cuando un dolor se apoderó de su estómago, como si alguien le hubiera clavado un puñal en las entrañas. Se tambaleó; la jarra y la copa le resbalaron de las manos y al romperse en pedazos contra el suelo sonaron como una campana por toda la desierta nave. Passerel se apretó el estómago. Abrió la boca para gritar, pero la bilis al fondo de su garganta le impidió pronunciar palabra.

– Es algo realmente horrible para un pobre pecador caer en las manos del Señor -entonó la anacoreta.

Passerel, con el rostro empapado en sudor y los ojos fuera de sus órbitas, alargó la mano hacia la luz de la anacoreta. Las olas de dolor se le extendieron por todo el estómago hasta llegarle a la garganta. Se limitó a cerrar los ojos. William Passerel, antiguo administrador de Sparrow Hall, cayó muerto al suelo ante la reja del santuario.

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