Paul Doherty - La caza del Diablo
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– Lady Mathilda -replicó Simón- es una buena amiga del rey. Constantemente solicita a la Corona un mayor reconocimiento de su hermano fallecido y un aumento de las donaciones para ampliar la universidad. -Simón hizo un mohín-. Pero el Tesoro está exhausto, las arcas están vacías.
– ¿Y nadie en la universidad sabe nada sobre el Campanero o la muerte de Copsale?
– No.
– ¿Y Ascham? -preguntó Corbett.
– Era el bibliotecario y el archivista -explicó Simón-. Un gran amigo del fundador. Hace cinco días, ya entrada la tarde, Ascham se dirigió a la biblioteca. Se encerró en ella y echó el pestillo; las ventanas también estaban cerradas. Encendió una vela, pero no sabemos si estaba trabajando o buscando algo. Cuando se dieron cuenta de que no había bajado a cenar, el administrador de la universidad, William Passerel, fue en su busca. -Simón se encogió de hombros-. Echaron abajo la puerta y hallaron a Ascham en el suelo, rodeado de un charco de sangre y con un cuadrillo de ballesta en el pecho. Aunque no murió en el acto.
El escribano echó hacia atrás su taburete, abrió el zurrón, sacó un trozo de pergamino y se lo pasó a Corbett, quien lo desenrolló a continuación.
– «El Campanero no teme ni al rey ni a ningún escribano» -leyó en voz alta-. «El Campanero hará que suene la verdad y que todo el mundo la oiga.»
El mensaje estaba escrito con la misma caligrafía que la de la proclama.
– Dadle la vuelta -le pidió Simón.
Corbett le obedeció y vio unas extrañas letras grabadas con sangre.
– «P A S S E R…» -deletreó en voz alta.
– Parece ser -explicó Simón- que Ascham escribió estas letras con su propia sangre antes de morir.
– Pero si forman casi el nombre completo del administrador de la universidad que antes vos mencionasteis.
– En efecto, William Passerel -repitió Simón-. Pero no podemos tomar ninguna medida en su contra. Pasó gran parte del día de la muerte de Ascham en Abingdon, resolviendo unos asuntos oficiales. Cuando regresó se dirigió directamente al comedor y luego decidió ir en busca de su amigo el bibliotecario.
– ¿Y encontró la biblioteca cerrada? -preguntó Corbett.
– La puerta que daba al pasillo estaba cerrada y atrancada desde el interior. La ventana del jardín también estaba cerrada y ya no había más entradas.
– Sin embargo -dijo Corbett estudiando el trozo de pergamino-, alguien no sólo disparó a Ascham sino que fue capaz de dejar esta nota. ¿Y Passerel el administrador todavía sigue en libertad?
– Sí, claro. No hay ninguna prueba en su contra. Passerel puede probar que estuvo en Abingdon. Los criados han corroborado que cuando regresó se fue directamente al comedor. -Simón forzó una sonrisa ladeada-. Y además hay otro problema: Passerel no tiene muy buena vista y sufre de reúma en los dedos, por lo tanto no pudo sostener el cabestrante de una ballesta ni dispararla. Tampoco hay ninguna explicación sobre cómo pudo entrar y salir de la biblioteca dejando tras de sí la puerta y las ventanas cerradas.
– ¿Han debatido ya el tema el rey y su consejo?
– Por supuesto. El rey y sus principales secuaces han dedicado horas al asunto. Incluso tienen un espía en Sparrow Hall. No sé quién es. -Simón se humedeció los labios-. El rey dijo que el espía se revelará ante vos una vez lleguéis a Oxford.
Corbett dio golpecitos con el pergamino sobre la mesa.
– ¿Por qué ahora? -murmuró-. ¿Por qué habrá aparecido ese misterioso escritor conocido como el Campanero redactando y enviando sus proclamas contra el rey? ¿Qué esperará ganar a cambio? -Lanzó una mirada a Simón-. ¿No hay ninguna prueba que indique la interferencia de alguno de los enemigos del rey ya sea aquí o en el extranjero?
Simón sacudió la cabeza.
– ¿Qué me decís de los escritos?
– Como podéis ver -replicó Simón-, se trata de la pluma de un escribano. Esas proclamas podrían ser obra de vos, mía o de Ranulfo. -Sonrió apenado-. Todo buen escribano se forma con el mismo estilo de escritura.
– ¿No se han recibido amenazas?, ¿ningún intento de chantaje?
– No.
– ¿Y creéis que las muertes de Copsale y Ascham fueron obra del Campanero?
– Es posible. -Simón extendió las manos-. Pero la rivalidad entre los profesores es tan fuerte que Ascham podría haber sido asesinado por otros motivos y hacer que su muerte pareciera obra del Campanero.
– ¿Y qué pasa con los mendigos que encontraron muertos?
– ¡Ay, es una tragedia! -exclamó Simón, y a continuación tomó un sorbo de cerveza-. Los cadáveres siempre se han encontrado en las afueras de la ciudad con la cabeza cortada y colgada de su propia cabellera en la rama de un árbol. Y hay otras dos cosas comunes en todas las muertes. En primer lugar, todos los cadáveres pertenecen a hombres, a mendigos de avanzada edad. En segundo lugar, siempre se han encontrado cerca de una carretera que lleva a la ciudad o procede de ella.
– ¿Tienen alguna marca los cadáveres?
– Unos murieron al ser alcanzados por una flecha, por el cuadrillo de una ballesta disparado de cerca, de forma que atravesó limpiamente el cuerpo de la víctima. Otros murieron de un golpe propinado en la nuca con una cachiporra o una maza. El resto tenía la gargantada cortada.
– ¿Y todos pertenecían al hospital de San Osyth?
– Sí, una fundación de caridad cerca de Carfax, en el cruce de Oxford.
– ¿Pudo ser obra de algún señor de la horca? -preguntó Ranulfo-. Me refiero a esos magos y hechiceros que siempre se ocultan en las afueras de ciudades como Oxford.
– No. Es cierto que hay muchos en los alrededores, pero no hay mutilación ni motivo alguno que justifique tales muertes.
– ¿Existe alguna relación entre esas muertes y el Campanero? -preguntó Maeve, fascinada por la tarea que le habían encomendado a su esposo.
Se había olvidado de las pataditas en su vientre y de su determinación por aclarar las cuentas con el juez local, quien, a su parecer, los estaba estafando.
– Ninguna -respondió Simón-. Excepto en el caso del viejo soldado de Brakespeare, que, dos días antes de que se encontrara su cadáver, fue visto pidiendo limosna en la calle situada entre Sparrow Hall y la residencia. Sin embargo, aparte de esto -se puso en pie-, no puedo deciros nada más. -Echó una ojeada a la vela de las horas que se quemaba sobre un candelabro de madera cerca de la chimenea-. Debo irme. El rey me dijo que me reuniera con él en Woodstock. -Su voz adoptó un tono suplicante-. Por todos los santos, vendréis, ¿verdad, sir Hugo?
Corbett asintió.
– Ranulfo, asegúrate de que le den algo de comer a Simón y de que su caballo esté preparado. -Se levantó y le dio la mano a Simón-. Decidle al rey que, cuando este asunto se haya zanjado, iré a verle a Woodstock.
Corbett se sentó y esperó a que Ranulfo se llevara a Simón fuera de la estancia. Maeve tomó su mano.
– Debes ir, Hugo -le aconsejó con dulzura-. Eleanor está bien. Oxford no queda muy lejos y el rey te necesita.
Corbett hizo un mohín.
– Será peligroso -murmuró-. Lo presiento. El Campanero, quienquiera que sea, está lleno de maldad. Se esconde detrás de las costumbres y de las tradiciones de la universidad y podría hacerle mucho daño al rey. Hará todo lo posible para que no le cojan, ya que en el caso contrario sufriría la más terrible de las muertes. El rey Eduardo odia a De Montfort, su memoria y cualquier cosa que tenga que ver con él. -Lanzó una mirada a su mujer-. Hace dos años, durante la reunión del consejo en Windsor, un pobre escribano cometió la torpeza de mencionar las Disposiciones de Oxford de De Montfort. El rey Eduardo casi lo estrangula. -Corbett rodeó a su mujer con el brazo y la atrajo hacia sí-. Iré -continuó-, pero habrá más muertes, más caos, más aflicción y más derramamiento de sangre antes de que este asunto se acabe.
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