Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Sí -replicó Corbett-. Un viajero vino la semana pasada trayendo consigo pergamino y vitela. Supongo que os referís a los cadáveres que se han encontrado, a esas traidoras proclamas de alguien que se hace llamar el Campanero.

– Mendigos -interrumpió el rey-, pobres almas caritativas. Muchos de ellos se encuentran en el hospital de San Osyth, cerca de Carfax. Cuatro fueron encontrados decapitados: sus cabezas colgaban como manzanas de las ramas de los árboles.

– ¿En la ciudad?

– No, en las afueras. A veces al norte, a veces al oeste.

– ¿Por qué querría alguien matar a un pobre mendigo? -preguntó Corbett.

Se dio cuenta de que Ranulfo, a petición de Maeve, se había unido al grupo del estrado. Corbett rezó por lo bajo: a Ranulfo le atraía picar a De Warrene como a una abeja la miel, y el viejo conde no era precisamente conocido por sus miradas inocentes o su paciencia.

– No lo sé -replicó el rey-. Aunque la última víctima fue Adam Brakespeare. ¿Os acordáis de Adam, Hugo?

El rey invitó con un gesto a Corbett a que se sentase con él en un banco. El escribano recordó a un hombre delgado como un lebrel, de cabellos leonados y rostro bronceado. Todo un soldado que había luchado con él en Gales. En una ocasión, cuando los esquivos galeses les habían preparado una emboscada, Brakespeare sacó a Corbett de un pantano infernal en medio de una lluvia de flechas.

– Adam era un buen soldado -añadió Corbett mientras jugaba con el anillo de su dedo-. Era uno de vuestros preferidos. Llegaron a correr rumores de que lo nombraríais caballero.

– Cuando la armada galesa se disolvió -replicó el rey-, Adam regresó a casa. Empezó a jugar a lo tonto y lo perdió todo. Se vino abajo, se quedó sin tierras, hasta que se puso enfermo y solicitó la ayuda de la cancillería. Cuando me llegó su petición, Brakespeare acababa de morir. Fue el tercer cadáver que se encontró en las afueras de Oxford.

– ¿Y el Campanero? -preguntó Corbett.

El rostro del rey Eduardo se tensó.

– Ah, sí, el Campanero. -Los labios del rey se fruncieron como los de un perro enojado-. Todo un escritor, nuestro querido Campanero. Emite esas proclamas y cartas suyas desde Sparrow Hall invocando al fantasma de De Montfort. -Elevó su tono de voz, acallando así el parloteo del fondo de la sala.

Corbett se alejó lentamente mientras el rey se recreaba en su propia pesadilla.

– ¡De Montfort! ¡De Montfort! -El puño del monarca aporreó con fuerza la mesa-. ¡Siempre el maldito De Montfort! ¡Pero si está muerto! ¿No pueden entenderlo? Le capturé en Evesham, Hugo. Le corté el brazo en pedacitos. Le vi morir. -Al rey le brotaba espuma de la boca-. No quedó ni rastro de él. -Volvió sus ojos llenos de cólera hacia Hugo-. Le maté, Corbett, a él y a toda su familia de traidores. Hice picadillo su cuerpo y se lo eché a los perros. Y ahora ese bastardo ha vuelto. -Se metió la mano en la toga, sacó un rollo de pergamino y se lo pasó a Corbett-. He amenazado a todo Sparrow Hall -añadió-, a pesar de que fuera fundado por mi buen amigo Braose. O ponen orden en esa casa o yo mismo la cerraré. Envié una carta a Copsale, el regente de la universidad, pero murió mientras dormía. Luego le hice llegar una petición parecida a Ascham, el librero y archivista, y fue asesinado. ¡Acabaré por quemar ese maldito lugar! -juró el rey.

Corbett se entretenía jugando con el pergamino.

– No lo hagáis, majestad -le aconsejó-. No castiguéis sin motivo. Oxford tiene su propia forma de venganza. Creerán que estáis asustado, que intentáis ocultar algo. Además, a pesar de que el Campanero dice que habita en Sparrow Hall, vos no sabéis si es verdad.

El rey agarró la mano de Corbett.

– Volved a ese lugar, Hugo -le suplicó-. Sois mi mejor perro de caza. Id allí y encontradle. Vengad la muerte de Brakespeare. Encontradme al Campanero.

– He abandonado los servicios reales.

El rey sacó de su bolsillo los sellos secretos y el anillo de oficio y los colocó en la mano de Corbett.

– Ahora tenéis una nueva misión. Hacedlo por mí, Hugo. Seré el padrino de vuestro próximo hijo.

Corbett sabía que no podía negarse. El rey había dejado de actuar. Se lo estaba suplicando, y si se negaba, podía volverse vengativo. El tío Morgan, Maeve, Eleanor, Ranulfo y Maltote podrían ser objeto de toda su furia.

– Iré.

– Bien -se pronunció el rey, y colocó su mano pesadamente sobre el hombro de Corbett-. Éste es mi perro de caza, mi mastín avezado. Así es como os llaman, Corbett. ¿Lo sabíais? -La repentina alegría del rey Eduardo se tiñó de un tono malicioso-. Os llaman el perro del rey.

– Soy un súbdito leal del rey -apuntó Corbett.

El rey acercó su cara a la de él. Corbett pudo oler su aliento a vino.

– Lo sé, Hugo. No hay nada de malo en ser un mastín entre un hatajo de perros callejeros. Eso fue lo que les dije. Dirigíos a Oxford y descubrid quién mató a esos pobres mendigos. Recordad, quiero al Campanero. Quiero colgarlo con mis propias manos. -El rey se puso en pie-. Yo me marcharé dentro de una hora, pero Simón se quedará. Ahora sólo espero que el mal nacido de De Warranne no haya acabado de contar mi chiste. ¿Lo conocéis, Hugo? El de la abadesa, el fraile y la caja de higos…

El rey se fue al cabo de una hora entre abrazos, besos y promesas de favores reales. El destacamento real montó a caballo y salió al galope levantando nubes de polvo mientras el rey gritaba que se alojaría en su palacio de Woodstock, «para estudiar de cerca algunos asuntos».

Corbett suspiró aliviado y abrazó a Maeve. Regresaron al salón y pudo romper su ayuno. Luego ordenó que despejaran la sala y se quedaran sólo Maeve, Ranulfo y un Simón de mirada ansiosa.

– ¿Te vas a marchar a Oxford? -preguntó Maeve con aspereza.

– Eso parece.

Simón sonrió con languidez.

– ¡Oh! ¡Gracias a Dios, sir Hugo! Si os hubierais negado, el rey habría montado en cólera. Ayer se pasó todo el día sacando a los escribanos de sus casillas por la más mínima tontería.

– Entonces ¿has aceptado el sello y el anillo? -insistió Maeve-. ¿Eso es lo que quieres? -Maeve apretó los labios en señal de preocupación, pero acabó soltando una sonora carcajada-. No soy tonta, Hugo. Si desobedeces al rey en esta ocasión…

– ¿Quieres que vaya? -Corbett se inclinó sobre ella y le dio unas suaves palmaditas en el vientre.

– Sí, quiero -replicó Maeve. Asintió con la cabeza mirando a Ranulfo, que permanecía callado como un gato-. Para empezar, estaría bien ver una sonrisa en la cara de Ranulfo, y tú también estás aburrido, Hugo. Después de todo, como dijo Ranulfo, una oveja siempre tiende a parecerse a otra.

Corbett le apretó la mano. Desenrolló el pergamino que el rey le había dado. Lo desató con cuidado y estudió la caligrafía del escribano.

– Está escrito con la caligrafía de la cancillería -murmuró-, con lo que podría ser la pluma de cualquier escribano debidamente formado.

– Si se trata de un escribano real -replicó Simón taciturnamente-, será colgado, arrastrado y descuartizado. Leedlo, sir Hugo.

A la atención del Señor Alcalde, burgueses, Canciller de la Universidad de Oxford y Regente de las Universidades. El Campanero envía sus saludos más cordiales. Una vez más elevo mi voz para denunciar los abusos de nuestro rey y de su consejo de nobles:

Punto 1: Debería celebrarse un parlamento por lo menos una vez al año, en el cual el rey tendría que escuchar las peticiones de sus buenos burgueses y ciudadanos.

Punto 2: La santa Iglesia no debería fijar unos impuestos, ni sus beneficios deberían verse modificados sin el previo acuerdo de una convocación del clero.

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