Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– ¿Qué te pasa, cariño?, ¿qué sucede?

Edigha apenas pudo señalar con la mano. Piers se volvió lentamente como si supiera lo que iba a encontrarse. Al principio no vio nada extraño, pero luego alzó la vista. De un viejo roble sobresalía una rama como una lanza y de su extremo, atada con su propia cabellera, colgaba una cabeza cortada. Piers dio un paso al frente: los ojos estaban entornados; los grises carrillos, hundidos; la boca, muy abierta, llena de sangre como la de un animal degollado. El cuello tenía un corte desigual, todavía cubierto de sangre. Piers sintió que la boca se le secaba. Empezaron a temblarle las piernas. Edigha le tiró de la mano, dieron media vuelta y huyeron despavoridos del terror de los bosques.

* * *

En Sparrow Hall, cerca de Turl Street, en Oxford, la muerte también había caído como una trampa. Ascham, el archivero, sabía que iba a morir. Yacía en el suelo, con las piernas retorcidas por el dolor y la boca abierta, incapaz de pronunciar sonido alguno. Intentó forzar un grito, pero sabía que sería inútil. Nadie podía oírle; las puertas y las ventanas estaban cerradas. La muerte le había llegado cortando el aire: la ballesta le había alcanzado de lleno en el pecho.

Ascham sabía que se estaba muriendo. Pudo saborear el gusto salado mezclado con el hierro de la sangre que salía a borbotones del fondo de su garganta. Punzadas de dolor recorrieron su cuerpo. Cerró los ojos, susurrando las palabras del confíteor, buscando la absolución del Señor: «Oh, Dios mío, me arrepiento sinceramente de estos y todos los pecados que cometí en mi juventud…». Su mente empezó a divagar a pesar de que su cuerpo se estremecía de dolor. Le vinieron imágenes del pasado: su madre inclinándose sobre él, el griterío de su hermano, sus primeros días en Oxford, llenos de júbilo y vitalidad…, la joven a la que conoció y con la que se habría casado, sus ojos llenos de tristeza y la boca húmeda cuando dio media vuelta y se marchó; Henry Braose, su gran amigo, estudiante, soldado y fundador del propio Sparrow Hall, donde en ese momento yacía moribundo. ¡Cuánta maldad había ahora! Resentimiento, rabia y odio. El campanero de la muerte, al igual que proclamaba a los reos del patíbulo que les había llegado su hora, estaba anunciando la maldad del Diablo, intentando destrozar todo lo que Henry había construido.

Ascham abrió los ojos. La biblioteca estaba a oscuras. Intentó de nuevo gritar, pero el sonido murió en sus labios. La vela, parpadeando bajo su capucha de metal sobre la mesa, irradiaba un poco de luz, y Ascham pudo entrever el trozo de pergamino que el asesino había lanzado sobre la mesa. Ascham se dio cuenta de la causa de su muerte: había descubierto la verdad, pero había sido un estúpido al comentar sus hallazgos. ¡Si por lo menos tuviera algo con que escribir! Se llevó la mano al pecho apretándose la herida, que no dejaba de sangrar. Las lágrimas inundaron sus ojos y, conteniendo el dolor, se arrastró por el suelo en dirección a la mesa. Cogió el pergamino casi sin fuerzas y se levantó con cuidado para grabar unas letras, pero empezó a sentir que la luz se iba apagando. Dejó de notarse las piernas, que se endurecieron como barras de hierro.

– Se acabó -susurró-. Ay, Jesús…

Ascham cerró los ojos, tosió y murió mientras la sangre salía a borbotones de sus labios.

Capítulo I

El proscrito, de pie en la carreta que hacía de cadalso, movió la cabeza mientras la cuerda que le apretaba el cuello le abrasaba la piel. Carraspeó, escupió y lanzó una mirada desafiadora a sir Hugo Corbett, antiguo escribano y guardián del Sello Secreto, así como dueño del poderoso feudo de Leighton, en Essex. A su lado se encontraba el hombre que había dado caza al criminal, le había atrapado y traído al tribunal de la corte de sir Hugo Corbett: Ranulfo-atte-Newgate, también antiguo escribano de la cancillería del Sello Verde, guardaespaldas, administrador y secretario de confianza de Corbett. El proscrito se humedeció los labios agrietados y miró con odio a Ranulfo.

– ¡Vamos, venga, bastardo pelirrojo! -gritó-. ¡Colgadme o dejadme ir!

Corbett adelantó su caballo.

– Boso Deverell, sois un proscrito, un forajido, un ladrón y un asesino. Habéis sido juzgado culpable, y sentenciado a la horca.

– ¡Al diablo! -contestó Boso.

Corbett se pasó los dedos por el cabello: miró al padre Luke, el capellán del pueblo, que permanecía de pie al lado de la carreta.

– ¿Le habéis bendecido, padre?

– No ha querido -replicó con la cara cubierta de polvo y una mirada dura, llena de rabia.

El padre Luke alzó la vista hacia el señor del feudo, estudió el rostro cetrino y recién afeitado de Corbett, su cabello negro surcado por algunas canas, la nariz afilada encima de los labios, y sostuvo su mirada: conocía a aquel escribano, sabía que era duro por fuera pero blando por dentro.

– ¿Vais a perdonarle, sir Hugo? -le susurró-, ¿o a rebajar su castigo? -El cura había agarrado las riendas del ruano de Corbett-. Mató a dos mujeres -añadió en voz baja-. Las violó y luego las abrió en canal como si fueran gallinas.

Corbett asintió y tragó saliva.

– Y eso sólo es el principio -continuó el cura implacable-. También es responsable de otras muertes. -El padre Luke señaló a los pocos ciudadanos que se habían reunido justo después del amanecer para ser testigos de que se hacía real justicia-. Si mostráis piedad -declaró el padre, su mano en la rodilla de Corbett-, todos los forajidos -señaló con dramatismo hacia el bosque-, todos los forajidos lo sabrán. -Los ojos del cura se llenaron de lágrimas-. No quiero enterrar a ningún otro miembro de mi congregación. No quiero volver a comunicar a maridos, padres o amantes que sus mujeres han sido violadas antes de que les abrieran la garganta. ¡Colgadlo!

– ¿Tanto deseáis su muerte? -preguntó Corbett sin apartar la mirada de la de Boso.

– El Señor la desea -el padre Luke se volvió hacia el proscrito-. ¿Estáis preparado para morir, Boso?

El proscrito tosió, echó la cabeza hacia atrás y acto seguido soltó un escupitajo que le alcanzó al padre en la mejilla. Ranulfo adelantó su caballo.

– ¿A cuántos habéis matado, Boso?

– A más de los que vos nunca sabréis. -Deverell clavó su mirada esta vez en Corbett-. Es una pena que estuvierais en casa, señor de las tierras. De otro modo, me hubiera acercado a hacerle una visita a esa mujer de cabellos dorados que tenéis.

Corbett levantó la cabeza de su caballo. Echó una ojeada a los ciudadanos, a sus rostros bronceados y mugrientos de expresión pasiva; sus secretarios y administradores se mantenían un tanto alejados de ellos. Corbett desenvainó la espada y la sostuvo en alto, agarrando con fuerza la guarda.

– Yo, sir Hugo Corbett, súbdito leal de su majestad el rey, señor del feudo de Leighton, por el poder que se me ha concedido del hacha, la cuerda y la carreta os sentencio a vos, Boso Deverell, a morir en la horca por los diversos y horribles crímenes de asesinato, violación y hurto que habéis cometido.

A medida que Corbett pronunciaba la sentencia de muerte, un extraño silencio descendió sobre la encrucijada; incluso los pájaros en los árboles y los grajos revoloteando en las horcas se quedaron en silencio. Corbett miró al padre.

– Padre, rezad una oración. ¡Ranulfo, colgadlo!

Corbett hizo avanzar a su caballo, tomó el camino de vuelta y esperó en la curva detrás de una hilera de árboles. Cerró los ojos, agarrando con fuerza el pomo de su montura. Escuchó el crujido de las ruedas y el murmullo aprobatorio que lo siguió.

– ¡Que Dios se apiade de él! -susurró Corbett.

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