Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Me alegro de veros, sir Hugo. -Simón se humedeció los labios-. El rey está de buen humor: le han llegado buenas noticias de Escocia. Pero la pierna le duele y todavía se resiente del golpe que se dio al romperse una costilla. Su humor es tan variable como el tiempo.

– Entonces, por lo que veo, no ha cambiado mucho.

Corbett se abrió paso hasta llegar al otro lado del salón. En la mesa que había sobre el estrado, tres hombres de cabellos grises vestidos con ropas sucias tras el viaje, con sus capas colgando de forma arrogante a su alrededor, sólo tenían ojos para Maeve. Ella permanecía sentada como una reina en la silla de Corbett. Llevaba el cabello recogido con elegancia bajo un griñón de incrustaciones; su rostro, pálido como el marfil, se había ruborizado ligeramente mientras escuchaba algunas de las historias de Henry de Lacey, conde de Lincoln. A su otro lado, el rey Eduardo animaba a de Lacey a continuar.

– ¡Vamos, Henry! -instó el rey aporreando la mesa-. ¡Contadle lo que le dijo el fraile a la abadesa!

– ¡Señor! -gritó Corbett-. Supongo que no estaréis corrompiendo a mi esposa con una de vuestras batallitas.

El rey se volvió; Maeve alzó la mirada.

«Es tan hermosa», pensó Corbett. Vio cómo la mano de su mujer reposaba en su vientre en estado; sus dedos recorrían el cordón dorado que apretaba su cintura.

– ¡Hugo! -exclamó, e hizo el ademán de levantarse, pero el rey le forzó amablemente a sentarse de nuevo.

– Deberíais haber estado aquí, Corbett.

El rey se levantó y estiró su cuerpo enorme y rollizo, apartándose los mechones canosos que le caían por la cara.

«Parece más viejo», apreció Corbett. El rostro del rey se había vuelto gris, como cubierto por una película de polvo; tenía la barba y el bigote descuidados. Los ojos, de párpados pesados, parecían colgarle todavía más, como si el rey quisiera proteger su alma de cualquier hombre que le mirara de frente. Corbett le hizo una reverencia.

– Señor, si hubiera sabido que veníais…

– Envié a un maldito mensajero -declaró el rey echando una ojeada a sus criados al fondo de la sala.

– Señor, nunca llegó.

– Entonces el muy bastardo se debe de haber perdido -el rey se limpió las manos en su toga-, o tal vez esté en alguna taberna con cualquier mujerzuela. Como vos, ¿eh, Ranulfo? -El rey forzó una sonrisa y el joven se acercó a la mesa-. He estado flirteando con vuestra esposa, Corbett. Si no estuviera casada, os mataría y la convertiría en la mía.

– Entonces dos buenos hombres morirían violentamente -replicó Maeve con frialdad detrás de él.

El rey Eduardo se limitó a sonreír maliciosamente y le tendió la mano a Corbett para que se la besara. Hugo se arrodilló y el rey apretó la mano contra su boca, arañando así los labios del escribano.

– No había ninguna necesidad de hacer eso -musitó Corbett mientras se levantaba.

– Os he echado de menos -siseó el rey, inclinándose sobre él-. ¡Ranulfo!

De nuevo tendió la mano. Ranulfo besó el anillo con rapidez y dio un paso hacia atrás antes de que el rey pudiera hacerle daño. El rey observó la rabia en los ojos de Corbett. Se bajó del estrado y le rodeó con el brazo, forzándole a caminar por la sala.

– Os he echado de menos, Corbett. -Su brazo le rodeó con más fuerza, apretujando todavía más a Hugo, que pudo notar el olor nauseabundo a sudor y piel de las ropas del rey-. Os he enviado algunas cartas, pero no habéis contestado. Os invito a reuniones del consejo pero no asistís a ninguna. Sois un bastardo testarudo. -Los dedos del rey Eduardo se clavaron en los hombros de Corbett.

– ¿Qué vais a hacer, majestad? -preguntó su escribano de mayor confianza-, ¿hablar conmigo o estrangularme?

El rey Eduardo esbozó una sonrisa y dejó caer la mano. Se disponía a hablar justo en el momento en que se abrió la puerta de par en par y el tío Morgan ap Llewellyn, vestido de un ridículo verde Lincoln, con una capa marrón militar arremolinada a su alrededor, hizo acto de presencia en la estancia, haciendo resonar las espuelas de sus botas en el suelo. Una de las espuelas se enganchó en las esteras. El tío Morgan se tropezó y Corbett tuvo que morderse los labios para no estallar de risa.

– ¡Malditas esteras! -exclamó Morgan, y acto seguido empezó a dar puntapiés a la alfombra. Tenía la cara sucia y los lamparones de sudor se dibujaban claramente en su camiseta a la altura del pecho. Se quitó la capa y la arrojó sobre la mesa-. Hugo, ¿no podéis permitiros esas alfombras turcas…?

Morgan de repente se dio cuenta de quién estaba en la sala. A punto estuvo de arrojarse encima del rey cuando se arrodilló echándose hacia atrás su cabello empapado de sudor.

– Señor, no sabía que estabais aquí -se disculpó el galés-. Estaba fuera, de caza…

El rey Eduardo cogió la mano de Morgan, le hizo ponerse en pie y le abrazó.

– Me hubiera gustado acompañaros. -El rey besó a Morgan en las mejillas; luego lo apartó-. Estos perros jóvenes no son tan buenos cazadores como nosotros, Morgan. ¡Son cada vez más blandos!

Corbett cerró los ojos y se armó de paciencia. El rey, como era habitual, era amable con quienes necesitaba serlo. Ahora daría pie a que Morgan se pusiera a hablar y empezara con su famosa cantinela sobre lo blando que Corbett y el resto de la gente se habían vuelto.

– Eso es lo que yo digo, señor -Morgan levantó un dedo. Su rostro rubicundo y alegre esbozó su sonrisa habitual-. Demasiado blandos, no como en Gales, ¿eh, señor? Cuando nos dábamos caza el uno al otro.

«Por favor, Dios mío -rezó Corbett-. Por favor, no dejes que empiece de nuevo.»

– Escuchad -dijo el rey cogiendo a Morgan afectuosamente y guiñándole un ojo a Corbett-. Mi séquito está ahí fuera. La mayoría es un hatajo de holgazanes: aseguraos de que tienen algo de comer y beber y enseñadles un poco de disciplina.

El tío de Maeve se levantó, hinchado como un gallito de corral, con la cabeza echada hacia atrás, emocionado por la responsabilidad que acababan de delegarle. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta con el paso de un lebrel.

– El bueno de Morgan -añadió el rey con un suspiro.

– El bueno de Morgan -repitió Corbett- es un incordio. Por el día no para de sermonearme; por la noche empieza a beber y a contar a todo el mundo la historia de su vida. -Corbett miró por encima de su hombro, esperando que Maeve no hubiera escuchado su comentario-. Pero es un buen hombre -añadió-. Adora a Maeve y a Eleanor, aunque él y Ranulfo no pueden estarse quietos.

El rey Eduardo pasó su brazo por los hombros de Corbett obligándole a caminar por la sala.

– También es un buen soldado -añadió el rey-, y muy astuto. Luchó con todas sus fuerzas durante muchos años antes de obtener la absolución real. ¡Como tantos otros! Pero ya no queda ninguno -se lamentó-. ¡Ya no queda ninguno, Hugo! Burnell, Peckham, mi hermano, Edmundo…

«Ahora empezará a derramar lágrimas -pensó Corbett-. Se las secará con aflicción y me cogerá del brazo.»

– Estoy solo -se quejó el rey con voz ronca-. Os echo de menos, Hugo.

Se secó las lágrimas y agarró a Corbett por el brazo.

– Tenéis a otros escribanos -replicó Corbett-. Majestad, no podría ir a la guerra otra vez. Todavía tengo pesadillas: tierras convertidas en un mar de fuego, ciudades repletas de mujeres y niños chillando…

Corbett quería pagar al rey con su misma moneda, pero en cambio los ojos del monarca brillaron de alegría.

– La guerra se ha terminado, Hugo. Hemos capturado a Wallace. Los lores escoceses están solicitando la paz. No quiero que vayáis a Escocia: os quiero en Oxford. -El rey se volvió y levantó la vista hacia Warrene y De Lacey, que seguían flirteando con Maeve-. ¿Habéis escuchado las noticias?

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