Paul C. Doherty
La caza del Diablo
Nº 10 Serie Hugo Corbett
A mis queridos
Ekene, Ebele y Víctor Jr.
y a sus padres
Víctor y Christine Ikwuemesi.
¡Una muerte súbita y brutal -había proclamado el padre Ambrosio, párroco de la iglesia de Iffley- caerá como una trampa sobre cada uno de los hombres que viven en la tierra del Señor!
Piers, un joven labrador, apoyado contra un pilar de la iglesia parroquial, había escuchado el sermón medio dormido o lanzando miradas lascivas con sus ojos ardientes a Edigha, la hija del herrero. Al fin, más tarde aquel mismo sábado, iba a satisfacer los deseos de su corazón. Se encontró con Edigha, la de cabellos dorados junto al pozo del pueblo. Salieron a hurtadillas de la aldea, bajaron por el camino trillado, pasaron de largo las horcas y se adentraron en los campos de trigo maduro. Edigha soltó una risita y tiró de la mano de Piers.
– No debería ir -le susurró. Sus ojos azules brillaban de alegría-. Mi padre me espera.
– Tu padre estará apagando las cenizas en la herrería -sonrió Piers mostrando su dentadura mellada-. Mientras, las llamas de mi vientre, Edigha, mi amor, arden de deseos por ti.
Pronunció aquellas palabras con orgullo, repitiendo lo que había oído decir a unos juglares errabundos a una mozuela en la taberna de la Cabeza del Cabrío después de arar los campos el lunes pasado. El discurso breve pero elocuente de Piers obtuvo el efecto deseado. Edigha soltó de nuevo una risita y siguió adelante dando brincos a su lado. Con las cabezas juntas e inclinadas atravesaron el mar ondulante de trigo. Los conejos y ratones, alarmados por su proximidad, corrieron a esconderse, mientras sobre sus cabezas salían disparadas como flechas algunas palomas de los bosques ante la sombra amenazadora de un halcón. Piers se detuvo y levantó la cabeza para mirarlas. Por alguna extraña razón recordó las palabras del padre Ambrosio: el halcón permanecía suspendido en el cielo azul, inmóvil, esperando, vigilando antes de arrojarse sobre su víctima. Un escalofrío recorrió a Piers.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Edigha apretujándose contra él-. ¿Se te han apagado los fuegos? -insistió rodeándole con los brazos la cintura y dejando caer una de sus manos a la altura de su entrepierna-. Hemos de volver antes de que anochezca -le susurró.
Piers contempló cómo el sol se ponía en forma de una maravillosa bola de fuego que iluminaba el cielo con destellos de un rojo encendido. Se volvió, la brisa le acarició la frente y dirigió la mirada hacia el bosquecillo.
– Algo marcha mal -musitó-. Todo está tan silencioso…
– Me estás asustando -replicó Edigha en tono burlón, aunque comprendió su preocupación.
Había deseado aquella cita con Piers, pero ahora, allí fuera al descubierto, con el trigo que a su alrededor mecía aquel viento susurrante, no estaba tan segura. Dirigió la mirada hacia los árboles; debía de estar muy oscuro y haría frío allí dentro. Se le hizo un nudo en el estómago al darse cuenta de que tendrían que regresar por el mismo camino. Si alguien los viera, la Cabeza del Cabrío y los alrededores del pozo del pueblo se llenarían de comentarios y habladurías durante las próximas semanas.
– ¿Podemos volver por la carretera? -preguntó.
– Nos verían -contestó Piers cogiéndola de la mano.
Se disponía a echar a correr cuando recordó aquellas historias macabras: Ralph, el juez local, de pie en la taberna con un pichel en la mano, describió en voz baja los cadáveres decapitados que habían encontrado en los bosques que rodeaban a la ciudad.
– Sangraban como si fueran cochinos degollados -contó Ralph-. La sangre les salía a borbotones como el vino se desparrama al romperse una jarra: las cabezas pendían de su propia cabellera atada a las ramas de un árbol-. Ralph levantó un dedo amenazador-. ¡Son esos malditos perdidos! -vociferó-. Esos supuestos estudiantes de la ciudad con sus aires de grandeza.
Todo el mundo asintió. Oxford era una ciudad extraña; una ciudad con sus propios derechos y privilegios, con olores y vistas muy peculiares. De hecho, todas las ciudades estaban ya lo suficientemente corrompidas por sus comerciantes engreídos y sus taimados vendedores, pero Oxford, con sus estudiantes (muchos de ellos, extranjeros procedentes de otras regiones e incluso de países al otro lado del mar), era peor que Sodoma y Gomorra, o por lo menos eso decía el padre Ambrosio. La voz de aquellos estudiantes parecía imitar el trino de los pájaros y ataviados con sus llamativas vestimentas eran en realidad la viva encarnación del demonio. De vez en cuando algunos se dejaban caer por Iffley, exhibiéndose como pavos reales, con sus espadas y cuchillos bien sujetos al cinto. Echaban el ojo a las muchachas y se fijaban en cualquier cosa que pudieran hurtar. Y, por supuesto, aquellos mismos estudiantes eran los culpables de los horripilantes cadáveres que se habían encontrado en las afueras de la ciudad.
– Si desean cometer crímenes tan horribles -gruñó Bartholomeu, el molinero-, que lo hagan dentro de sus propias murallas.
– Pero ¿por qué? -intervino el padre Ambrosio-. He oído que los cadáveres pertenecían a unos mendigos. Hay quien dice que los utilizaron -su voz se había convertido en un débil susurro- para salvajes ritos satánicos.
– ¡Piers! ¡Piers!
El chico salió de su ensimismamiento. Edigha jugueteaba con uno de los cordones de su corpiño y las llamas del deseo volvieron a encenderse en su vientre.
– ¡Vamos! -susurró con voz apagada. Acarició lentamente su generosa pechera, recorriendo su cuerpo con los dedos hasta llegar a su delgada cintura. La atrajo hacia sí-. Eres irresistible.
– ¿Acaso no voy a ser tu mujer? -preguntó con exigencia sin apartar sus ojos azules de los de él-. Eso fue lo que dijiste. Podrás tenerme cuando sea tu esposa. ¿Y si nos casamos antes de la festividad de Todos los Santos?
Piers se detuvo para besarla pero luego dio un respingo y echó la cabeza hacia atrás mientras alzaba la vista. Una gota de sangre le había salpicado en la frente. Vio caer una pluma: el halcón se había decidido a dar caza a su presa. Piers no esperó más; Edigha podía cambiar de opinión. Echaron a correr entre el trigo, parándose de vez en cuando para abrazarse y besarse. Los dedos sudorosos de Piers se colaron en el corpiño de Edigha y desataron los cordones. Por fin llegaron al bosque y se adentraron en su verde y fría oscuridad. Piers tiró a Edigha al suelo y la apresó con su cuerpo. Ella reía y se resistía, hasta que pudo liberarse y salir corriendo. Piers soltó un suspiro. Las chicas siempre hacían lo mismo, convertían el cortejo en una falsa cacería. Piers se puso en pie, corrió tras ella y por fin le dio caza en un pequeño claro. Suspiró con satisfacción: el cabello de Edigha se había soltado y le resbalaba por los hombros: una mata de oro le caía a ambos lados de la cara sonrojada y sudorosa; sus ojos azules brillaban como nunca. La cogió de la mano, la atrajo hacia sí y juntos pasearon entre los árboles. Empezó a besarla, saboreando el dulce olor de su piel, lamiendo el sudor que envolvía su garganta. De repente, Edigha se quedó paralizada. Lo apartó de su lado y retrocedió, con la mirada fija en algo que había detrás de él. El rostro de Edigha había palidecido. Entornó los ojos, incapaz de hacer otra cosa que abrir y cerrar la boca presa del pánico, mientras unos extraños balbuceos salían del fondo de su garganta.
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