Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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Mientras Passerel moría ante el altar de la iglesia de San Miguel, el viejo mendigo Senex, el único nombre con el que se le conocía, intentaba huir de la muerte que le acechaba. No podía correr muy rápido: una úlcera abierta en la espinilla derecha le hacía retorcerse de dolor cada vez que apoyaba el pie en el suelo. Senex avanzaba arrastrando los pies, escudriñando a través de la oscuridad, agudizando el oído, intentando identificar cualquier paso sigiloso.

– ¡Por favor! -susurró Senex.

Se sentó, agazapado como un perro, con los brazos fuertemente recogidos alrededor del pecho. Si se quedaba allí, quieto como una estatua, quizá no le encontrarían. Senex se acordó del conejo que vio una vez en el campo y al que perseguía una comadreja. El animal permaneció inmóvil cerca de un montecillo de hierba. Senex cerró los ojos. No sabía cuántos años tenía y había desistido de averiguarlo. La vida no le había tratado bien, pero tampoco estaba preparado para aquello. No debería haber venido nunca a Oxford. Si se hubiera quedado en el campo durmiendo en los establos y pidiendo limosna en las puertas de las casas, habría estado a salvo. El pasado invierno había sido muy duro, así que decidió dirigirse a Oxford y se encaminó hacia el priorato de San Osyth. Tenía las manos y los pies plagados de rabiosos sabañones y ampollas. Los buenos hermanos le limpiaron las heridas, excepto la úlcera de la espinilla que no le pudieron curar. Él había crecido en la ciudad; estaba acostumbrado al jolgorio de las calles, a los estudiantes de paso altivo, a los prestigiosos profesores enfundados en sus trajes de piel. ¡Ah! Había comido bien allí: en la última fiesta de San Juan hasta le habían dado un chelín para que comprara caramelos para él y sus camaradas de San Osyth.

Senex abrió los ojos y aguzó el oído, se volvió y atisbo a través de la oscuridad: lo único que quería era un pedazo de queso y una jarra de cerveza. Tembló al recordar los rumores que corrían por San Osyth sobre aquellos otros habitantes que habían desaparecido, y cuyos cuerpos se habían encontrado decapitados en los solitarios bosques. Ahora sabía el porqué y se maldijo por lo bajo. Pensó en rezar una oración, una corta que le habían enseñado hacía muchos años cuando él y Margaret, su hermana mayor, recorrían las calles pidiendo un trozo de pan.

Gimoteó como un perro. Margaret ya no estaba con él: murió de una fiebre hacía muchos años. Él mismo cubrió su cadáver con helechos. Seguramente Margaret en el cielo ayudaría en ese momento al pobre viejo Senex, que no le haría daño ni a una mosca. El mendigo escudriñó de nuevo en la oscuridad. Le habían dicho que se trataba de un juego. Quizá podría ganar, por primera vez en su vida. Senex empezó a arrastrarse a cuatro patas, volviendo por el camino por el que había llegado, arrimándose a la pared cubierta de moho. Llegó a una esquina y giró: vio un resquicio de luz a lo lejos, pero luego escuchó aquel silbido otra vez, silencioso pero muy claro, como el de un hombre que llama a su perro. Senex agudizó el oído. ¿Habría alguien escondido allí? Se volvió y se escabulló hacia el lugar que acababa de abandonar, arañó con la mano la pared grisácea de piedra resquebrajada. ¿Existiría alguna salida? A él no le atraparían como al viejo Brakespeare. Senex se detuvo, se tocó los labios con la yema de los dedos: Brakespeare había sido soldado y aun así consiguieron darle caza. Senex volvió a detenerse y husmeó algo en el aire, llegaron a él los vagos olores de una cocina, de panceta y comida recién hecha. El estómago de Senex empezó a revolverse. Se humedeció los labios. Si no se detenía quizá llegase a un lugar en el que estaría a salvo. Alcanzó una esquina y, a gatas, empezó a correr como un loco. Se quedó helado al escuchar los pasos sigilosos de alguien que le seguía de cerca. Alguien intentaba atraparle. Senex llegó a una pared, se puso en pie e intentó buscar una salida pero no la encontró. Se volvió. ¡Tenía que escapar de allí! Escuchó aquel silbido de nuevo y acto seguido vio asomar la luz de una antorcha que crecía cada vez más a medida que la figura que la sostenía se acercaba. Senex levantó las manos.

– ¡Por favor, no!, ¡no!

Escuchó un chasquido y antes de que pudiera moverse, el cuadrillo de una ballesta le alcanzó de lleno en el estómago. Senex se agachó; los dedos, arañando el suelo, se le encorvaron del dolor. No se podía mover. Intentó avanzar pero entonces vio unas botas. Alzó la vista y en ese momento una enorme hacha de dos manos le cortó la cabeza. Fue un corte limpio.

A la mañana siguiente, justo después del amanecer, un viajante llamado Taldo, que salía de la ciudad de Oxford en dirección a Banbury, se cruzó con el cadáver de Senex. Yacía al lado de un viejo olmo y de una de las ramas que se extendían a lo largo del camino colgaba la cabeza cortada del viejo mendigo.

Capítulo III

Un día después de que Taldo regresara a toda prisa a Oxford para informar al baile del horripilante hallazgo, sir Hugo Corbett, Ranulfo y Maltote llegaron a la ciudad. Un chaparrón matutino había empapado las calles y limpiado los arroyuelos y caminos, mitigando así el hedor de putrefacción de los muladares. Corbett, con la capucha echada hacia atrás, dejó que su caballo encontrara el camino a través de las calles sucias y abarrotadas de la ciudad universitaria. Entraron por la puerta sur. En vez de ir directamente hacia el castillo o a Sparrow Hall, Corbett paseó a Ranulfo y Maltote por las calles y avenidas de modo que pudieran respirar el ambiente de la ciudad. Él mismo sintió algo de nostalgia. Hacía años que no pisaba aquella ciudad: ahora, lo que veía, los sonidos y olores que percibía le recordaban los días gloriosos de su juventud. Fueron momentos muy felices y sin preocupaciones cuando Corbett se alojaba en aquellos pisos desvencijados y se juntaba con el resto de bachilleres, estudiantes y universitarios de camino a las aulas desiertas de los colegios para atender a las clases que impartían los profesores sobre retórica, lógica, teología y filosofía.

Corbett encontró algo extraña su vuelta: a pesar de que los años habían pasado, todo parecía seguir igual. Los campesinos de las afueras de la ciudad se abrían paso con sus pesados carros de ruedas o sus caballos de carga, empapados por la lluvia, que transportaban los productos para vender en los mercados de la ciudad. Al pasar por delante de las puertas abiertas de las destartaladas viviendas, Corbett entrevió a los niños y a las abuelas con las rodillas frente al fuego, y la pobre luz de las lámparas iluminando la oscuridad. En todas las calles las casas se amontonaban a ambos lados, cruzadas por un entramado de vías y callejuelas llenas de baches y todavía resbaladizas después de la lluvia. Sin embargo, como siempre ocurría en Oxford, las calles estaban abarrotadas. Comerciantes ataviados con sus ropajes forrados de piel marchaban con sus botas altas marroquíes. Los sirvientes iban al frente, echando a un lado a los ruidosos niños o a los perros que no paraban de ladrar. Franciscanos, dominicanos y carmelitas iban de camino a sus hogares: algunos transitaban en devoto silencio; otros armaban un jaleo espantoso parloteando sin cesar. En una esquina había un carro con un gong, lleno de barro y suciedad de las alcantarillas, que estaba siendo utilizado para ejecutar castigos. A un tipo que vendía ropa con taras le habían forzado a mantenerse de pie hundido en el barro de cintura para abajo. Atados a las ruedas del carro había otros vendedores que habían sido juzgados culpables en un tribunal del Pie Powder por vender carne pasada, bienes de oropel o intentar romper el precio establecido por los bedeles del mercado. A su lado, un montero con un carro, en el que transportaba una jaula llena de perros callejeros ladrando y enzarzados entre sí, requisaba formalmente un chucho, tan delgado, que se le veían las costillas, mientras un grupo de pilluelos piojosos protestaba a gritos diciendo que el perro les pertenecía. El montero, con el rostro rojo de furia, también soltaba maldiciones y les contestaba a voces.

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