Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Entonces, ¿qué es lo que pensáis? -preguntó Corbett.

Bullock se puso en pie.

– Lo que creo es que se ha formado un aquelarre de brujos en la universidad que venera a los Señores de la Horca. La muerte de esos viejos mendigos está relacionada con algunas de esas horribles prácticas de brujería, pero no tengo ninguna prueba de ello. El viejo Senex pudo haber encontrado aquel botón cuando le estaban dando caza o arrancárselo a su agresor mientras luchaba a vida o muerte. Sin embargo, su cadáver no es el único que hemos encontrado esta mañana. -Bullock tomó un sorbo de su copa de vino-. La noche pasada, antes de Vísperas, William Passerel, el administrador, tuvo que huir de Sparrow Hall ante el abucheo de una multitud de estudiantes. No es ningún secreto que Ascham, a quien todos adoraban, escribió parte de su nombre en un trozo de pergamino mientras yacía moribundo en la biblioteca. Pero a lo que iba: Passerel huyó despavorido de la universidad y se refugió en el santuario de la iglesia de San Miguel. El padre Vicente, el párroco, le ofreció cobijo, comida y bebida. La multitud se dispersó, pero luego alguien entró en la iglesia y dejó una jarra de vino y una copa cerca de la verja que separa el coro de la nave. Passerel tomó un sorbo pero el vino estaba envenenado. Murió casi al instante.

– ¿Cómo sabéis todo eso? -preguntó Corbett.

– La iglesia de San Miguel tiene una anacoreta, una vieja chalada llamada Magdalena. Ella pudo ver a la persona que se infiltró en la nave; en realidad, vio solamente una sombra. Vio cómo Passerel bebía y luego escuchó sus alaridos. -Bullock se acercó a la puerta-. Vamos, os llevaré abajo, a la cámara mortuoria.

El baile los condujo a la cámara, fuera de la casa del portero, a través de un patio bullicioso. Bajaron por unas escaleras muy estrechas que parecían interminables hasta llegar a la bodega y a las mazmorras del castillo. Estaba oscuro como boca de lobo; sólo algunas antorchas iluminaban con su llama parpadeante la estancia. Bullock los guió a lo largo de un pasadizo húmedo y mohoso. Tras doblar una esquina, los hizo entrar en una habitación que había al fondo del pasillo. Abrió la puerta y un hedor agrio los asaltó de pronto. El suelo estaba cubierto por un montón de paja húmeda y maloliente. Unas velas gruesas y achaparradas y unas lámparas de aceite que desprendían un olor nauseabundo, colocadas sobre unas repisas daban un aire tétrico a aquella estancia abovedada. Cuando los ojos de Corbett empezaron a acostumbrarse a la luz, descubrió dos mesas, como ésas que se encuentran en un matadero, en cada una de las cuales yacía un cadáver. Uno estaba cubierto por una sábana; sólo se le veían los pies desnudos. El otro estaba tendido con sólo un taparrabos. El hombre inclinado sobre el cadáver vestía igual que un monje, con una capucha y una toga. Ni siquiera levantó la vista cuando entraron y siguió frotando el rostro del cuerpo con un paño.

– Buenos días, Hamell.

El hombre se volvió, echándose hacia atrás la capucha y reclinándose sobre la mesa. Tenía el rostro de un amarillo cadavérico, alargado como el de un caballo, unos ojos de mirada afligida y una boca babosa. Su labio superior estaba cubierto por un bigote despeinado y mal cortado por un lado. Miró con ojos legañosos al baile.

– Les presento a Hamell, el forense de nuestro castillo.

– Que está borracho -musitó Ranulfo.

– No estoy borracho -les replicó Hamell-. Sólo he tomado un poco de cordial. Éste es un trabajo inmundo. -Echó algunas bocanadas de su aliento a la cara de Ranulfo-. ¿Han venido a reclamar el cadáver?

– Es el escribano del rey -explicó Bullock.

– ¡Dios nos asista! -exclamó Hamell-. Entonces el rey requiere el cuerpo, ¿no? -Hamell se volvió a acercar al cadáver tambaleándose, con el paño húmedo todavía agarrado en la mano-. Éste está más muerto que mi abuela.

– ¿Qué provocó la muerte? -preguntó Corbett detrás de sus espaldas.

– Yo no soy médico -balbuceó Hamell.

Señaló las cicatrices moradas en el estómago, el pecho y el cuello de la víctima. La cara tenía un tono amarillento; los ojos se le salían de las órbitas y la boca estaba medio abierta, con la lengua fuera e hinchada.

– Tomó belladona -explicó Hamell-. Ya había visto otros casos anteriormente. Algunos la ingirieron de forma accidental -le indicó a Corbett que se colocara al otro lado de la mesa-, pero el rostro y la lengua hinchada -señaló el tono descolorido de la piel- indican que tomó una gran cantidad. Es muy fácil de preparar -añadió-, sobre todo si se mezcla con un vino fuerte.

– ¿Y no hay otras heridas? -preguntó Corbett-. ¿Otras marcas?

– Algunas cicatrices -respondió Hamell.

– ¿Y el otro cadáver?

Hamell se volvió y retiró la sábana. Corbett retrocedió. Ranulfo maldijo por lo bajo y Maltote se retiró a una esquina a vomitar. El cuerpo de Senex tenía un color blanco, como el del vientre rancio de un bacalao, pero era la cabeza separada del cuello ensangrentado y colocada debajo de uno de los brazos lo que convertía su visión en una escena espeluznante.

– Todavía no la he cosido -explicó Hamell sonriente-. Siempre lo hago.

Bullock, tapándose la boca con la mano, también se dio la vuelta.

– Y aseguraos de que lo hacéis correctamente -gruñó-. La última vez estabais tan borracho que la cosisteis al revés.

Corbett contempló el cuello cortado y la sangre ennegrecida e incrustada que lo rodeaba, y reconoció el corte limpio de un hacha bien afilada realizado con gran fuerza.

– ¡Cubridlo! -ordenó.

Hamell obedeció.

– ¿Qué le encontraron en la mano?

El forense señaló al otro lado de la mesa. Corbett, acercando una vela, examinó con cuidado el guijarro sucio; luego cogió el botón de azófar, tenía grabada la figura de un gorrión.

– ¿Puedo quedármelo? -preguntó.

Bullock asintió. Corbett examinó las manos de Senex, sus dedos fríos y agrietados y las uñas sucias y rotas. Apreció que la mano derecha estaba mucho más sucia que la mano izquierda. Luego observó lo mugrientas que estaban las rodillas.

– Debió de arrastrarse a cuatro patas -supuso Corbett- por el suelo. Su asesino debió de seguirle de cerca, levantó el hacha y entonces fue cuando probablemente perdió el botón. Pobre Senex, escarbando el suelo a su alrededor, debió de encontrarlo cuando el hacha le cayó encima. -Corbett se lo guardó en su zurrón-. Bueno, Dios es testigo, señor baile, de que ya he visto demasiado.

Salieron de la cámara. Maltote había recuperado la compostura, a pesar de que su rostro estaba tan pálido como el de un fantasma. Regresaron al patio, donde los esperaba el sargento que se había dirigido en un principio a Corbett.

– Tenéis más visitas, sir Walter, de Sparrow Hall: el vicerregente. El señor Tripham y otros han venido a reclamar el cuerpo de Passerel.

El soldado señaló un carro que estaba cerca de la puerta de entrada.

– ¿Dónde están?

– Los dejé en la cámara de la casa del guarda.

Sir Walter se frotó los ojos.

– Vamos, sir Hugo.

Volvieron para encontrarse con las tres personas que los esperaban. Alfred Tripham, el vicerregente, estaba sentado en un banco y no se molestó en levantarse cuando el baile y Corbett entraron en la sala. Era alto y tenía un rostro austero y bien afeitado bajo una mata de pelo canoso. Alrededor de su boca fina se le marcaban unas arrugas bastante pronunciadas. Vestía un traje azul celeste, y la capucha y la toga estaban adornadas con remates de seda, propios de su estatus de profesor. Lady Mathilda Braose estaba sentada en el taburete del baile. Era bajita y rechoncheta, tenía el cabello fino y canoso y un rostro bastante corriente cubierto por un velo oscuro. Llevaba un abrigo gris encima de un vestido granate con botones que le llegaban hasta la garganta. Tenía unos brillantes ojos marrones, pero estaban ensombrecidos por unas ojeras. La expresión altanera de sus labios concedía a su rostro una mirada arrogante y burlona. Richard Norreys, que hizo las presentaciones, era un hombre mucho más jovial y agradable; su rostro era redondo y lucía un bigote y una barba bien cuidados; el cabello, una mata de pelo rojo, se veía surcado por algunas canas. Su apretón de manos era firme y parecía dispuesto a complacer.

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