Paul Doherty - La caza del Diablo
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– Que Dios os bendiga, señor. Me habré confundido… ¿Estáis seguro?
– Desde luego -replicó Ranulfo devolviéndoselo.
– Entonces eso es lo que es -musitó el vendedor y, girando sobre sus talones, se dirigió hacia un grupo de soldados-. ¡Comprad un trozo de saúco -gritó-, del árbol en el que se colgó el mismísimo Judas!
Corbett sonrió. Estaba a punto de preguntarle a Ranulfo cómo había sabido diferenciar un enebro de un saúco cuando un golpe en la espalda le hizo darse la vuelta.
– ¿Qué queréis?
El sargento miró a Corbett de arriba abajo.
– ¿Qué queréis? -repitió-, ¿y de dónde habéis sacado esos caballos?
Ranulfo dio un paso al frente, interponiéndose entre su señor y el sargento, y clavó su mirada en el rostro sucio y sin afeitar de aquel hombre.
– Queremos ver al baile -replicó Ranulfo-, a sir Walter Bullock. Éste es sir Hugo Corbett, el principal escribano del rey de la cancillería del Sello Secreto.
El sargento carraspeó y acto seguido soltó un escupitajo.
– Me importa un bledo. Como si viene de parte del Santo Padre.
Hizo señas a un chico para que se acercara y se llevara los caballos. Luego, con un chasquido de dedos, indicó a Corbett y a sus acompañantes que le siguieran.
Encontraron a sir Walter en su cámara, situada encima de la casa del guardia de la entrada. Era una habitación austera con colgaduras en la pared como estandartes. El gordo y calvo baile comía un plato de anguilas; a su lado, en una bandeja, había varias manzanas y queso. Bullock, bajito y fornido, vestía un junquillo, unas calzas, una camisa, un cinturón de guerra y unas botas de montar de piel que resonaban sobre el suelo cubierto de paja. Al tiempo que el sargento instó a Corbett y a sus acompañantes a entrar en la estancia y cerró la puerta detrás de ellos con gran estruendo, el baile levantó su rostro bien afeitado, reluciente como un puchero de latón.
– ¿Qué deseáis? -preguntó con la boca llena de anguilas.
– Eso es lo que el ignorante bastardo de abajo me ha preguntado -replicó Ranulfo.
Bullock, desde su taburete, señaló a la aspillera con la cabeza.
– Es lo suficiente grande para que os arroje por ella.
Corbett suspiró, sacó de su zurrón el sello real y lo arrojó sobre la mesa. Bullock tragó la comida que tenía en la boca y lo cogió.
– ¿Sabéis lo que es, señor Bollock? [2] - entonó Ranulfo.
– Me llamo Bullock -rectificó el baile retirando su taburete y levantándose. Acto seguido se chupó los dedos y se los limpió con una servilleta sucia. Se acercó y se detuvo ante Ranulfo, con los brazos en jarras-. Me llamo Bullock -repitió-, ¿y sabéis por qué, señor? Pues porque soy como un toro: bajo, pero fuerte, impetuoso y de temperamento airado. -Golpeó a Ranulfo en el estómago-. Parecéis un chico acostumbrado a pelear, pero me trae sin cuidado: he podido con tipos mucho más grandes que vos. -Se volvió bruscamente hacia Corbett y le tendió la mano-. Lo siento, sir Hugo. El rey envió a un mensajero; os estábamos esperando.
Corbett apretó la mano del baile. Se dio cuenta de que debajo de los ojos de aquel hombre asomaban unas ojeras que delataban su cansancio.
– Parecéis fatigado, señor.
Sir Walter se dirigió a un banco cercano a la pared.
– Si me acostase, sir Hugo, nunca me levantaría. ¿Os apetece un poco de vino, algo de comer? -Miró de soslayo a Ranulfo-. ¿Quizás un vaso de agua del pozo para refrescaros después de vuestro caluroso y agotador viaje?
Ranulfo dedicó una sonrisa a aquel gallito de corral.
– Sir Walter, os pido disculpas.
El baile aceptó la mano tendida de Ranulfo y luego apretó los labios.
– ¡Soltádmela de una vez, por la vida de un soldado! -exclamó.
Esperó a que Corbett se sentara, luego se acercó un taburete y empezó a contar con sus dedos achaparrados.
– El rey no me deja ni respirar en Woodstock. Se ha convocado una junta del parlamento en Westminster y yo he recibido órdenes de que sea elegido el hombre adecuado. Hay un curandero que se dedica a vender dientes de rata a los niños. Hace cuatro meses que no pagan a la guarnición. Ya no me quedan suministros. Hay tres tipos en el Bocardo -se refería a la prisión de la ciudad- cuyos cuellos voy a retorcer antes de que anochezca. Una muchacha de la taberna Las Damas ha sido violada. Me ha salido un divieso en el culo. Hace dos noches que no duermo y unos parientes de mi mujer quieren venir y quedarse hasta la festividad de San Miguel. -Se detuvo para sorber por la nariz-. Ahora bien, eso es el menor de mis males.
Corbett sonrió. Metió la mano en su zurrón y le entregó dos monedas de oro.
– No acepto sobornos, sir Hugo.
– No se trata de un soborno -replicó Corbett-. Son vuestros honorarios. Informaré de ello al tesorero.
Las monedas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Qué me decís del Campanero?
– No sé quién es -contestó el baile-. Todo lo que sé es que aparece cada vez con más frecuencia una de sus proclamas colgada en la puerta de alguna universidad o iglesia.
– ¿Vos no luchasteis en Evesham a favor de De Montfort? -preguntó Corbett con sequedad.
Bullock desvió la mirada de inmediato.
– Sí, así es -contestó como para sí mismo-. Era joven, un idealista, lo suficientemente estúpido para creer en sueños. Ahora, sir Hugo, soy un servidor del rey en la guerra y en la paz. No soy un traidor. No sé quién es el Campanero o de dónde viene. ¡Ah!, y eso que ya he hecho mis propias investigaciones entre las cabezas huecas de Sparrow Hall, pero sería igual de inútil silbar en medio del cementerio y esperar una respuesta.
– ¿Y qué me decís de los cadáveres encontrados en los alrededores de Oxford?
Bullock se encogió de hombros.
– Sabéis tanto como yo, sir Hugo. ¡Pobres hombres! Sus cabezas fueron decapitadas y colgadas de su propia cabellera de la rama de un árbol. He hecho salir a mis hombres. Han peinado los bosques y los campos. Algo se está cociendo por aquí. -Hizo una pausa mientras se rascaba un lunar en la mejilla derecha-. Oxford es un lugar muy curioso, sir Hugo. En las iglesias cantan el Salve Regina y veneran el cuerpo de Cristo. Por la noche, en las tabernas, pierden sus almas con el vino y se entregan a la lujuria. Detrás de las murallas, en aquellos parajes solitarios (resumiéndoos una larga historia), en la carretera de Banburry, mis hombres hablaron con un forastero. Los condujo a un claro en el bosque. Había una roca, era una losa enorme, como si el mismísimo Satán la hubiera sacado del infierno. Alguien la había utilizado como altar; todavía había marcas de fuego, manchas de sangre y, en la rama de un árbol, la calavera de un animal.
– ¿Brujos? -preguntó Corbett.
– Magos, brujos y hechiceras… -Bullock volvió a sorber por la nariz-. Eso es todo lo que había. Los campesinos y granjeros de la zona son inocentes: no tienen ni tiempo ni energía para esas tonterías.
– ¿Y vos pensáis que guarda relación con esas muertes?
– Es posible. -Bullock se limpió la boca con el dorso de la mano-. Me encantaría encontrar al asesino. Espero que sea uno de esos estudiantes pisaverdes y arrogantes. Por cierto, han traído otro cadáver esta mañana: un viejo bobalicón llamado Senex. Lo encontraron igual que al resto -Bullock sonrió inexorable-, con una excepción: la mano del viejo estaba fuertemente cerrada. Cuando conseguí abrírsela encontré unos cuantos guijarros y, lo más importante, un botón.
– ¿Un botón? -preguntó Ranulfo.
– Sí, de metal, con un gorrión grabado, la insignia de Sparrow Hall. Y todavía hay más -continuó Bullock-. Como sabéis, sir Hugo, esos botones sólo los llevan las túnicas que pertenecen a profesores y a algunos estudiantes ricos. La mayoría visten con simples trajes de arpillera.
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