Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Que Dios os bendiga, señor. Me habré confundido… ¿Estáis seguro?

– Desde luego -replicó Ranulfo devolviéndoselo.

– Entonces eso es lo que es -musitó el vendedor y, girando sobre sus talones, se dirigió hacia un grupo de soldados-. ¡Comprad un trozo de saúco -gritó-, del árbol en el que se colgó el mismísimo Judas!

Corbett sonrió. Estaba a punto de preguntarle a Ranulfo cómo había sabido diferenciar un enebro de un saúco cuando un golpe en la espalda le hizo darse la vuelta.

– ¿Qué queréis?

El sargento miró a Corbett de arriba abajo.

– ¿Qué queréis? -repitió-, ¿y de dónde habéis sacado esos caballos?

Ranulfo dio un paso al frente, interponiéndose entre su señor y el sargento, y clavó su mirada en el rostro sucio y sin afeitar de aquel hombre.

– Queremos ver al baile -replicó Ranulfo-, a sir Walter Bullock. Éste es sir Hugo Corbett, el principal escribano del rey de la cancillería del Sello Secreto.

El sargento carraspeó y acto seguido soltó un escupitajo.

– Me importa un bledo. Como si viene de parte del Santo Padre.

Hizo señas a un chico para que se acercara y se llevara los caballos. Luego, con un chasquido de dedos, indicó a Corbett y a sus acompañantes que le siguieran.

Encontraron a sir Walter en su cámara, situada encima de la casa del guardia de la entrada. Era una habitación austera con colgaduras en la pared como estandartes. El gordo y calvo baile comía un plato de anguilas; a su lado, en una bandeja, había varias manzanas y queso. Bullock, bajito y fornido, vestía un junquillo, unas calzas, una camisa, un cinturón de guerra y unas botas de montar de piel que resonaban sobre el suelo cubierto de paja. Al tiempo que el sargento instó a Corbett y a sus acompañantes a entrar en la estancia y cerró la puerta detrás de ellos con gran estruendo, el baile levantó su rostro bien afeitado, reluciente como un puchero de latón.

– ¿Qué deseáis? -preguntó con la boca llena de anguilas.

– Eso es lo que el ignorante bastardo de abajo me ha preguntado -replicó Ranulfo.

Bullock, desde su taburete, señaló a la aspillera con la cabeza.

– Es lo suficiente grande para que os arroje por ella.

Corbett suspiró, sacó de su zurrón el sello real y lo arrojó sobre la mesa. Bullock tragó la comida que tenía en la boca y lo cogió.

– ¿Sabéis lo que es, señor Bollock? [2] - entonó Ranulfo.

– Me llamo Bullock -rectificó el baile retirando su taburete y levantándose. Acto seguido se chupó los dedos y se los limpió con una servilleta sucia. Se acercó y se detuvo ante Ranulfo, con los brazos en jarras-. Me llamo Bullock -repitió-, ¿y sabéis por qué, señor? Pues porque soy como un toro: bajo, pero fuerte, impetuoso y de temperamento airado. -Golpeó a Ranulfo en el estómago-. Parecéis un chico acostumbrado a pelear, pero me trae sin cuidado: he podido con tipos mucho más grandes que vos. -Se volvió bruscamente hacia Corbett y le tendió la mano-. Lo siento, sir Hugo. El rey envió a un mensajero; os estábamos esperando.

Corbett apretó la mano del baile. Se dio cuenta de que debajo de los ojos de aquel hombre asomaban unas ojeras que delataban su cansancio.

– Parecéis fatigado, señor.

Sir Walter se dirigió a un banco cercano a la pared.

– Si me acostase, sir Hugo, nunca me levantaría. ¿Os apetece un poco de vino, algo de comer? -Miró de soslayo a Ranulfo-. ¿Quizás un vaso de agua del pozo para refrescaros después de vuestro caluroso y agotador viaje?

Ranulfo dedicó una sonrisa a aquel gallito de corral.

– Sir Walter, os pido disculpas.

El baile aceptó la mano tendida de Ranulfo y luego apretó los labios.

– ¡Soltádmela de una vez, por la vida de un soldado! -exclamó.

Esperó a que Corbett se sentara, luego se acercó un taburete y empezó a contar con sus dedos achaparrados.

– El rey no me deja ni respirar en Woodstock. Se ha convocado una junta del parlamento en Westminster y yo he recibido órdenes de que sea elegido el hombre adecuado. Hay un curandero que se dedica a vender dientes de rata a los niños. Hace cuatro meses que no pagan a la guarnición. Ya no me quedan suministros. Hay tres tipos en el Bocardo -se refería a la prisión de la ciudad- cuyos cuellos voy a retorcer antes de que anochezca. Una muchacha de la taberna Las Damas ha sido violada. Me ha salido un divieso en el culo. Hace dos noches que no duermo y unos parientes de mi mujer quieren venir y quedarse hasta la festividad de San Miguel. -Se detuvo para sorber por la nariz-. Ahora bien, eso es el menor de mis males.

Corbett sonrió. Metió la mano en su zurrón y le entregó dos monedas de oro.

– No acepto sobornos, sir Hugo.

– No se trata de un soborno -replicó Corbett-. Son vuestros honorarios. Informaré de ello al tesorero.

Las monedas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Qué me decís del Campanero?

– No sé quién es -contestó el baile-. Todo lo que sé es que aparece cada vez con más frecuencia una de sus proclamas colgada en la puerta de alguna universidad o iglesia.

– ¿Vos no luchasteis en Evesham a favor de De Montfort? -preguntó Corbett con sequedad.

Bullock desvió la mirada de inmediato.

– Sí, así es -contestó como para sí mismo-. Era joven, un idealista, lo suficientemente estúpido para creer en sueños. Ahora, sir Hugo, soy un servidor del rey en la guerra y en la paz. No soy un traidor. No sé quién es el Campanero o de dónde viene. ¡Ah!, y eso que ya he hecho mis propias investigaciones entre las cabezas huecas de Sparrow Hall, pero sería igual de inútil silbar en medio del cementerio y esperar una respuesta.

– ¿Y qué me decís de los cadáveres encontrados en los alrededores de Oxford?

Bullock se encogió de hombros.

– Sabéis tanto como yo, sir Hugo. ¡Pobres hombres! Sus cabezas fueron decapitadas y colgadas de su propia cabellera de la rama de un árbol. He hecho salir a mis hombres. Han peinado los bosques y los campos. Algo se está cociendo por aquí. -Hizo una pausa mientras se rascaba un lunar en la mejilla derecha-. Oxford es un lugar muy curioso, sir Hugo. En las iglesias cantan el Salve Regina y veneran el cuerpo de Cristo. Por la noche, en las tabernas, pierden sus almas con el vino y se entregan a la lujuria. Detrás de las murallas, en aquellos parajes solitarios (resumiéndoos una larga historia), en la carretera de Banburry, mis hombres hablaron con un forastero. Los condujo a un claro en el bosque. Había una roca, era una losa enorme, como si el mismísimo Satán la hubiera sacado del infierno. Alguien la había utilizado como altar; todavía había marcas de fuego, manchas de sangre y, en la rama de un árbol, la calavera de un animal.

– ¿Brujos? -preguntó Corbett.

– Magos, brujos y hechiceras… -Bullock volvió a sorber por la nariz-. Eso es todo lo que había. Los campesinos y granjeros de la zona son inocentes: no tienen ni tiempo ni energía para esas tonterías.

– ¿Y vos pensáis que guarda relación con esas muertes?

– Es posible. -Bullock se limpió la boca con el dorso de la mano-. Me encantaría encontrar al asesino. Espero que sea uno de esos estudiantes pisaverdes y arrogantes. Por cierto, han traído otro cadáver esta mañana: un viejo bobalicón llamado Senex. Lo encontraron igual que al resto -Bullock sonrió inexorable-, con una excepción: la mano del viejo estaba fuertemente cerrada. Cuando conseguí abrírsela encontré unos cuantos guijarros y, lo más importante, un botón.

– ¿Un botón? -preguntó Ranulfo.

– Sí, de metal, con un gorrión grabado, la insignia de Sparrow Hall. Y todavía hay más -continuó Bullock-. Como sabéis, sir Hugo, esos botones sólo los llevan las túnicas que pertenecen a profesores y a algunos estudiantes ricos. La mayoría visten con simples trajes de arpillera.

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