Paul Doherty - La caza del Diablo
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Corbett, Ranulfo y Maltote bajaron por una calle lateral y entraron por el patio de atrás, lleno de guijarros cubiertos de barro. En él se encontraban los establos, las herrerías y las despensas. Los estudiantes, vestidos con trajes distintos, se apelotonaban en las puertas de entrada abiertas. Un mozo de cuadra cruzó el patio para llevarse los caballos. Mientras Corbett desmontaba, los estudiantes los miraron con curiosidad, se juntaron en varios grupos que susurraban entre sí y no hacían más que señalarlos. Un ladrillo voló por encima de sus cabezas y se escuchó a alguien gritar con acento galés: «¡Los perros del rey ya han llegado!».
Ranulfo se llevó la mano a la daga. Se hizo silencio en el patio. Acudieron todavía más estudiantes. Un joven alto y fornido se apartó lánguidamente un mechón de pelo de su rostro sonrojado. Vestía un traje de commoner, unas calzas prietas, unas botas de piel suave, una camisa blanca de batista cubierta por un traje que le llegaba justo por encima de una bragueta protuberante. Llevaba un ancho talabarte de piel alrededor de la cintura del que colgaban una espada y una daga agarradas por una argolla. El joven se paseaba de un lado para otro, con los demás pisándole los talones.
El mozo de cuadra se llevó perezosamente a los caballos, mientras los estudiantes rodearon a Corbett y a sus acompañantes.
– Hace un buen día -afirmó Corbett echándose la capa sobre los hombros de manera que los estudiantes pudieran ver su espada-. ¿No deberíais estar estudiando el trivio, el cuadrivio, gramática y lógica? Ya lo dijo Aristóteles con palabras inmortales: «Buscad la verdad y dirigid vuestra voluntad hacia el bien».
El líder de los estudiantes se detuvo, medio perplejo. Le habría gustado contestarle al estilo clásico. Corbett le reprimió con un dedo.
– Habéis descuidado vuestros libros, ¿verdad, señor?
– Es cierto -admitió el joven apesadumbrado; su voz delataba un suave acento galés-. La vida en la residencia se ha visto perturbada por las idas y venidas de escribanos del rey haciendo toda clase de preguntas.
– En ese caso -interrumpió Ranulfo dando un paso al frente- podéis uniros a nosotros en Woodstock para tratar el asunto con su majestad el rey.
– El rey Eduardo de Inglaterra me trae sin cuidado -replicó el tipo sonriendo por encima del hombro a sus compañeros-. Llewellyn y David son nuestros príncipes.
– Eso es traición -contestó Ranulfo.
El líder de los estudiantes dio un paso al frente.
– Me llamo David ap Thomas -afirmó con rotundidad-. ¿Qué os pasa, escribano? ¿No os gustan los galeses?
– Me encantan -replicó Corbett dando a Ranulfo una palmadita en el hombro para que se tranquilizara-. Estoy casado con Lady Maeve ap Llewellyn. Su tío Morgan es mi pariente. Y sí, he luchado contra los galeses, son unos firmes guerreros y no unos matones.
El estudiante se quedó mirándolo con perplejidad.
– Bien -empezó Corbett-, ahora, u os apartáis de mi camino o…
– ¡Dejadles en paz, Ap Thomas! -gritó una voz.
Richard Norreys se abrió paso entre la multitud. Los estudiantes se dispersaron, no ante la llegada de Norreys sino porque Corbett les había revelado su vínculo con una de las familias más importantes del sur de Gales. Norreys se disculpó de mil maneras mientras los conducía a través del patio hacia las escaleras de la entrada de la residencia. El pasillo estaba bastante sucio; sus paredes blanqueadas estaban llenas de marcas y de manchas, pero la estancia en sí misma era agradable. El suelo de piedra arenisca estaba recién fregado y los tapices, escudos y armas colgaban de las paredes. Norreys los invitó a sentarse en una mesa y acto seguido chasqueó los dedos para hacer que un criado trajera copas de vino blanco y un plato de almendras garrapiñadas.
– Debo disculparme por la actitud de Ap Thomas. -Respiró hondo mientras se sentaba al fondo de la mesa al lado de Corbett-. Es un noble galés y siempre le gusta hacerse el gallito.
– ¿Hay muchos galeses por aquí? -preguntó Corbett.
– Un buen número -replicó Norreys-. Cuando Henry Braose fundó la universidad y compró la residencia, se creó un estatuto especial en la Carta de Fundación para los estudiantes de los condados del sur de Gales. -Sonrió Norreys-. Henry se sentía culpable ante la cantidad de galeses que había matado, pero… ¿y quién no, sir Hugo?
Durante un rato estuvieron hablando sobré la guerra en Gales. Norreys recordó los valles cubiertos de niebla, las peligrosas marchas, las súbitas emboscadas y el sigilo con el que los guerreros galeses se colaban en los campamentos reales por la noche para cortarles la cabeza a los soldados o degollarlos.
– ¿Estuvisteis mucho tiempo? -preguntó Corbett.
– Sí, bastante -replicó Norreys. Abrió las manos-. Así es como logré un ascenso aquí. Una compensación por los servicios prestados. -Miró hacia la vela de las horas, que ardía en una repisa sobre la chimenea-. Pero, vamos, sir Hugo, nos esperan en la universidad a las siete y el señor Tripham es un maniático de la puntualidad. -Se puso en pie-. Tengo dos habitaciones para vos -continuó Norreys-, dos habitaciones en la segunda planta.
Los condujo fuera de la estancia y los llevó por unas escaleras de madera. De vez en cuando se detenían para dejar pasar a los estudiantes, que apresurados iban de un lado para otro con sus libros en las manos y sus bolsas y carteras colgando de los hombros.
– Van al colegio de la tarde -explicó Norreys.
Empezó entonces a describir cómo Braose había comprado tres grandes mansiones con sus bodegas y cámaras y las había juntado para crear la residencia.
– ¡Oh, sí! Aquí tenemos de todo -se jactó-: cuartos para los commoners, dormitorios para los criados y cámaras para los universitarios, es decir, para todos los que tienen dinero para pagarlas. -Vio cómo Maltote sudaba por el peso de las alforjas que llevaba encima-. Pero vamos, vamos.
Norreys los condujo hasta la segunda galería. El pasillo era húmedo y sombrío, y las paredes estaban cubiertas de moho. Abrió las puertas de las dos habitaciones, que no eran más que dos celdas monásticas austeras. La primera tenía dos carriolas; la otra, la de Corbett, un colchón en el suelo. También tenía una mesa, una silla, un arca, dos candelabros y un crucifijo colgado en la pared.
– Es todo lo que he podido hacer -murmuró Norreys. Miró avergonzado a Corbett-. Sir Hugo, realmente no sois tan bienvenido a este lugar, debéis saberlo. -Cambió de tema con rapidez-. Si aprieta el frío, puedo mandar que os traigan braseros. Por el amor de Dios, mirad las velas; vivimos siempre con el miedo del fuego. El refectorio y la bodega están en el piso de abajo, mas el señor Tripham os invitará probablemente a comer en la universidad.
– ¿Podríais traernos un poco de agua? -preguntó Corbett-. A mis compañeros y a mí nos gustaría lavarnos.
Norreys asintió y se marchó.
Maldiciendo y murmurando entre dientes, Ranulfo y Maltote se pusieron lo más cómodos posible. Corbett colocó las pocas pertenencias que había traído consigo en una pequeña arca maltrecha bajo la ventana. Escondió su bolsa con todos los utensilios de escribir debajo de su almohada antes de ir a ver a Ranulfo y a Maltote. De pie, en la puerta, se sonrió: Maltote estaba a punto de quedarse profundamente dormido en su cama, acurrucado como un niño; Ranulfo, sentado a su lado, contemplaba la pared.
– No me digas que deseáis volver a Leighton -le chinchó Corbett.
– Ahora entiendo por qué nos dijisteis que no trajéramos nada o casi nada de valor -replicó Ranulfo sin volverse.
– En Oxford -empezó a decir Corbett-, los estudiantes no son ladrones: son buitres. Si quieren algo, lo cogen. Yo empecé mi primer trimestre de verano aquí con un juego de ropa y lo acabé con otro.
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