Paul Doherty - La caza del Diablo
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– Sir Hugo, ¿habéis encontrado algún sentido a la muerte de Passerel? ¿Podría haber sido el Campanero? -preguntó Tripham-. Quiero decir que el ataque de los estudiantes fue imperdonable, mas -hizo un mohín- Ascham era un profesor querido por todos, inocente como un niño. Escribió el nombre de Passerel casi completo en un trozo de pergamino antes de morir.
– Sería demasiado osado -respondió- afirmar que Passerel era el Campanero, pensar que asesinó a Ascham porque el archivero había descubierto su verdadera identidad y que luego Passerel huyó a San Miguel, donde murió a consecuencia de un acto de venganza. -Corbett depositó su copa en el suelo-. Si ésa es la verdad, y pudiese probarla, el rey pasaría por alto la muerte de Passerel, declararía que por fin el Campanero ha sido acallado, que se ha hecho justicia y ya nada me retendría en Oxford. -Se encogió de hombros-. ¿Quién sabe? También podríamos suponer que Passerel estaba detrás de la muerte de esos mendigos que han encontrado en los bosques en las afueras de la ciudad.
– Pero ¿podría fallaros de tal modo vuestra lógica? -preguntó una voz detrás de él.
Corbett se volvió mientras Leonard Appleston cogía un taburete y se unía al grupo. Se presentó y estrechó con fuerza la mano de Corbett y de sus acompañantes.
– ¿Se os da bien la lógica? -preguntó Corbett.
El rostro cuadrado y bronceado de Appleston dibujó una sonrisa, mientras sus ojos adoptaban una mirada algo tímida. Se rascó una herida abierta que tenía en la comisura de la boca, como un estudiante preguntándose si iba a ser o no halagado por sus compañeros.
– Leonard es todo un maestro de la lógica -interrumpió Mathilda-. Sus conferencias en los colegios son de lo más reconocidas.
– He oído lo que decíais -declaró Appleston-. Sería perfecto que Passerel fuera el asesino, el fons et origo de todos nuestros problemas.
– ¿Creéis eso? -preguntó Corbett.
– Si existe un problema -añadió Appleston sonriendo a Ranulfo y abriéndose más espacio-, entonces debe existir una solución.
– Sí, y ahí está el problema -replicó Corbett-. Aunque ¿qué pasa si el problema es complejo pero la solución es tan simple que incluso os hace replantearos si existía tal problema desde un principio?
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Appleston cogiendo la copa que le había brindado Moth.
Corbett hizo una pausa para poner sus pensamientos en orden.
– Señor Appleston, vos dais conferencias en los colegios sobre la existencia de Dios.
– Sí, mis clases se basan en la obra Summa Theologica, de Santo Tomás.
– Y supongo que comentáis las pruebas de la existencia de Dios.
– Desde luego.
– En ese caso -replicó Corbett-, ¿no estaríais de acuerdo en que, si pruebo la existencia de Dios, Dios podría dejar de existir?
Appleston entornó los ojos.
– Quiero decir -se explicó Corbett- que si yo, que soy finito y mortal, puedo probar, sin ninguna duda, que existe un ser inmortal e infinito, entonces, una de dos, o yo también soy infinito e inmortal o bien lo que estoy probando no puede existir en primer lugar. En otras palabras, una prueba tan nimia de la existencia de Dios es demasiado simple y es, por lo tanto, no lógica. Es un poco como si dijera que puedo verter un galón de agua en un pichel de pinta: si así fuera, entonces no es ni el galón ni el pichel lo que puede acoger más de una pinta.
– Concedo - gruñó Appleston-, aunque tendré que reflexionar sobre lo que habéis dicho, sir Hugo.
– Lo mismo puede aplicarse a Passerel -añadió Corbett a continuación-. Si él fuera el Campanero, el asesino de Robert Ascham y John Copsale, por no hablar de los mendigos, entonces diría que la solución es simple, perfecta y, por lo tanto, totalmente ilógica.
– Estoy de acuerdo -declaró Ranulfo haciendo un guiño a Maltote.
– Y entonces, ¿quién mató a Ascham? -preguntó Tripham con calma.
– No lo sé -respondió Corbett-; por eso estoy aquí. -Se volvió hacia Tripham-. Me gustaría visitar la biblioteca esta noche. ¿Quizá después de cenar…?
– Desde luego -accedió el vicerregente-. Podemos tomarnos el vino dulce allí abajo, es una estancia muy acogedora.
Moth se acercó. Dio unas palmaditas en los hombros de Mathilda y empezó a hacer signos extraños con las manos.
– Pronto estará la cena -declaró, poniéndose en pie, y cogió el bastón que tenía en una esquina de la chimenea-. Señores, nos veremos luego -y salió fuera de la estancia, una mano en el bastón y la otra del brazo de su silencioso criado.
La conversación continuó, aunque de un modo inconexo. Appleston y Tripham hicieron algunas preguntas sobre la tasación y el precio del maíz en el feudo de Leighton. Llegaron otros profesores: Aylric Churchley, de ciencias naturales, delgado como un palillo, de rostro irascible y algunos mechones de cabello gris levantados sobre su cabeza calva. Tenía un tono de voz tan elevado y estridente que Corbett tuvo que amonestar en silencio a Ranulfo y a Maltote para que no se les escapara la risa. Peter Langton era un hombre pequeño de cara estrecha y bronceada surcada de arrugas con ojos reumáticos, que hacía alabanzas a todo el mundo, especialmente a Churchley, a quien aclamó como el mayor de los médicos de Oxford. Bernard Barnett fue el último en llegar, de cara rechoncha con una frente muy alta, era un tonelete de hombre con ojos brillantes y un labio inferior muy grueso. Tenía la mirada agresiva, como si siempre estuviera dispuesto a discutir por cualquier pretexto, aunque fuese tan ridículo como el de cuántos ángeles podrían sentarse en la punta de un alfiler.
Lady Mathilda regresó y Tripham los guió fuera de la sala a través de un pasillo que conducía al refectorio. Era una estancia muy lujosa de forma oval, acogedora y agradable. La mesa, situada al fondo de la sala, estaba cubierta por un mantel blanco de seda resplandeciente a la luz de las velas de cera de abeja, que se reflejaba en las copas y la cubertería de plata y de peltre. Hermosos tapices y colgaduras que representaban escenas de la vida del rey Arturo pendían de un recubrimiento de madera oscura. Esteras pequeñas cubrían el suelo. En cada esquina habían colocado un brasero que despedía dulces fragancias y varios centros de flores se habían dispuesto sobre los asientos forrados junto a la ventana; su aroma se mezclaba con los olores empalagosos y que hacían la boca agua procedentes de la despensa al fondo de la estancia. Tripham se sentó en un extremo de la mesa, con lady Mathilda a su derecha y Corbett a su izquierda. Ranulfo y Maltote fueron colocados en la otra punta junto a Richard Norreys, que había estado supervisando a los cocineros. Tripham bendijo la mesa, trazando una bendición en el aire tras la que sirvieron la comida: sopa de codorniz seguida de carne de cisne y faisán, adobadas con ricas salsas de vino, y finalmente rosbif con mostaza. Durante toda la comida corrió el vino, servido por unos camareros silenciosos que permanecían de pie en las sombras. Corbett probó de todos los platos y bebió con moderación, pero Ranulfo y Maltote se echaron encima de ellos como lobos hambrientos.
La mayoría de los profesores bebieron copiosamente y comieron con rapidez. Sus rostros adquirieron un tono rosado y aumentó el volumen de voz. Tripham se mantuvo extrañamente silencioso mientras lady Mathilda, cuyo rencor por el vicerregente era obvio, se limitó a mordisquear la comida y a tomar algunos sorbos de vino. De vez en cuando se volvía y empezaba a hablar con Moth mediante aquel lenguaje de signos extraños.
Tripham se reclinó hacia delante.
– Sir Hugo, ¿deseáis decir algunas palabras sobre vuestra presencia en Oxford?
– Sí, señor. En efecto. -Corbett miró al fondo de la mesa-. Quizás este momento sea tan bueno como cualquier otro.
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