Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Le examiné -interrumpió Churchley-. Eran poco más de las cinco de la tarde cuando entramos. Debía de llevar muerto más o menos una hora.

– ¿Y qué pasó el día que Passerel huyó hacia San Miguel? -preguntó Corbett.

– Los estudiantes -replicó Tripham- querían mucho a Ascham. Aquel día en cuestión, un grupo se reunió amenazando con hacer uso de la violencia.

– ¿Por qué no enviasteis a buscar al baile?

– Sí, y todavía estaríamos esperando -contestó Appleston-. Le dije a Passerel que escapara: me pareció que era lo mejor que podía hacer.

– Pensamos que lo más prudente sería que se enfriaran los ánimos -añadió Tripham-. A la mañana siguiente habría solicitado ayuda. -Dio un golpe sobre el mantel de la mesa-. Ante esas circunstancias, resulta difícil culpar a los estudiantes.

Corbett apartó su copa de vino. Al fondo de la mesa, Ranulfo y Maltote le miraban expectantes. Éste estaba completamente atolondrado. Aquél sonreía relamiéndose los labios. Como tantas veces le había dicho a Maltote: «Me encanta ver cómo el viejo maese Cara Larga hace su interrogatorio. Es un buen abogado, con esos ojos tan penetrantes y hundidos. Se sienta y lanza sus preguntas y luego se larga y se pone a meditar». Se divertía mucho con lo que estaba sucediendo. Aparte de Norreys, el resto de los profesores no le hacían ni caso, como si no existiera. De repente se escuchó el canto de una lechuza y Ranulfo se estremeció. ¿No decía siempre el tío Morgan que el canto de una lechuza era presagio de muerte?

Capítulo V

Corbett se sentó en silencio. Estudió su copa de vino, un truco que solía utilizar para forzar a los otros a hablar, mas esta vez no le funcionó. Lady Mathilda y el resto le miraban expectantes.

Corbett empezó su interrogatorio de nuevo.

– ¿Nunca dijo nada Ascham al respecto? Si el Campanero le mató aquí sólo puede deberse a una razón: Ascham debió de empezar a sospechar su identidad. -Juntó las manos sobre la mesa-. Por cierto, los estudiantes no pueden entrar a esas horas en la universidad, ¿verdad?

– No -contestó Tripham-, no pueden.

– ¿Ni caminar por el jardín?

– No.

– Por lo tanto el asesino de Ascham debía de encontrarse en la universidad. Podría ser cualquiera de los presentes o de los criados. Así que os lo volveré a preguntar: ¿Dijo alguna vez Ascham algo acerca del Campanero o de su identidad?

– Algo me dijo -declaró Langton, un poco avergonzado por su intervención-. Le pregunté quién pensaba que podía ser el Campanero -añadió con rapidez-, pero Ascham me contestó con una cita de san Pablo: «Vemos a través de un cristal oscuro».

– A mí me dijo más o menos lo mismo -interrumpió Churchley-. Una vez me lo encontré en la despensa. Parecía preocupado, así que le pregunté qué le pasaba. Me contestó que las apariencias son engañosas: algo marchaba mal en Sparrow Hall. Le pregunté qué había querido decir, pero se negó a contestarme.

– ¿Por qué vuestro hermano -preguntó Corbett cambiando de tema bruscamente- llamó a este lugar Sparrow Hall?

– Por la cita del Evangelio; era la preferida de mi hermano -explicó lady Mathilda-, la de Jesucristo que dice que el Señor es consciente cada vez que cae un gorrión sobre la faz de la tierra, que nosotros somos mucho más valiosos que toda una bandada de esas aves.

– También fue estudioso de Beda el Venerable -explicó Appleston-, en especial de su obra Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum. A Henry le encantaba la historia de Beda acerca del conde que comparaba la vida de un hombre con la de un gorrión que volaba en un salón lleno de luz y calidez antes de proseguir su viaje hacia la fría oscuridad. -Appleston sonrió-. Conocí a sir Henry tan sólo unos meses antes de que muriera: solía encontrar consuelo en aquella historia.

– ¿Dedicó Ascham gran parte de su tiempo a estudiar en la biblioteca los días anteriores a su muerte? -preguntó Corbett.

– Sí, así es -contestó Tripham-; pero el libro que estaba buscando o leyendo no lo sabemos.

– Me gustaría bajar allí -declaró Corbett-. ¿Sería posible?

Tripham asintió y envió a los criados a iluminar la estancia con velas. Cuando regresaron, el vicerregente les ordenó que bajaran el vino a la biblioteca. Se puso en pie, con Corbett y el resto siguiéndole los talones a través del pasillo. Era una estancia alargada y espaciosa con recubrimiento de madera y unas estrellas de oro y plata pintadas con delicadeza sobre el techo blanco de yeso. Las estanterías, que formaban ángulo recto con la pared, estaban en fila a ambos lados, con mesas y taburetes a lo largo de una mesa para escribir situada en el centro al fondo de la sala. La biblioteca tenía una dulce fragancia a velas de pura cera de abeja, a pergaminos y a piel. Corbett exhaló de forma apreciativa y soltó una exclamación de asombro por la cantidad de libros, manuscritos y hojas que guardaba la biblioteca.

– ¡Oh, sí! Tenemos las mayores obras -declaró lady Mathilda con orgullo-. Mi hermano, que Dios le bendiga, era un amante de los libros. Los suyos, así como sus documentos privados, los guardamos aquí. También compró muchísimas otras obras, tanto en el país como en el extranjero.

Corbett estuvo a punto de preguntar la fuente de tal riqueza, pero se acordó en ese preciso momento de que sir Henry Braose, como muchos otros que habían servido al rey en su lucha contra De Montfort, había recibido abundantes recompensas por parte de la Corona, incluyendo el dinero y las tierras de los seguidores del conde. A nadie le quedaba ninguna duda de que los Braose no eran muy queridos en Oxford, donde tanto habían apoyado al conde muerto.

El resto de los profesores, que no se podían mantener demasiado tiempo en pie, se reclinaron contra las mesas o se sentaron en algunos taburetes mientras Corbett caminaba de un lado a otro de la biblioteca.

Contemplaba embelesado los libros, las estanterías y los cofres, sus atriles con laboriosos labrados, y un fresco al fondo de la pared que representaba una escena del Apocalipsis en la que el ángel abría el Gran Libro para que san Juan lo leyera. Corbett regresó al centro de la estancia y estudió unos restos de manchas oscuras que había sobre el suelo.

– ¿Es aquí donde encontraron a Ascham?

– No, tan pronto como abrimos la puerta le vimos tumbado justo delante de aquella mesa.

– ¿Y dónde estaba el pergamino?

Tripham señaló un lugar cerca de la puerta.

– Estaba allí, en el suelo, como si Ascham hubiera intentado apartarlo de su lado.

– Intentamos quitar la sangre -explicó Appleston-; Passerel iba a contratar a unos pulidores expertos en este tipo de casos.

Corbett estudió las manchas de sangre del centro de la sala y al lado de la mesa.

– Bueno -concluyó Corbett-, parece que Ascham se arrastró por el suelo para coger algo de la mesa.

– También había manchas de sangre sobre la mesa -explicó Tripham-, como si Ascham hubiera conseguido levantarse. ¿Por qué, sir Hugo?

Corbett caminó al fondo de la biblioteca. Pasó por la mesa para dirigirse a la ventana cerrada que había al otro lado de la estancia.

– ¿Y esta contraventana estaba cerrada y atrancada?

– Sí -corroboró Churchley-, recuerdo que lo estaba.

– ¿Y la ventana que había detrás también lo estaba?

– Me parece que sí -replicó Tripham-. ¿Por qué, sir Hugo?

Corbett levantó la barra que atravesaba los cerrojos. Al ver con qué facilidad caía se dio cuenta de que estaba bien engrasada. Descorrió los cerrojos; la ventana enrejada era enorme. Quitó el pestillo, la abrió y contempló el jardín bañado por la luz de la luna: la brisa estaba llena de la suave fragancia de las rosas. Escudriñó a su alrededor: la ventana era baja, cualquiera que se hubiera subido a la jardinera que había debajo podía observar el interior y permanecer oculto tras el seto que había a pocos metros de distancia. Corbett cerró la ventana, juntó las contraventanas de un golpe seco y la barra se colocó rápidamente en su sitio.

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