Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– ¡No bebáis! -le gritó-. Todos, vamos, bajad vuestras copas -dio una palmadita a Churchley en el hombro-. ¿Era Langton un hombre con problemas de salud?

– Tenía algún problema de estómago -contestó el tipo-, pero nada serio. Le receté alguna medicina. No sé si él…

Corbett desató el zurrón que llevaba la víctima atado al cinturón. Sacó un trozo de pergamino y se lo entregó a Churchley. Miró si había algo más, pero, aparte de algunas monedas y una pluma rota, no encontró nada.

– Esto es para vos -Churchley le devolvió el pergamino-. Lleva vuestro nombre.

Corbett cogió el trozo de vitela. Tendría unas cuatro pulgadas de largo; las esquinas estaban bien dobladas y estaba sellado con una gota de cera roja. Efectivamente llevaba su nombre, «sir Hugo Corbett», pero reconoció el mismo tipo de caligrafía de escribano que había visto en las proclamas del Campanero. Se levantó, dejando que los demás se agruparan alrededor del cadáver de Langton. Rompió el sello. Las palabras que había dentro parecían anunciar a voces un desafío:

El Campanero da la bienvenida a Corbett, el cuervo del rey, su perro faldero. El Campanero se pregunta qué hace el cuervo en Oxford. El cuervo debe tener cuidado de dónde picotea y por dónde vuela. Que el maldito rastreador de carroña se dé por advertido. No os quedéis revoloteando demasiado tiempo por los campos de Oxford o podría doblaros vuestro pico, romperos las garras, cortaros las alas y enviaros cadáver de vuelta a su majestad.

El Campanero

Corbett escondió su temor y pasó el pergamino a los demás. Ranulfo maldijo por lo bajo. Maltote, que apenas sabía leer, preguntó qué era aquello. Lady Mathilda se llevó los dedos a los labios; al resto de profesores parecía que se le había pasado el efecto del vino.

– Esto es traición -musitó Ranulfo-. Es una traición contra el escribano del rey y contra la propia Corona.

– Es un asesinato -replicó Corbett-, un terrible asesinato. Traed las copas, vamos, todos.

Se apresuraron a reunir todas las copas sobre la mesa delante de él: era difícil distinguir cuál era la de Langton. Corbett y Ranulfo, ayudados por Churchley, olieron con cuidado cada una. Todas tenían la deliciosa fragancia del vino dulce excepto una: Corbett la levantó a la altura de su nariz y apreció un olor agrio y fuerte.

– ¿Qué es esto? -Le pasó la copa a Churchley para que la oliera.

– Es arsénico blanco -concluyó finalmente-. Sólo el arsénico tiene este olor, en especial el arsénico blanco: tiene un efecto mortal.

– ¿Y no ha podido notarlo Langton?

– Quizá -contestó Churchley-. Pero, si su paladar todavía conservaba el gusto de lo que habíamos comido y bebido, pudo no darse cuenta.

– Pero ¿cómo llegó hasta aquí? -exclamó Barnett-. Profesor Alfred -cogió a Tripham por el brazo-, ¿nos van a envenenar en nuestras propias camas?

Lady Mathilda chasqueó los dedos e hizo algunas señas a Moth, que, en medio de todo, había permanecido en silencio cerca de la puerta. Le dijo algo con aquellos signos tan extraños y Moth salió corriendo. Al rato volvió acompañado de los dos criados medio adormecidos que habían estado arreglando la biblioteca y habían bajado el vino. De algún modo la noticia de la muerte de Langton ya se había extendido y los dos hombres entraron asustados como ratones en la biblioteca. Tripham los interrogó, pero sus balbuceos no arrojaron ninguna luz sobre lo que había pasado.

– Profesor Tripham -declaró uno de ellos-, llenamos las copas de vino y las pusimos sobre una bandeja.

Corbett les dijo que podían marcharse.

– ¿Alguno de los presentes vio a alguien juguetear con las copas o moverlas de sitio? -preguntó al resto.

– No -respondió Barnett en nombre de todos-. Yo estuve al lado de Langton todo el tiempo. -La voz se le quebró cuando se dio cuenta de las implicaciones que podía tener lo que acababa de decir-. Yo no hice nada -balbuceó-. Nunca hubiera hecho tal cosa.

– ¿Tuvo Langton todo el rato la copa en su mano? -preguntó de nuevo Corbett.

Churchley hizo algunos aspavientos con las manos.

– Como todos -agregó-. Probablemente la dejó sobre la mesa y luego la volvió a coger.

– Pero lo que no puedo entender -declaró Barnettes- es por qué Langton llevaba un mensaje del Campanero para vos, sir Hugo.

– Entiendo -afirmó Corbett sentado en un taburete-. Profesor Alfred Tripham, llamad de nuevo a los criados y llevaos el cuerpo. Los demás, quedaos.

El vicerregente obedeció y salió disparado de la estancia. Volvió con cuatro criados, que llevaban una sábana con la que envolvieron el cadáver. Tripham les ordenó que lo sacaran de allí y lo depositaran en la cámara mortuoria al fondo del jardín.

Corbett se sentó cabizbajo. ¿Cómo pudo suceder aquello? Cerró los ojos. «¡Piensa! ¡Piensa! ¿Por qué tenía Langton una carta dirigida a mí en su zurrón? Quizá si no hubiera muerto, me la habría entregado y habría sido capaz de decirme quién la había escrito. El Campanero se debía de haber arriesgado mucho. ¿Qué habría pasado si Langton de repente me la hubiera dado en medio de la comida o después? ¿Y cómo supo el criminal en qué copa debía verter el veneno?» Abrió los ojos. Ya se habían llevado el cuerpo de Langton. El resto le miraba con perplejidad.

– Sir Hugo -interrumpió lady Mathilda-. Se está haciendo de noche y todos estamos muy cansados.

Corbett se puso en pie, intentando disimular su confusión y el miedo que se había apoderado de él ante las amenazas del Campanero.

– Ahora poco podemos hacer -añadió-. Por hoy ya hemos tenido suficiente.

– Me gustaría tener unas palabras con vos antes de que os marchéis -le dijo lady Mathilda-. Sir Hugo, yo soy, junto con mi hermano, que Dios lo tenga en gloria, la fundadora de esta universidad. -Lanzó una mirada desafiante a Tripham-. Creo que tengo derecho a intercambiar unas palabras con vos.

El vicerregente parecía estar a punto de protestar, pero en cambio, haciendo algunos gestos de desesperación, abandonó la sala. Los demás le siguieron. Lady Mathilda pidió a Ranulfo y a Maltote que esperaran fuera con Moth. Cerró la puerta de la biblioteca con llave y se acercó a Corbett. Se sentó en un extremo de la mesa y le hizo señales para que se sentara a su lado.

– Aquí no podrán oírnos -le susurró inclinándose hacia él-. Sir Hugo, seguramente os habrán dicho que tenéis un espía en Sparrow Hall.

Corbett se limitó a devolverle la mirada.

– Alguien que informa al rey de todo lo que pasa aquí. -Lady Mathilda se subió las mangas del vestido-. Yo soy la espía. Mi hermano servía al rey en la paz y en la guerra. Esta universidad, este colegio -bajó el tono de voz y un rubor de rabia asomó en sus mejillas-, este lugar se fundó para aprender y ahora se ha convertido en un hazmerreír.

– ¿Os pidió el rey que espiarais? -le preguntó.

El rostro sobrio de lady Mathilda se relajó, aunque sus ojos todavía brillaban de indignación.

– No, yo le ofrecí mis servicios, sir Hugo. ¿No sabéis mi historia? Siendo damisela, jugué con los caballeros de De Montfort. -Su expresión se suavizó-. Hubo un tiempo en el que era hermosa. Los hombres me suplicaban que les dejara besar esta mano que ahora veis huesuda y llena de arrugas. Los caballeros del rey a menudo llevaban mis colores en las lides y torneos. -Sonrió con malicia-. Incluso Eduardo Longshanks intentó colarse en mi lecho. Supongo que me debía al rey en la paz y en la guerra -añadió apenada. Dio una palmada con aquellos dedos ensortijados con todo tipo de joyas-. Supongo que eran tiempos felices, Corbett. Días de guerra, de ejércitos en marcha y banderas ondulantes, de espionaje y traición. Si De Montfort hubiera ganado, un nuevo rey se habría sentado en el trono de Westminster y los favores de los que gozábamos mi hermano y yo se habrían ido al traste. ¿No conocíais la historia?

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