– ¿Seguro que la ventana estaba cerrada y los cerrojos echados? -preguntó Corbett-. Quiero decir que era una noche de verano. ¿No necesitaría Ascham un poco de luz y de aire fresco?
– Yo estuve en el jardín -interrumpió Churchley-, temprano por la mañana. La ventana entonces estaba cerrada. No creo -añadió luego- que Ascham quisiera que todo el mundo viera lo que estaba haciendo.
– Claro -murmuró Corbett-, por eso la puerta tenía los cerrojos echados y estaba cerrada con llave. -Miró a Tripham-. Y funcionan correctamente, ¿verdad?
– Sí -replicó Tripham-. Podéis inspeccionarlos vos mismo. Tuvimos que fabricar una cerradura y unos pestillos nuevos además de unas bisagras de piel.
Corbett se dirigió a la puerta. Tripham le había dicho la verdad: los pestillos, las bisagras y la cerradura eran todos nuevos. Caminó hacia las manchas de sangre, las estudió con cuidado y luego se dirigió hacia la mesa del fondo al lado de la ventana. Pudo ver por todas partes marcas de manchas de sangre en el suelo.
– ¿Qué buscáis, sir Hugo?
– Estoy intentando imaginarme cómo murió Ascham, cómo pudo ser alcanzado por un cuadrillo cuando tanto la puerta como las ventanas de la biblioteca estaban cerradas, y trato de descubrir dónde debía de estar cuando sucedió.
– ¿Y?
– Bueno, sólo hay dos conclusiones lógicas a las que podemos llegar. Primera, alguien estaba en la biblioteca con él y se las arregló para esconderse aquí y luego largarse.
– ¡Eso es absurdo! -declaró Tripham-. Rastreamos toda la sala, ni siquiera una rata podría haber salido o entrado sin ser vista.
– En ese caso…
Corbett estaba a punto de continuar, pero se calló al ver llegar a la sala un criado con una bandeja de copas de vino. Se distribuyeron y Corbett tomó un sorbo de la suya. Una vez se marchó el criado, Corbett señaló hacia la ventana.
– En ese caso -repitió-, si sólo una conclusión es válida, ésa, lógicamente, debe ser la correcta.
– Pero la ventana estaba cerrada -interrumpió lady Mathilda-. Ascham quería trabajar en secreto; por eso cerró con llave y echó los cerrojos. Nunca hubiera dejado la ventana abierta.
– Ascham buscaba algo que pudiera desenmascarar al Campanero -replicó Corbett-. Vino aquí, cerró y echó los pestillos de la puerta y la ventana. Sin embargo -continuó-, lo que no sabía es que su asesino le vigilaba de cerca. A última hora de la tarde -Corbett señaló la puerta-, Ascham estaría probablemente sentado ahí estudiando algunos manuscritos o libros, un asunto del que os hablaré más tarde. De pronto escuchó un golpe en la ventana. Concentrado en sus estudios, Ascham quizá pensó que se trataba sólo de alguien que intentaba llamar la atención. Descorre los pestillos y abre la ventana. La persona de la que ha estado sospechando se encuentra frente a él, con una pequeña ballesta en la mano y entonces dispara. Ascham retrocede; naturalmente, querría llegar a la puerta. Luego cae al suelo y el asesino lanza dentro su nota maliciosa.
– Pero ¿quién cerró la ventana y los pestillos? -exclamó Tripham-. ¿Y cómo pudo contar el asesino con la certeza de que nadie le vería?
– Fuera de la ventana -continuó Corbett- hay una pequeña jardinera oculta del resto del jardín por un seto.
– ¡Claro! -interrumpió Norreys emocionado desde el taburete donde estaba sentado, reclinado contra las estanterías-. El asesino sólo tuvo que salir al jardín, caminar agachado entre la pared y los setos y luego llamar a la ventana.
– Pero ¿cómo pudo volver a cerrar los pestillos de nuevo? -insistió Tripham.
– El mismo Ascham podría haberlo hecho -contestó Corbett- en un intento por protegerse del asesino. Sin embargo, he examinado el cerrojo y me he hado cuenta de que la barra ha sido engrasada recientemente. Lo que probablemente hizo el asesino fue cerrar las contraventanas desde fuera con tanta fuerza que la barra simplemente cayó en su lugar. Por lo tanto, cuando vinisteis a la biblioteca visteis la barra bajada y supusisteis que la ventana también tenía echados los pestillos.
Churchley asintió. Entornó los ojos mientras estudiaba a Corbett de nuevo.
– Nadie pensó en comprobar eso -exclamó.
– Sospecho -añadió Corbett- que el asesino cerró luego la ventana, por si acaso a alguien se le ocurría indagar; no debió de costarle mucho esfuerzo.
– Entonces, ¿estáis sugiriendo -preguntó Churchley- que el asesino engrasó antes deliberadamente la barra de las contraventanas?
– En efecto, de manera que cuando tirara de ellas desde fuera se colocara en su sitio de nuevo. Observad.
Corbett se dirigió a la ventana, levantó la barra y abrió las contraventanas. A continuación cerró un lado y luego cerró el otro de un golpe: tan pronto como las contraventanas se encontraron, la barra levantada cayó en su lugar.
– Puro como la lógica -afirmó Appleston soltando una exhalación.
– ¿Alguno de los aquí presentes pensó en mirar qué era lo que Ascham estaba estudiando? -preguntó Corbett.
– Sí, yo -respondió lady Mathilda dando un paso al frente, apoyada en su bastón-. Yo lo hice, sir Hugo. Había un libro, una hoja o un manuscrito sobre la mesa, pero cuando volví a la mañana siguiente había desaparecido. -Hizo un gesto señalando la inmensidad de la estancia-. Y Dios sabe dónde o qué debía de ser.
Corbett estudió a cada uno de los profesores: ¿cuál de ellos sería el espía del rey? Seguramente un hombre de gran conocimiento e inteligencia habría notado algo extraño.
– ¿Cómo sabéis…? -Churchley hizo una pausa y miró a Langton, a quien se le había revuelto el estómago de repente e intentaba calmárselo con unas palmaditas-. ¿Cómo sabéis -continuó- que Ascham se dirigió a la ventana?
– Porque hay algunas manchas de sangre en el suelo -replicó Corbett-. Sólo algunas gotas de cuando el cuadrillo le alcanzó en el pecho. Ascham debió de darse la vuelta y alejarse de la ventana, pero luego se derrumbó. Mientras yacía en el suelo, debió de ver el rollo de pergamino que el asesino había lanzado a través de la ventana, lo cogió y empezó a escribir con sus últimas fuerzas el mensaje que -suspiró Corbett- parece que acusa directamente a Passerel.
– Y no tenéis ninguna explicación para eso, ¿verdad? -preguntó Tripham con tono amenazador.
– No, yo…
La respuesta de Corbett se vio interrumpida por Langton, que se puso de repente en pie. Tenía el rostro pálido y tenso. Dejó caer la copa y se llevó las manos al estómago. Se encaminó hacia Corbett abriendo y cerrando la boca.
– ¡Oh, Dios mío! -balbuceó-. Dios, tened piedad.
Se derrumbó sobre la mesa y luego cayó de rodillas, agarrándose con fuerza todavía el estómago. Corbett corrió a su lado. Langton empezó a sufrir convulsiones sobre el suelo; tenía el rostro morado y boqueaba intentando respirar. Corbett trató de hacerle volver en sí. A su alrededor todo era confusión; los demás no hacían más que empujarse y darse codazos. Langton tuvo su última convulsión, una fuerte sacudida. Suspiró y ladeó la cabeza: tenía los ojos abiertos y un hilillo de saliva empezó a caerle de la boca. Corbett colocó correctamente con cuidado la cabeza de Langton sobre el suelo. Intentó cerrarle los ojos pero fue imposible. Levantó la vista hacia el círculo de caras que se miraban en busca de alguna pista o señal de satisfacción por parte del asesino desconocido. Churchley se abrió paso a codazos. Se arrodilló junto al cadáver intentando encontrar el pulso en el cuello y la muñeca de Langton.
– ¡Que Dios se apiade de él! -susurró-. Está muerto. Langton está muerto.
El resto se retiró. Corbett vio cómo lady Mathilda se llevaba su copa a los labios.
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