Paul Doherty - La caza del Diablo
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Tripham golpeó la mesa y pidió silencio.
– Nuestro invitado, sir Hugo Corbett -anunció-, tiene que hacernos algunas preguntas.
– Todos sabéis -empezó Corbett con brusquedad- acerca del Campanero y de sus traicioneras publicaciones.
Los profesores evitaron encontrarse con la mirada de Corbett; en cambio se observaban los unos a los otros o bien jugueteaban cabizbajos con sus copas o cuchillos.
– El Campanero -continuó Corbett- ha proclamado que es de Sparrow Hall. Sabemos que su escritura es la de un escribano, si bien podría ser la de cualquiera, y que el pergamino es caro. En consecuencia, el escritor es un hombre de cierta riqueza y educación.
– ¡No es ninguno de nosotros! -chirrió Churchley pasando los dedos alrededor del cuello de su traje azul marino-. Ninguno de nosotros es un traidor. Satán podría decir que vive en Sparrow Hall, pero si vive o no, ésa ya es otra cuestión.
Sus palabras fueron aclamadas por un murmullo de asentimiento; incluso Langton, de voz suave, asintió con la cabeza vigorosamente.
– Entonces ¿nadie de los aquí presentes sabe nada del Campanero?
Un coro de negativas recogió la pregunta.
– Escribe y envía sus proclamas por la noche -explicó Churchley-. Sir Hugo, normalmente todos estamos deseosos de irnos a la cama. Incluso si quisiéramos salir a dar una vuelta, Oxford, por la noche, es una ciudad peligrosa. Además, las puertas están cerradas con pestillo. Cualquiera que saliera a tales horas llamaría sin duda la atención.
– Por eso -interrumpió Appleston bruscamente- el escritor debe de ser un estudiante. Algunos de ellos son pobres, pero otros son muy ricos. Se han formado en el arte de la escritura y, para los jóvenes, De Montfort todavía es un mártir.
– ¿Hay toque de queda en la residencia? -preguntó Corbett a Norreys.
– Por supuesto, sir Hugo, pero proclamarlo y ejecutarlo entre esos jóvenes de sangre caliente ya es otro cantar. Pueden entrar y salir como les dé la gana.
– Supongamos -empezó a decir Corbett-, causa disputandi que el Campanero no es ni un miembro de Sparrow Hall ni de la residencia. ¿Por qué quería entonces afirmar que lo es?
– ¡Ah! -exhaló lady Mathilda, plegándose las arrugas voluminosas de su vestido-. Se han escrito tantas tonterías sobre De Montfort… Cuando mi querido hermano vino aquí y fundó la universidad, compró las viviendas de enfrente para construir la residencia. Una mujer viuda, con su hijo, vivía en las bodegas de vino al otro lado de la calle. Era bastante buena pero estaba un poco mal de la cabeza. Al parecer, su marido había sido uno de los concejales de De Montfort. Mi hermano, que Dios le bendiga, le tuvo que pedir que se marchara. La invitó a irse a vivir a otro sitio, pero ella se negó. -Lady Mathilda pasó el dedo por el borde de su copa-. Os resumiré una larga historia, sir Hugo: La mujer decidió vagabundear por las calles con su hijo a cuestas hasta que, una noche de invierno, el pequeño murió. Entonces cogió el cadáver de su hijo y lo bajó a la calle. Tenía una campanita y empezó a tocarla. La multitud se apelotonó a su alrededor, mi hermano y yo misma también. Luego encendió una vela, elaborada, según dijo, con la grasa de un hombre al que habían colgado, y maldijo a mi hermano y a Sparrow Hall. Juró solemnemente que un día el Campanero regresaría en busca de venganza, tanto por ella como por la memoria gloriosa del también llamado conde Simón.
– ¿Y qué fue de ella? -preguntó Corbett.
Lady Mathilda sonrió; bajo la luz parpadeante de la vela le recordó a un gato: los ojos estrechos, la piel y el rostro tersos y la mano enroscada como una zarpa sobre la mesa.
– Eso sí es una coincidencia, sir Hugo. Ingresó en un convento de monjas en Godstowe, pero, debido a sus extravagancias, se marchó de allí. Ahora es la anacoreta de la iglesia de San Miguel. ¡Sí!, el mismo lugar en el que Passerel fue envenenado.
– ¿Por qué al Campanero? -interrumpió Maltote, que normalmente estaba callado, animado por el vino y resuelto a hablar-. ¿Por qué se refirió al Campanero?
– Porque, en Londres -intervino Tripham enseguida-, el Campanero de la Muerte permanece fuera de la prisión de Fleet y Newgate por la noche, antes de que llegue el día de la ejecución de los presos. De este modo avisa a los prisioneros condenados en las celdas de que les ha llegado la hora.
– Y no sólo eso -intervino Langton con timidez-. Sir Hugo, hace muchos años, yo no era más que un joven aprendiz de escribano cerca de San Pablo, cuando De Montfort levantó el estandarte de su rebelión contra el rey, las bandas de graduados eran convocadas por un heraldo que se hacía llamar el Campanero.
Corbett sonrió en señal de acuerdo, pero en el fondo se preguntó cuántos de los que vivían en Sparrow Hall habrían luchado al lado del conde muerto.
– Entonces, no sabéis nada -afirmó- acerca del actual Campanero o de esas horribles muertes de los mendigos.
– ¡Vamos, vamos! -exclamó Churchley aporreando la mesa-. Sir Hugo, sir Hugo, ¿por qué debería cualquiera de nosotros querer quitarles la vida a esos pobres desgraciados?
– Oxford está lleno de aquelarres y agrupaciones -intervino Appleston-. Los jóvenes se entretienen con ese tipo de ritos extraños y prácticas de brujería. Tenemos a hombres procedentes de marcas de occidente cuya cristiandad, por decirlo sin tapujos, es tan frágil como el cristal.
– Pero volvamos a otros asuntos que nos conciernen más directamente -replicó Corbett-. ¿Qué me decís de la muerte de John Copsale?
– Tenía el corazón débil -declaró Churchley-. Yo le preparaba a menudo un brebaje de digital para mitigar el calor y hacer que la sangre le fluyera mejor. Sir Hugo, yo era el médico de Copsale. Pudo haber muerto en cualquier momento; cuando lo amortajé para el funeral no noté nada extraño.
– ¿Dónde fue enterrado? -preguntó Corbett.
– En el patio de la iglesia de Santa María. Passerel también será enterrado allí. La universidad posee un terreno al lado del cementerio.
– ¿Dijo algo Passerel? -preguntó Ranulfo desde el fondo de la mesa-. Algo que explicara por qué Ascham escribió su nombre, o parte de él, en aquel trozo de pergamino.
– Negó acaloradamente tener culpa alguna -replicó Norreys-. Cada vez que venía a comprobar las existencias o a firmar las cuentas, el pobre soltaba todo un discurso sobre su inocencia.
– Y todos estábamos de acuerdo con él -apuntó Tripham-. El día que Ascham fue asesinado, Passerel estaba de viaje de vuelta de Abingdon.
– El cadáver de Ascham ya debía de estar frío -intervino Churchley- cuando Passerel llegó a eso de las cinco. Fue él quien inició la búsqueda del pobre Robert y, cuando forzamos la puerta, Ascham estaba tan frío como el hielo.
– ¿A qué hora creéis que murió? -preguntó Corbett.
– Sabemos que se fue a la biblioteca -contestó Tripham- a eso de la una o las dos de la tarde. Se encerró y echó el pestillo de la puerta. Debía de estar buscando algo pero nunca mencionó nada al respecto. Pero, a lo que iba: parte de aquella tarde la pasé discutiendo con lady Mathilda acerca de los beneficios de la universidad -lanzó una mirada intencionada a su derecha-. Luego bajamos a la despensa. Passerel irrumpió en la sala diciendo que la biblioteca estaba cerrada y que no había obtenido ninguna respuesta de Ascham.
– ¿Y dónde estaba el resto?
El murmullo de voces que se levantó a continuación no le sirvió de mucho. Norreys había estado en la residencia haciendo sus cuentas; el resto permaneció en sus habitaciones antes de bajar al refectorio.
– Ordené que echaran la puerta abajo -explicó Tripham-. Cuando entramos, Ascham yacía sobre un charco de sangre con la carta a su lado; la vela se había consumido prácticamente y la ventana del jardín estaba cerrada.
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