Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Cada hombre recorre su camino, majestad.

– Oh, sí, Ranulfo, y a veces camina solo. Si Corbett no vuelve de forma permanente a mis servicios -añadió-, entonces lo haréis vos. -El rey sonrió-. Veo la ambición en vuestros ojos, Ranulfo-atte-Newgate; arde como una llama. Ahora sabéis francés y latín, ¿verdad? Sois un experto en redactar y sellar correspondencia. Un hombre de movimiento rápido, buen ojo y manejo de la espada a quien no le importa atrapar y matar a los enemigos del rey.

– Lo que vuestra majestad piensa, vuestra majestad debe creer.

Los dedos del rey se relajaron; pasó un brazo sobre los hombros de Ranulfo, atrayéndolo hacia sí.

– Corbett es un buen hombre -susurró el rey Eduardo-, fiel y honesto, con una gran pasión por las leyes. Irá a Oxford, Ranulfo, y atrapará al Campanero. Pero sé que vos, sin embargo, tenéis una misión especial.

– No os entiendo, majestad.

– No quiero que traigáis al Campanero para que sea juzgado en un tribunal delante del estrado real en Westminster. No quiero que se forme un pulpito a su costa que me aleccione a mí y a mi gente sobre el bueno de De Montfort. -Las palabras le salieron a tropel. Los ojos del rey no se apartaban de los de Ranulfo.

– Sigo sin entender, majestad.

– ¡Majestad, majestad! -repitió en tono de burla el rey-. Lo que vuestra majestad desea, Ranulfo-atte-Newgate es que cuando Corbett atrape al Campanero, vos le matéis. ¿Lo entendéis? Llevad a cabo esa justa ejecución en representación de vuestro rey.

Luego el rey Eduardo se desembarazó de él con educación y se reunió con sus compañeros. Aquel encuentro no había hecho más que alimentar la ambición de Ranulfo; sin embargo, estaba preocupado: había algo que el rey no mencionó. Ranulfo golpeó la empuñadura de su daga: el Campanero parecía tener intenciones de enfrentar a la Corona y a Sparrow Hall. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que matando al principal escribano del rey? Ranulfo cerró la ventana. Se quitó las botas y se tumbó en la cama. Estuvo un rato pensativo antes de volverse y apagar la vela; tenía en mente a Ap Thomas y a los estudiantes del refectorio. Una noche, pronto, pensó, debía descubrir por qué Ap Thomas y sus amigos tenían briznas de hierba húmeda en sus botas y calzas. Allí no había ningún jardín y las calles de Oxford estaban llenas de lodo. ¿Habría estado Ap Thomas en otra parte, en el campo donde aquellos horribles cadáveres fueron encontrados? ¿Y qué había de aquellos amuletos que llevaban los estudiantes alrededor del cuello…?

* * *

Corbett se arrodilló en una capilla lateral de la iglesia de San Miguel consagrada a los Ángeles Guardianes. En el altar el cura celebraba una misa solitaria al amanecer. Corbett se volvió sobre sus hombros y sonrió. Maltote estaba apoyado contra un pilar con los ojos cerrados y la boca babeando; todavía no se había recuperado de la fiesta de la noche anterior. Ranulfo estaba sentado sobre sus talones, también con los ojos cerrados; Corbett se preguntó a qué dios le estaría rezando su criado. Ranulfo nunca hablaba de religión, pero iba sin rechistar a misa y a los sacramentos. La mirada de Corbett se posó ahora en las paredes de la iglesia. Las escenas de caza que había pintadas le mantenían intrigado: a la izquierda, demonios con grandes redes cazaban almas en un bosque mítico, mientras debajo los ángeles, con las espadas desenvainadas, intentaban rescatar a los virtuosos de sus trampas. En otra pared, el artista, con trazos de colores muy llamativos y enérgicos, había pintado el mundo al revés: a un conejo como el cazador y a un hombre como la presa. A Corbett le interesó particularmente una liebre enorme, de color marrón bermejo, con la barriga blanca como la nieve, que caminaba de pie sobre sus patas traseras con una red colgando sobre sus hombros en la que llevaba atrapadas almas desventuradas.

Una vez terminada la misa, Corbett hizo una pregunta al padre Vicente.

– ¡Oh! -sonrió el padre-. ¿Así que os gustan nuestras pinturas?

Se quitó la casulla, doblándola con cuidado antes de colocarla en los escalones del altar.

– Entonces son originales -dijo Corbett.

– Sí, yo mismo las pinté -respondió el padre Vicente con orgullo-. Me temo que no soy muy buen pintor, pero cuando era joven, fui cazador montero, un guardabosque al servicio del rey en Woodstock. -El padre acabó de despojarse y sopló las velas del altar-. Así que vos sois el escribano del rey, ¿no es cierto? -preguntó-. ¡Cuántas visitas hemos tenido! Pero vos no habéis venido a contemplar mis obras; habéis venido por el pobre Passerel, ¿verdad?

El padre les hizo bajar las escaleras y señaló la entrada de la reja que separaba la nave del coro.

– Aquí es donde cayó el pobre hombre, muerto como el gusano que era, con el rostro completamente hinchado y el cuerpo retorciéndose de dolor. -Dio unas palmaditas en el hombro de Corbett y señaló a Maltote-. Puede sentarse en uno de los taburetes si lo desea. Parece que todavía no se ha despertado.

Maltote obedeció de buena gana mientras el padre Vicente llevó a Ranulfo y a Corbett fuera del santuario. Los condujo detrás del altar.

– Aquí es donde dejé a Passerel. Le traje una jarra de vino y un plato de comida, después se metió en el santuario. No me dijo mucho, así que me marché. Le dije a toda la cuadrilla de estudiantes que le perseguían que, si no se marchaban del campo santo, los excomulgaría allí mismo. Dejé la puerta lateral abierta y me fui a la cama.

– ¡Manteneos despierto! -gritó una voz-. ¡Manteneos despierto y alerta! Satán es como un león rugiendo que deambula buscando a quien puede comerse.

Ranulfo se volvió y se llevó la mano a la daga ante aquella voz que retumbó por toda la iglesia como una campana.

– Es sólo Magdalena, nuestra anacoreta -se disculpó el padre Vicente.

Corbett fijó su atención en las extrañas estructuras de cajas construidas sobre la puerta principal. Le recordó a un nido que Maeve había configurado y colocado en los árboles durante el invierno para que los pájaros pudieran resguardarse.

– ¿No sabéis nada acerca de la muerte de Passerel? -preguntó.

– Nada de nada.

– ¿Y no pudo Magdalena avisaros de lo que pasaba?

– ¡Oh! Está medio loca -susurró el padre-. Como ya le he dicho, le di de comer a Passerel y me fui a dormir. La puerta lateral estaba abierta por si deseaba salir y hacer de vientre.

– ¿Y no dijo nada? -insistió Corbett-. Nada que explicase por qué había huido tan despavoridamente de Sparrow Hall.

– No, sólo estaba asustado. El pobre hombre -contestó el padre Vicente-. Pero no hacía más que lloriquear diciendo que era inocente.

Corbett miró por encima del hombro a Ranulfo, que intentaba despertar a Maltote.

– ¡Maltote! -le ordenó-. ¡Volved a Sparrow Hall y esperadnos allí!

Maltote no necesitó que se lo dijeran dos veces; se dirigió a la puerta principal de la iglesia y salió por ella.

– Me gustaría conocer a la anacoreta -dijo Corbett-. Según tengo entendido no sólo vio la sombra del asesino de Passerel, sino que, hace muchos años, maldijo al fundador de Sparrow Hall, a Henry Braose.

– ¡Ah! Así que os han contado la leyenda.

El padre Vicente los condujo al otro extremo de la iglesia y se detuvo ante la celda de la anacoreta.

– ¡Magdalena! -la llamó-. Magdalena, tenemos visita del escribano del rey. Desea hablar con vos.

– Aquí estoy -respondió una voz-, al servicio del rey de reyes.

– Magdalena, soy sir Hugo Corbett, el escribano del rey. No deseo causaros ningún daño. Debo haceros unas preguntas, pero preferiría no violar vuestra intimidad entrando en la celda. Antes de que me vaya, quisiera pediros un favor, ¿podríais encender unas velas y rezar por mi alma?

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