Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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Corbett vio cómo la cortina de piel que cubría la ventanilla se corría despacio. Entrevió a una mujer de cabellos grises, una figura desgarbada que andaba arrastrando los pies por la estrecha galería y, a continuación, escuchó unos pasos de sandalias sobre escalones de piedra. Magdalena entró en la iglesia. Andaba medio encorvada; su cabello, canoso y sucio, le llegaba hasta la cintura. Los ojos le brillaban, pero Corbett se quedó petrificado al ver la manera tan llamativa en la que llevaba pintada la cara: tenía la mejilla derecha de color negro; la izquierda, de blanco. En las manos llevaba un espejito de mano agrietado. Se acercó y se sentó en la base de un pilar. Magdalena se miró al espejo; sus dedos delgados y huesudos agarraban con fuerza el rosario que llevaba alrededor de su muñeca izquierda. Movía los labios sin pronunciar palabra como si recitara una oración. Levantó la vista y sus ojos penetrantes estudiaron a Corbett.

– Bueno, escribano de rostro oscuro, ¿qué queréis de la pobre Magdalena? -Miró a Ranulfo-. Vos y vuestro hombre de guerra, ¿por qué perturbáis mi reposo?

– Porque tengo entendido que veis cosas.

Corbett se agachó a su lado y sacó una moneda de plata de su zurrón.

– Magdalena ve muchas cosas en la oscuridad de la noche -contestó-. He visto demonios salidos del mismo infierno y la gloría de la luz de Dios iluminando el santuario. Soy la pobre pecadora del Señor. -Se golpeó la cara con el espejo-. Hubo un tiempo en el que fui buena. Ahora me pinto la cara de blanco y negro y no me separo de este espejo. El negro es la insignia de la muerte; el blanco, el color de mi mortaja.

– ¿Y qué otras cosas veis? -preguntó Corbett. Señaló hacia su celda-. Os arrodilláis encima de la puerta de la iglesia, ¿habéis visto al Campanero?

– Le he oído -contestó-. La noche en la que colgó sus proclamas en la puerta, respirando con dificultad, faltándole el aire. Ahora bien, digo yo, si hay un hombre al que persiguen los demonios, pues ya le está bien -añadió; su tono de voz se volvió cantarín-. Sparrow Hall es un lugar maldito, construido sobre arena. -Elevó la voz-. Vendrán las lluvias, soplará el viento y esa casa se derrumbará y merecida será su caída.

– ¿De qué maldición habláis? -preguntó Corbett.

– Hace años, rostro oscuro -pellizcó a Corbett en un lado de la boca-. Tenéis los ojos hundidos, pero vuestra mirada es sincera. No deberíais estar aquí conmigo, sino con vuestra mujer e hijo. -Se dio cuenta de la cara de sorpresa que puso Corbett-. Puedo ver que pertenecéis a una dama -continuó-. Mi marido se parecía a vos. Era un hombre fino; fue a luchar al lado del gran De Montfort. Nunca volvió a casa: cortaron en mil pedazos su cuerpo, como tajadas de carne de un carnicero. Sólo mi hijo y yo nos quedamos en la casa. Vivimos en la bodega y en los pasadizos, oscuros pero seguros. -Sopló el hilillo de espuma que le caía de la boca, apretujando su rosario contra el espejo-. Pero luego llegó Braose, arrogante como él solo, siempre tan altivo como si fuera alguien sagrado. Él y la emperifollada arpía de su hermana me echaron a la calle. Mi hijo murió más tarde y yo los maldije por ello. -Magdalena golpeó las cuentas del rosario-. Ahora el Campanero ha vuelto proclamando que con él llegarán la muerte y la destrucción.

– Pero vos no sabéis quién es el Campanero, ¿verdad? -preguntó Corbett.

– Un demonio enviado del infierno, un diablillo que no ha hecho más que empezar su juego.

– ¿Y visteis morir al pobre Passerel?

Magdalena levantó la cabeza. Tenía una mirada malvada.

– Estaba arrodillada frente a mi ventana -contestó-, con la mirada fija en la luz del Señor. -Señaló hacia el santuario-. Oí cómo alguien abría la puerta y una oscura figura entró como un ladrón en la noche. Sí, así es como pasó. Salió de la nada, como una trampa. Passerel, aquel hombre estúpido, se bebió el vino y murió en su pecado ante el Todopoderoso. ¡Oh! -Cerró los ojos-. ¡Qué cosa más terrible es para un alma pecadora caer en las manos de Dios!

– ¿Cómo era aquella figura? -interrogó Corbett.

Magdalena estudiaba ahora la moneda de plata que Corbett sostenía en la mano.

– No pude ver nada -respondió en tono de hastío-; llevaba una capucha y una cogulla, no vi más que una sombra. -Se puso en pie de un respingo-. Ya os he dicho bastante.

Corbett le dio la moneda y la anacoreta se volvió hacia las escaleras. El padre Vicente los condujo fuera de la iglesia.

– ¿Qué pasó con la jarra y la copa? -preguntó Corbett.

– Las tiré -contestó el padre-. No eran gran cosa, de esas que podéis encontrar en cualquier taberna.

Corbett le dio las gracias. Bajaron por el camino del cementerio y salieron por la puerta.

– ¿Podemos comer algo? -preguntó Ranulfo esperanzado.

Corbett sacudió la cabeza.

– No, primero debemos ir a San Osyth.

– No descubriremos nada allí -protestó Ranulfo.

– O quizá sí -sonrió Corbett.

Le preguntaron cómo llegar hasta el hospital a un vendedor ambulante, bajaron por una calle y se adentraron en Broad Street. Parecía que iba a hacer un buen día. Las vías estaban abarrotadas: había carros a rebosar de mercancías, barriles y toneles que entorpecían el paso y un ruido estridente que transportaba el aire procedente de las tiendas y tenderetes que abrían para otro día de trabajo. Se oía el repiquetear de los martillos en un sitio, las anillas de las cubas y las tinas se enarcaban en otro; de las tiendas de comida procedía ruido de vasos y platos. Hombres, mujeres y niños se movían de un lado para otro de las calles, se apelotonaban, empujaban y daban codazos los unos a los otros. Las casas a ambos lados de las vías estaban abiertas, los contrafuertes que sostenían sus paredes inclinadas hacían aún más difícil el tránsito de las calles. Carreteros y vendedores ambulantes se peleaban e insultaban. Los porteadores, empapados de sudor bajo el peso de sus cargas, intentaban abrirse camino golpeando a la multitud con sus varillas blancas de sauce. Gordos mercaderes, agarrando bien sus bolsas de dinero, se movían de las tiendas a los tenderetes. Los vendedores ambulantes, con sus bandejas colgando de una cuerda alrededor del cuello, intentaban engatusar a todo el mundo, incluyendo a Corbett y a Ranulfo. Hubo un momento en el que aquél se vio obligado a hacer un alto y se llevó a Ranulfo a un lado, hacia la entrada de una tienda. Un aprendiz, pensando que querían comprar, les empezó a tirar de la manga hasta que se vieron forzados a continuar.

– ¿Siempre es así? -preguntó Ranulfo.

Los gritos estridentes que cortaban el aire de la calle ahogaron cualquier respuesta por parte de Corbett. «¡Guisantes calientes!» «¡Trozos de carbón!» «¡Escobas nuevas!» «¡Escobas verdes!» «¡Pan y comida, por el amor de Dios, para los pobres prisioneros del Bocardo!» Los mendigos se enganchaban como pulgas haciendo sonar sus platillos vacíos. Los verduleros ofrecían manzanas relucientes de los huertos de la ciudad y, en el mercado de enfrente, los pregoneros luchaban encarnizadamente por ver quién gritaba más alto o daba más nuevas. Incluso las prostitutas y sus chulos se paseaban en busca de clientes. Por todas partes había estudiantes, algunos vestidos con trajes de seda, otros con harapos, que se paseaban en grupos, con la mirada alerta, sin apartar las manos de las empuñaduras de sus dagas.

Corbett se detuvo en la taberna Las Chicas Alegres y le dijo a Ranulfo que entrara y reservara una habitación que más tarde podrían utilizar. Después, siguieron abriéndose camino hasta Carfax y bajaron por un callejón estrecho y sucio que los condujo al hospital de San Osyth, un edificio destartalado de tres plantas que se alzaba protegido por un muro. La puerta estaba abarrotada de mendigos. En el patio de guijarros, un hermano lego de mirada cansada, vestido con un hábito marrón atado por un cordel sucio alrededor de la cintura, distribuía pan de centeno seco entre unos cuantos. Los demás hacían cola delante de una mesa donde otros dos hermanos servían platos de carne y verduras humeantes. Corbett y Ranulfo siguieron adelante.

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