Paul Doherty - La caza del Diablo
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– Nunca había visto un lugar como éste -dijo Ranulfo-, ni siquiera en Londres.
Corbett se limitó a asentir. Debería de haber por lo menos un centenar de mendigos allí, algunos de ellos jóvenes y vigorosos, aunque la mayoría eran viejos encorvados vestidos con harapos. Muchos habían sido soldados y todavía sufrían terribles heridas de guerra: uno tenía el rostro escaldado porque le había caído encima agua hirviendo, a otro le faltaba un ojo y tenía la cuenca totalmente cerrada, un buen número tenía las piernas retorcidas o encorvadas y muchos caminaban con la ayuda de unas muletas. Corbett se quedó sorprendido por algo que ya había visto en otros hospitales: a pesar de la edad, las heridas y la pobreza, aquellos hombres estaban resueltos a seguir viviendo, a arrancar lo poco que les quedara de vida. De algún modo, concluyó, la muerte de aquellos hombres era mucho más cruel que los asesinatos acaecidos en Sparrow Hall. Éstos eran inocentes: hombres que, a pesar de su situación sobrecogedora, seguían luchando.
– ¿Puedo ayudaros en algo?
Corbett se volvió. La voz era dulce y agradable, aunque procedía de un hombre alto y fornido. Vestía un hábito marrón de franciscano, llevaba la cabeza bien tonsurada, pero su rostro parecía el de un sapo bonachón, con unos ojos brillantes y unos labios gruesos siempre sonrientes.
– Siento ser tan feo -declaró el franciscano. Dio una palmadita a Corbett en los hombros; su mano parecía la zarpa de un oso-. Puedo ver lo que habéis pensado en vuestros ojos, señor. Soy feo para los hombres, pero quizá Dios me vea de otro modo.
– Busco al guarda -dijo Corbett-. Ningún hombre que trabaje entre los pobres puede ser feo.
El fraile estrechó la mano de Corbett.
– Deberíais ser un maldito franciscano -gruñó-. Pero ¿quién demonios sois de todos modos?
Corbett se lo explicó.
– Bueno, yo soy el hermano Angelo -se presentó el fraile-. También soy el guarda. Éste es mi feudo, mi palacio. -Levantó la vista, entornando los ojos ante el sol cegador-. Alimentamos a doscientos mendigos cada día -continuó-, pero vos no estáis aquí para ayudarnos, ¿verdad, Corbett?, y por supuesto tampoco nos habréis traído oro de parte del rey.
Le indicó a Corbett que subiera las escaleras hacia el hospital y le condujo a su celda, una cámara estrecha y de paredes blanqueadas. Corbett y Ranulfo se sentaron en la cama mientras que el padre Angelo lo hizo en un taburete a su lado.
– Estáis aquí por lo del Campanero, ¿me equivoco? Habéis oído todo lo que se dice sobre ese loco bastardo y las muertes de Sparrow Hall.
– El rey también ha oído hablar de las muertes ocurridas aquí en San Osyth, y -añadió Corbett con rapidez al ver cómo sonreía el franciscano- de los cadáveres encontrados en los bosques de las afueras de la ciudad.
– Sabemos muy poco sobre eso -confesó el hermano Angelo-. Mirad a vuestro alrededor, señor escribano: éstos son hombres pobres, decrépitos, mendigos viejos. ¿Qué ser sobre la faz de esta tierra podría ser cruel con ellos? No tiene ninguna justificación -añadió-, no puedo ayudarle.
– ¿No habéis oído rumores? -preguntó Corbett.
El hermano Angelo sacudió la cabeza.
– Nada, excepto las absurdas conjeturas de Godric -añadió-. Pero como veis, Corbett, aquí los hombres van y vienen como quieren. Piden limosna en las calles de la ciudad. Están indefensos, son presa fácil del odio o de la maldad de cualquiera.
– ¿Os acordáis de Brakespeare? -preguntó Corbett-. Era un soldado, un antiguo oficial del ejército del rey.
– Hay tantos -se disculpó el hermano Angelo sacudiendo la cabeza. Echó un vistazo a Ranulfo-. Vos parecéis un hombre de guerra. -Señaló la espada, la daga y las botas de piel de Ranulfo-. Camináis como un pavo real. -Se inclinó y tocó la piel de los nudillos de Ranulfo-. Salid fuera, joven, y ved vuestro futuro. Ellos también caminaban altivos bajo el sol hace no mucho. Pero vamos, os ayudaré a encontrar al viejo Godric.
Los condujo afuera, bajaron por un pasillo de paredes blanqueadas, subieron algunas escaleras y entraron en un largo dormitorio. La habitación era austera; sin embargo, habían fregado bien las paredes y el suelo, y olía a jabón y a hierbas de suave fragancia. A cada lado de la pared había una hilera de camas con un taburete en un lado y una mesa toscamente labrada al otro. La mayoría de los ocupantes estaban dormidos o medio amodorrados. Los hermanos legos se movían de un lado para otro, lavando las caras y las manos de los enfermos para prepararlos para la primera comida del día.
Ranulfo se quedó atrás.
– Yo nunca seré un mendigo -susurró-, amo: seré rico o dejaré que me cuelguen.
– ¡Vamos!
El hermano Angelo les hizo señales para que se acercaran a la cama en la que yacía un hombre apoyado contra el cabezal: era calvo, tenía un rostro cenizo lleno de arrugas y parecía cansado aunque tenía unos ojos muy vivos.
– Este es Godric -explicó el hermano Angelo-, un miembro muy antiguo de mi parroquia. Un hombre que ha mendigado en Londres, Canterbury, Dover e incluso en Berwick durante la marcha escocesa. Muy bien, Godric. -El hermano Angelo le dio unas palmaditas en la calva-. Decidles a nuestros visitantes lo que habéis visto.
Godric volvió la cabeza.
– He estado en los bosques -susurró.
– ¿Qué bosques? -preguntó Corbett.
– ¡Oh! En los del norte, los del sur y los del este de la ciudad -contestó Godric.
– ¿Y qué habéis visto, buen hombre?
– Dios es mi testigo -respondió el mendigo-: he visto el fuego del infierno, al demonio y a toda su tropa bailando a la luz de la luna. Escuchad lo que os voy a decir -cogió la mano de Corbett-: el diablo ha llegado a Oxford.
Capítulo VII
Corbett extendió su mano sobre la del mendigo:
– ¿Qué demonios? -preguntó.
– Fuera, en los bosques -replicó Godric-, bailando alrededor de las hogueras de Beltane. [3]Vestían con pieles de cabra, ya lo creo.
– ¿Y visteis sangre? -preguntó Corbett.
– Oh, sí, en sus manos y caras -continuó Godric-. Veréis, señor, cuando joven, fui cazador furtivo. Podía salir y cazar conejos y atrapar un buen faisán en un abrir y cerrar de ojos. Desde principios de esta primavera probé suerte y dos veces vi bailar a los demonios.
– ¿Cuántos había?
– Por lo menos trece. El número maldito -respondió desafiante.
– ¿Y se lo habéis dicho a alguien más? -insistió Corbett.
– Se lo dije al hermano Angelo pero se rió de mí. -Godric reclinó la cabeza sobre el cojín-. Eso es todo lo que sé y ahora el viejo Godric tiene que dormir. -El mendigo giró la cara hacia el otro lado.
Corbett y Ranulfo salieron de la enfermería. Siguieron al hermano Angelo, bajaron las escaleras y salieron al patio, todavía abarrotado de gente.
– ¿Habíais escuchado antes historias como ésas? -interrogó Corbett.
– Sólo he oído ese tipo de chismes a Godric -contestó el fraile-. Pero, sir Hugo -el rostro lúgubre y rechoncho del hermano adoptó un semblante solemne-, Dios sabe si dice todas esas cosas en su sano juicio. -Levantó una de sus manazas en señal de bendición-. Ahora me despido de vos.
Corbett y Maltote salieron del hospital y se adentraron en Broad Street. Ya no había tanto gentío, porque las facultades estaban abiertas y los estudiantes habían volado hacia allí para atender a sus primeras clases de la mañana. Corbett le hizo a Ranulfo atravesar la calle, pisando con cuidado sobre la tabla de madera que habían colocado encima del gran albañal que olía a rayos y que cortaba el paso céntrico de la vía.
Fuera de la taberna de Las Chicas Alegres, un vendedor, que tenía su puesto al lado del de un barbero, arrojaba intestinos y tripas en medio de la calle. Al lado de la parada, un cazador de ratas encapuchado, con sus perros de mirada feroz sentados a su lado, buscaba clientes y chillaba acallando el ruido de la calle:
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