– ¿Lo decís por el Campanero?
– Claro, todos hemos oído hablar de esas proclamas, pero no sabemos leer. Me pregunto, como el resto, ¿cómo puede alguien entrar y salir de Sparrow Hall a su libre albedrío?
Corbett miró a Ranulfo, que sacudió la cabeza. Entonces rebuscó en su zurrón y sacó una moneda. Granvel, más relajado, se sintió orgulloso de haberle servido de ayuda.
– Y lo mismo podría decirse del envenenamiento del viejo profesor Langton. ¿Cómo pudieron envenenar el vino? Todo el mundo bebió de la misma jarra. De todos modos -continuó casi balbuceando-, como ya he dicho, ayer por la noche el profesor Appleston regresó muy enfadado. Alguno de los soldados que vigilaban la residencia fue bastante desagradable. Agarraron al profesor por la capa y le arrearon un puñetazo en la boca. Bueno, cuando el profesor Appleston llegó al recibidor estaba que echaba chispas: sangrando por la herida abierta de la boca. Se quejó al profesor Tripham, le dijo que sabía que tenía que haber soldados en los alrededores, pero que le golpearan era pasarse de castaño oscuro.
– ¿Y luego comió algo? -preguntó Corbett.
– Oh, no, señor. -Granvel volvió a perder la voz-. Es lo que ya os he dicho antes. Aquí pasan cosas muy extrañas. Todo el mundo sospecha de todo el mundo. Pero no, se retiró a sus aposentos para irse a dormir. Le traje algo de agua fresca y se cambió. Tenía puesta su camisa y su traje de piel cuando subí con el vino.
Corbett señaló a la copa que había junto a la cama.
– ¿Esa copa?
– Sí, ésa es. En la cocina hay miles como ésa. El profesor Appleston estaba sentado en el escritorio. Le dejé el vino y me marché.
– ¿Y eso fue todo?
– ¡Oh! No, señor -Granvel sonrió mostrando los dos únicos dientes que tenía como dentadura-. El profesor Tripham subió a verle.
– ¿Y quién más?
– El profesor Churchley le trajo una tintura; creo que era manzanilla. Y me parece que era para la herida de la boca.
– ¿Y vino alguien más?
– ¡Oh, sí, sí! Esa foca de baile vino más tarde. «Quiero ver al profesor Tripham», dijo. «Sí -contestó Tripham-, y yo también deseaba veros. No estoy en absoluto de acuerdo con el trato que ha recibido el profesor Appleston.»
– ¿Y qué pasó luego?
Granvel se movió en el taburete.
– «Bueno, os ruego que no lo tengáis en cuenta -dijo el baile-; yo mismo me disculparé ante el profesor Appleston.» -Granvel se encogió de hombros-. Luego le llevé hasta el cuarto y le esperé en el pasillo.
– Vamos, señor Granvel, ¿y no oísteis nada?
El hombre sonrió, sus ojos se fijaron en la segunda moneda que Corbett tenía entre los dedos.
– Bueno, era difícil no hacerlo, señor. No escuché con claridad las palabras pero elevaron el volumen de voz. Y luego, Bullock, tal y como indica su nombre y su naturaleza, ese toro, salió con aires de grandeza de la habitación y casi me derribó al suelo. -Granvel abrió las manos-. Después de eso, señor, regresé a mi cuarto, que está debajo de las escaleras. Aunque, bueno, luego volví a subir como de costumbre.
– ¿Cómo de costumbre? -preguntó Corbett.
– Sí señor, son las reglas de la universidad. Ya sabéis que los profesores estudian con la luz de las velas. Después de medianoche, yo, como el resto de criados, subo a los pisos de arriba para echar un último vistazo a la habitación de mi señor.
– ¿Y?
– Nada. Llamé a la puerta. Intenté abrir pero estaba atrancada.
– ¿Y era lo normal?
– El profesor Appleston lo hacía a veces, cuando tenía alguna visita o no quería que nadie le molestara. Así que me marché
– Pero ¿la habitación estaba cerrada con llave?
– Sí, sí. Así que pensé que le dejaría tranquilo durante una hora y cuando más tarde regresé la puerta ya estaba abierta. La abrí con cuidado y miré dentro. Las velas estaban apagadas, no había luz, por lo que cerré rápidamente y me fui a la cama.
– ¿Y no sabéis nada más?
– No, nada más, señor.
Corbett le dio la moneda.
– Mantened la boca cerrada, señor Granvel. Y gracias por todo lo que nos habéis contado.
Ranulfo abrió la puerta y al criado le faltó tiempo para salir de allí.
– ¿Y entonces, amo?
Corbett sacudió la cabeza.
– Cuando era un chaval, Ranulfo, hubo un asesinato en mi pueblo. Nadie sabía quién era el responsable. Un labrador había sido encontrado en el gran pantano que había a las afueras de la aldea, con un cuchillo entre las costillas. Mi padre y otros le sacaron el cuchillo y llevaron el cadáver a la iglesia. Nuestro cura obligó a cada uno de los aldeanos a caminar alrededor del cuerpo. Invocaba así la antigua creencia de que un cadáver siempre sangraba en presencia de su asesino. Lo recuerdo muy bien. -Corbett hizo una pausa-. Yo me quedé al fondo de la iglesia, viendo a mis padres y a todos los adultos caminar despacio alrededor del muerto. Las velas brillaban en los dos extremos del ataúd y llenaron la iglesia de sombras.
– ¿Y el cuerpo sangró?
– No, no sangró, Ranulfo. Sin embargo, mientras los hombres caminaban a su lado, nuestro cura, un hombre muy astuto, se dio cuenta de que a uno de los ciudadanos le faltaba un cuchillo. Lo llevó a un lado y, en presencia del baile, lo registró detenidamente. La sangre que no brotó del cadáver la encontraron en la túnica de aquel hombre; además, no pudo dar ninguna explicación convincente sobre dónde estaba su cuchillo. Luego confesó su culpabilidad y corrió en busca de refugio a la iglesia.
– ¿Y creéis que lo mismo ha sucedido esta vez?
Corbett sonrió, se levantó y retiró las sábanas.
– Mira su cara con atención, Ranulfo. ¿Qué ves? Fíjate especialmente en los labios.
– Tienen una herida -Ranulfo señaló las costras de sangre-, y no muy bien curada.
– Sí, pensé en ello cuando Granvel mencionó la tintura de manzanilla. Parece como si se la hubieran frotado.
– Pero ¿Granvel dijo eso?
Corbett sacudió la cabeza.
– Mira la copa, Ranulfo. No hay ninguna marca en el borde. ¿Crees que un hombre tan limpio y preciso como Appleston se iría a dormir con una herida sangrando? Y, lo más importante -dijo Corbett mientras quitaba los cojines de debajo de la cabeza del muerto-: los cuatro estaban juntos. Corbett les dio la vuelta uno a uno y finalmente soltó un suspiro de satisfacción: en el medio de uno de los cojines había unas pequeñas manchas de sangre y trozos de costras endurecidas todavía pegadas al lino.
– El profesor Appleston no se suicidó -Corbett declaró-. Te diré lo que ha pasado, Ranulfo. Ayer por la noche alguien vino aquí, le hizo una visita amistosa, y quizá trajo consigo una jarra de vino. Quienquiera que llenara la copa de vino vertió además una poción somnífera. Appleston cayó en un profundo sueño y luego el asesino, nuestro Campanero, cogió un cojín, lo colocó sobre la cara de Appleston y lo asfixió sin más: por eso la habitación estaba cerrada con llave cuando Granvel regresó.
Corbett le pidió a Ranulfo que conservara la calma mientras bajaban las escaleras. Bullock estaba sentado en el recibidor con Tripham, lady Mathilda y Moth, detrás de ella como un fantasma. Churchley y Barnett estaban sentados en el alféizar de la ventana, con las cabezas juntas.
– ¿Y bien? -preguntó Bullock poniéndose en pie.
– El profesor Leonard Appleston no era el Campanero -afirmó Corbett-, ni tampoco se suicidó. No os voy a dar la prueba en la que me baso para tal afirmación. -Acarició el libro que había encontrado en la cámara de Appleston-. Ayer por la noche alguien vino, mató al pobre Appleston y se las arregló para que pareciera que era el Campanero. -Paseó la mirada entre los presentes-. Sparrow Hall es un nido de asesinos -añadió.
Читать дальше