Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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La puerta de la sacristía se abrió y el padre Vicente salió por ella. Se arrodilló frente a la reja que separaba el coro de la nave y atravesó la iglesia. Ranulfo se puso en pie para recibirlo, sin intenciones de asustar al padre.

– ¿Quién es? -preguntó el cura deteniéndose, atisbando a través de la oscuridad.

– Ranulfo-atte-Newgate.

– Ya me parecía haber oído un ruido -añadió el padre Vicente. Hizo sonar el puñado de llaves que llevaba en las manos-. Ahora debo cerrar. -Se acercó y vio el libro que tenía Ranulfo-. ¿Estabais en vuestras oraciones, señor?

– ¡Estaba rezando! -gritó Magdalena-. ¡Estaba rezando por el juicio de Dios sobre Sparrow Hall!

– Son Las confesiones - explicó Ranulfo-, Las confesiones de san Agustín. Lo tomé prestado de la biblioteca de Sparrow Hall.

El padre cogió el libro y lo sopesó en las manos.

– ¿Os ayudará esto a coger a vuestro asesino? -preguntó con calma.

– No he venido para eso, padre. Vine a rezar.

– ¿Queréis que escuche vuestras confesiones? -Los ojos cansados y ancianos del cura no se apartaron de los de Ranulfo-. ¿Queréis que os dé la bendición, Ranulfo-atte-Newgate?

– He cometido tantos pecados, padre…

– La absolución los acepta todos -replicó el padre.

– He cometido lujuria, he ido de putas, me he entregado a la bebida. -Ranulfo le arrebató el libro de las manos-. Y sobre todo, padre, he matado. He matado a un hombre esta tarde.

El cura retrocedió.

– Fue en defensa propia -explicó Ranulfo-. Tuve que matarle, padre.

– Si fue así -contestó el cura-, no cometisteis ningún pecado.

– Pero tengo intenciones de volver a matar -añadió Ranulfo-. Deseo matar al asesino de mi amigo y llevar a cabo su ejecución.

– Eso es asunto de la ley -apuntó el padre a continuación.

– Le mataré, padre.

El cura se santiguó.

– Entonces no puedo daros la absolución, hijo mío.

– No, padre, no pensaba que pudierais

Ranulfo se arrodilló y sin volver ni una sola vez la vista atrás salió de la iglesia.

* * *

Corbett estaba en su escritorio y acercó dos velas de sebo para iluminar con su luz el trozo de pergamino que tenía enfrente. Fuera, en el patio, los perros aullaban a la luna. De vez en cuando se oían ruidos de risas y jaleo procedentes de la planta de abajo. Corbett había abierto las contraventanas. La brisa de la noche era cálida, agradable y entremezclaba la fragancia de las flores del patio con los olores más placenteros de la cocina y del jardín. Corbett se sentía intranquilo. Bajó la vista hacia el trozo de pergamino en blanco e hizo un esfuerzo por poner en orden sus pensamientos.

– ¿Qué tenemos aquí? -se preguntó. Hundió la pluma en el bote de tinta.

Asunto 1: El que se hace llamar el Campanero cuelga sus mensajes en las puertas de las iglesias y residencias de todo Oxford. Ataques crueles contra el rey, pero, ¿a quién, aparte de a su majestad, le importan realmente?

Asunto 2: ¿Cuál de los profesores de Sparrow Hall podría moverse con tanta rapidez por todo Oxford? ¿Tripham? ¿Appleston? Barnett seguramente no, ya que parece dedicar su vida a expiar todos sus pecados. ¿Quizá lady Mathilda, golpeando con su bastón el suelo de guijarros? ¿O sería el silencioso Moth? Sin embargo, parece no estar muy en sus cabales y no sabe leer.

Asunto 3: Ascham sabía algo. ¿Qué libro estaría buscando? ¿Por qué escribió PASSER… con su propia sangre mientras moría? ¿Y por qué Passerel murió de forma tan silenciosa en la iglesia de San Miguel?

Corbett levantó la pluma. Ranulfo había ido allí; decía que quería rezar. Esperó que se encontrara bien. Sonrió inexorable cuando recordó la frialdad con que Ranulfo se enfrentó a Norreys.

Asunto 4: Langton. ¿Por qué le envenenaron? ¿Y por qué llevaba una carta de advertencia del Campanero para él?

Asunto 5: Todas las muertes son obra del Campanero, pero ¿por qué?

Corbett volvió a dejar caer la pluma sobre la mesa y se frotó la cara. Miró la vela de las horas, pero estaba tan desgastada que apenas pudo distinguir las marcas que indicaban el paso del tiempo. Se levantó, se quitó el junquillo, se santiguó y se tumbó en la cama. Descansaría durante un rato y, cuando regresara Ranulfo, continuaría con su trabajo. Pensó en Maeve, Eleanor y el tío Morgan en Leighton. Quizá Maeve estaría en la solana hablando con su tío o tal vez en el dormitorio. Maeve siempre era la última en irse a dormir; siempre tenía la mente ocupada en prepararlo todo para el día siguiente. Corbett cerró los ojos, dispuesto a descansar durante un rato.

Cuando se despertó las contraventanas estaban cerradas y las velas, apagadas. Ranulfo dormía profundamente en la cama de al lado. Corbett oyó ruidos en el patio. Abrió las contraventanas y durante unos segundos el sol le dejó medio ciego.

– Que Dios me bendiga -murmuró-, pero he dormido como un niño.

– ¡Como un tronco! -bromeó Ranulfo apartándose las mantas-. Volví antes de medianoche, amo. La taberna estaba a rebosar. Dormíais como un muerto.

Ranulfo se dio cuenta de lo que había dicho y se disculpó. Bajó y regresó con una jarra de agua fresca. Corbett decidió no afeitarse, pero se lavó rápidamente. Se cambió la camiseta y la ropa interior y, mientras Ranulfo se aseaba, bajó al bodegón desierto. Estaba a punto de tomarse un tazón de caldo caliente cuando Bullock irrumpió en la estancia con un chasquido de dedos.

– Sir Hugo, será mejor que vengáis. Vos también -gritó a Ranulfo que acaba de bajar las escaleras-. Hemos encontrado al Campanero.

Corbett apartó el tazón y se puso en pie.

– ¡Al Campanero! ¿Cómo?

– ¡Seguidme!

Corrieron detrás de él. Ranulfo se acordó de los talabartes y regresó a buscarlos, mas pronto los alcanzó, justo cuando entraban por el camino que llevaba a Sparrow Hall.

– ¿Quién es? -preguntó Corbett tirando de la manga del baile.

– ¡Appleston! Ya sabéis, el hijo bastardo de De Montfort.

– ¿Y tenéis pruebas?

– Todas las pruebas del mundo -replicó el baile-, pero será mejor que lo comprobéis vos mismo.

Tripham, Churchley, Barnett y lady Mathilda estaban esperándolos en el pequeño recibidor.

– Lo encontramos después del amanecer -informó Tripham poniéndose en pie y juntando las manos-. ¡Tantas muertes! -exclamó. Tenía el rostro pálido y ojeroso-. ¡Tantas muertes! ¡Tantas muertes! El Rey montará en cólera.

– ¿Otro asesinato? -preguntó Corbett paseando la mirada entre los presentes.

– No, esta vez no se trata de ningún asesinato -replicó lady Mathilda-. Appleston tomó la opción del cobarde. El profesor Tripham os lo enseñará.

El vicerregente los condujo escaleras arriba. En la primera galería había dos criados, entregados a la labor de doblar ropa en un arca, que se arrinconaron contra la pared para dejarlos pasar como si no quisieran ser vistos. Bullock abrió la puerta. La cámara era muy lujosa: contenía una cama con dosel con las cortinas echadas, estanterías repletas de libros, platos de peltre y copas, taburetes y una silla forrada frente a un escritorio elegante debajo de la ventana. A cada lado de la estancia había unos cofres medio abiertos. Bullock corrió las cortinas de la cama. Appleston yacía allí, tan serenamente que Corbett pensó que estaba dormido. Bullock, gruñendo por lo bajo, abrió las contraventanas.

– No toquéis la copa que hay sobre la mesa -advirtió a Corbett, aunque éste ya la había cogido y la estaba oliendo.

Advirtió cierto olor agrio mezclado con el clarete.

– ¿Qué era? -preguntó.

– Soy un baile, no un boticario -espetó Bullock-. Pero Churchley dice que es una especie de poción para dormir, de esas que proporcionan el sueño eterno.

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