– Es una colección de folletos -remarcó-, reunidos y encuadernados en un volumen -volvió a mirar la portada-. Y no pertenece a Appleston; es de la universidad.
– ¿Creéis que es lo que estaría estudiando Ascham? -preguntó Ranulfo.
– Quizá -replicó Corbett, pasando las hojas-. Son folletos -declaró-, panfletos que circularon por todo Londres durante la guerra civil entre el rey y De Montfort. Están escritos por gente diferente; la mayoría son anónimos.
– ¿Algo del Campanero? -preguntó Ranulfo.
– No, pero hay un escritor llamado Gabriel, que adoptó el nombre de El Heraldo del Cielo - explicó Corbett-. Ah -sonrió-, son críticas muy duras contra el gobierno del rey -continuó-; nada en especial, la lista habitual de abusos reales y manifestaciones de apoyo a De Montfort.
– ¿Y? -preguntó Ranulfo.
– Lo que es interesante, mi querido Ranulfo, es que son la fuente de las proclamas del Campanero. Sólo tuvo que copiarlas y transcribirlas para su propio uso.
– ¿Y eso hizo Appleston?
– No lo sé. Pero podemos determinar al menos una cosa: el tiempo que Appleston tuvo este libro en su poder. Debemos mirar el registro de préstamos de libros de la biblioteca. -Corbett pasó por encima las páginas del libro-. En la parte de atrás de varios folletos aparece escrito: Ad dominum per manus P.P.
Ranulfo se acercó y miró sobre su hombro.
– ¿Qué significa, amo?
– Nada -añadió Corbett-. Y sospecho que estos folletos procedían de los seguidores de De Montfort en Londres y que se los enviaron a Braose. Éste los coleccionó y luego los encuadernó.
– ¿Más pruebas en contra de Appleston?
– No lo sé -contestó Corbett-. Ranulfo, ve abajo a la biblioteca y pide que te enseñen el registro de libros. No los dejes entrar todavía.
Ranulfo se apresuró a obedecer. Corbett puso el libro sobre la mesa. ¿Sería Appleston el asesino? Cerró los ojos y se tapó la cara con las manos. Piensa, se dijo: Appleston es el hijo bastardo de De Montfort. Odia a la familia Braose y al rey. Decide resucitar la memoria de su padre muerto, coge el libro de la biblioteca de la residencia, asume el nombre anónimo de el Campanero y empieza a escribir algunas citas. Por la noche sale a hurtadillas de la residencia y las cuelga por todo Oxford. Y así se divierte, amenazando al rey y trayendo el caos a Sparrow Hall.
Corbett se quitó las manos de la cara y contempló el cadáver oculto bajo las sábanas. Ascham debió de tener sospechas; quizás echó de menos el libro. Luego las comentó y, una noche, Appleston salió al jardín y se escondió entre los arbustos y el muro de la biblioteca. Golpeó las contraventanas y Ascham las abrió al tiempo que Appleston disparaba el cuadrillo de una ballesta en su pecho. Pero, entonces ¿qué sentido tenía aquella palabra: PASSER…? Corbett pensó en la ventana de la biblioteca y sintió un cosquilleo de emoción en el estómago.
– ¡Claro! -susurró-. Appleston era un tipo atlético, muy ágil. Debió de entrar de un salto y, tras haber cogido el dedo de Ascham y hundirlo en un charco de sangre, escribió él mismo aquellas letras, y así culparían al pobre administrador. Después de todo fue Appleston quien le dijo a Passerel que huyera en dirección a la iglesia. ¿Regresaría más tarde Appleston con una jarra de vino envenenada? ¿Y qué pasaba con Langton?
Corbett desconocía completamente por qué el profesor asesinado llevaba una carta del Campanero a su nombre. Sin embargo, a cualquiera le hubiera resultado muy fácil en aquella biblioteca verter una poción en la copa de vino de Langton.
Corbett se puso en pie. ¿Y qué había de la honda con la que los atacaron? ¿Acaso no había pasado Appleston su juventud en el campo? Quizá creció convirtiéndose en un experto en el manejo del arma. Appleston sabía que Corbett descubrió lo de su parentesco y, temeroso de que todo el mundo lo descubriera, había decidido quitarse la vida. Corbett escuchó unos pasos fuera: era Ranulfo.
– ¿Y bien? -preguntó Corbett.
– El libro está a nombre de Appleston -declaró Ranulfo-, pero escuchad, amo: la entrada que figura tiene fecha de ayer por la mañana. Había otras dos entradas, contando la mía.
Corbett suspiró decepcionado.
– ¿Y no había ninguna otra firma?
– No. El título del libro es Litterae atque Tractatus Londiniensis (Cartas y citas de la ciudad de Londres). Miré el registro por encima. Nadie más había firmado. -Ranulfo levantó un dedo en dirección a la puerta-. El profesor Tripham está perdiendo la paciencia. Quiere saber qué van a hacer con el cuerpo.
– Dile que envíe a un criado -ordenó Corbett-, al que se encargaba de Appleston.
Ranulfo salió de la estancia. Al cabo del rato regresó con un criado, un individuo de rostro cadavérico; tenía algunos mechones de cabello pelirrojo que le tapaban la calva y una tez más blanca que una sábana. Sus mejillas y nariz puntiaguda estaban cubiertas de granos y cicatrices. Le temblaba el labio inferior y Corbett tuvo que sentarlo y tranquilizarlo. El hombre tragó saliva. Sus ojos de rana vigilaban cada movimiento de Ranulfo, temeroso de que lo juzgaran y ejecutaran allí mismo.
– No hice nada que pudiera asustarlo, amo -se disculpó Ranulfo mientras se reclinaba contra la puerta-. Según parece, su nombre es Granvel. Era el criado de Appleston.
– ¿Es eso verdad? -preguntó Corbett amablemente.
El hombre asintió.
– ¿Y durante cuánto tiempo estuvisteis a su servicio?
– Hace dos años que estoy en Sparrow Hall. -Granvel tenía un acento de pueblo-. El profesor Appleston era un buen hombre. Siempre era muy amable y nunca me pegaba; ni siquiera cuando cometía algún error.
– ¿Hablaba con vos? -preguntó Corbett-, quiero decir, sobre lo que hacía.
– Nunca. Nunca; sólo decía «por favor» y «gracias». Me hacía regalos para Semana Santa, a mediados de verano y para Navidad. De vez en cuando me daba algún que otro chelín cuando eran las ferias de la ciudad. Y una vez me llevó a ver un espectáculo de máscaras en la iglesia de Santa María. Eso es todo lo que sé, señor. Siempre limpiaba su cámara y me dijo que nunca tocara sus papeles o libros.
– ¿Y ayer por la noche?
– Todo iba como siempre, señor, excepto que el profesor Appleston llegó muy irritado. Era de noche…
– Perdonadme -interrumpió Corbett-. ¿Salió el profesor Appleston ayer por la noche a última hora? Quiero decir, ¿salió a la ciudad?
– No, que yo sepa. -El hombre echó hacia atrás la cabeza-. Él no era así, señor. No era como el profesor Churchley, que se enciende por nada y pierde con facilidad los estribos. El profesor Appleston era un hombre educado y un erudito. Amaba los libros. Quiero decir que era un auténtico caballero, señor. Incluso vaciaba su propio orinal por la ventana y no lo dejaba para que lo hiciera algún pobre criado, tal y como hacen los demás.
Corbett intentó no mirar a Ranulfo, que, con la cabeza gacha, se desternillaba de risa.
– Pero ¿pasó algo ayer por la noche?
– Oh, sí, el profesor Appleston regresó después de anochecer. Me parece que estuvo cenando en algún sitio. -Granvel bajó su tono de voz-. Todos esos extraños acontecimientos en la universidad… -Se rascó una aleta de la nariz-. Y antes de que me lo preguntéis, no sé nada, ninguno de los criados sabe nada. -Entornó ligeramente los ojos-. Bueno, hemos oído todo lo que se dice sobre el Campanero, señor, pero ¿cómo puede salir alguien de la universidad por la noche? Todas las puertas están cerradas con llave y atrancadas.
Corbett hizo un mohín pero Granvel no necesitó respuesta alguna.
– Bueno, supongo, señor, que si alguien quisiera salir, podría hacerlo. Sólo digo que es difícil hacerlo sin ser visto.
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