Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– ¡Protesto! -se quejó Tripham desde donde estaba sentado, al lado de lady Mathilda-. Sir Hugo, protesto ante tal calificación. Los que quedamos en Sparrow Hall no tenemos la culpa de los atroces asesinatos que cometió el profesor Norreys…

– Afortunadamente ya no volverá a matar -interrumpió Bullock-. Su cuerpo está colgado en Carfax.

– Le concedieron la plaza por designación del rey -dijo Churchley-. Norreys fue nombrado por su majestad: no tenía demasiado apego a Sparrow Hall.

– ¿Por qué fue Appleston asesinado? -preguntó Barnett.

– Porque el Campanero tiene miedo -replicó Corbett-. Se ha dado cuenta de que la red está a punto de caerle encima. Appleston era el mejor cordero para ser sacrificado. Encontré este libro en su habitación, lo que me hace cuestionar si además también fue asesinado porque tenía sus propias sospechas: ahora nunca lo sabremos, ¿verdad?

– Hablando de libros -intervino Tripham, desesperado por implantar su autoridad-. Vuestro siervo, sir Hugo, tiene un ejemplar de Las confesiones de…

– Appleston me dejó que lo cogiera -se defendió Ranulfo.

– Bueno, Appleston ha muerto y queremos que nos lo devolváis.

– ¿Y ahora qué? -preguntó lady Mathilda desde donde estaba sentada bordando un trozo de tela sobre su falda.

– Para empezar, unas cuantas preguntas -contestó Corbett-. Profesor Tripham, ¿fuisteis a ver a Appleston ayer por la noche?

– Sí. Estaba preocupado por la manera en que los soldados de sir Walter le habían tratado.

– Y, profesor Churchley, ¿le subisteis una tintura de manzanilla?

– Sí, para la herida que tenía en la boca.

Corbett se fijó en los gorriones labrados a ambos lados de la chimenea y luego, en Bullock, que parecía haber perdido su arrogancia.

– ¿Y vos, sir Walter?

– Subí a disculparme en nombre de mis hombres.

– ¿Y el encuentro fue amistoso?

Bullock abrió la boca para contestar.

– ¡La verdad! -le pidió Corbett.

– No fue nada amistoso -admitió Bullock-. Al principio Appleston me acusó de ser un matón, de que me alegraba de la confusión que se había creado entre los profesores y estudiantes de Sparrow Hall. Le dije que no fuera estúpido. Estaba a punto de irme cuando también me llamó traidor: había visto mi nombre entre los seguidores de De Montfort. Le dije que era muy joven y estaba demasiado chiflado para poder juzgar a alguien mayor que él. -Se encogió de hombros-. Luego me marché. -El baile se sentó en un taburete-. ¿Por qué? -añadió-. ¿Por qué no puede el fantasma de De Montfort dejarnos en paz? -Levantó la vista-. Sir Hugo, ¿qué pasará ahora? No puedo mantener a mis soldados haciendo guardia días tras día para siempre. Debemos contarle al rey lo que está ocurriendo -su voz adquirió un tono malicioso-. Ordenará la dispersión de los profesores y cerrarán este lugar.

– Los censores de la universidad y otros cargos también tendrán algo que decir al respecto -bramó Barnett-. Nuestro estado y propiedad es como la Santa Madre Iglesia. No somos insignificantes bocanadas de humo que desaparecen con sólo esparcirlas.

– ¿Por qué estáis tan seguro de que Appleston no es el Campanero? -preguntó Churchley-. Sólo tenemos algunas conjeturas de vuestra conclusión.

– Os lo diré pronto, muy pronto -murmuró Corbett-. Profesor Alfred, me gustaría echar un vistazo a la biblioteca. Ranulfo mismo devolverá Las confesiones. Siempre podrá estudiar la obra en las bibliotecas reales de Westminster. -Corbett, seguido de Ranulfo, se dirigió a la puerta. Se volvió-. Pero que ninguno de los presentes abandone la universidad -advirtió-; todavía arde el fuego -añadió- y la olla no ha hecho más que empezar a hervir.

– ¿Qué habéis querido decir con eso? -preguntó Ranulfo mientras bajaban a la biblioteca.

Corbett se detuvo.

– No lo sé, pero les dará que pensar. Quizás el Campanero dé otro paso y, esta vez, no será tan inteligente. Regresa y ve en busca del libro. Te esperaré en la biblioteca.

Corbett abrió la puerta de la estancia y entró. Las aspilleras que había en lo alto de las paredes proporcionaban algo de luz, pero decidió abrir las contraventanas del fondo de la sala, que le ofrecían una vista completa del jardín. Se dirigió al escritorio del archivista y abrió el registro. Comprobó la entrada de Ranulfo y la que había hecho Appleston para el libro que ahora él devolvía. Corbett se paseó por la biblioteca. Cada estantería tenía su marca y ésta aparecía inscrita en la primera hoja de cada libro. Encontró el lugar para el libro de Appleston, luego sacó y estudió con cuidado otras obras que había en la misma estantería. Muchas de ellas eran parecidas: escritos sobre el tiempo de la guerra civil, así como extractos de crónicas sobre De Montfort. Un infolio más grueso que el resto contenía los papeles privados de Henry Braose, el fundador de la universidad. Mientras lo ojeaba, el corazón de Corbett le dio un vuelco. Algunas páginas habían sido cortadas cuidadosamente con un cuchillo. Corbett no sabía si lo habían hecho recientemente o cuando el libro fue encuadernado por primera vez. No tenía índice. Corbett cogió el libro, se sentó debajo de la ventana y lo estudió. La mayor parte del contenido eran cartas entre Braose, el rey y los miembros del Consejo Real. Algunas eran de la querida hermana de Braose, lady Mathilda; tres o cuatro estaban dirigidas a su amigo Roger Ascham. Corbett cerró el libro y examinó la cubierta: no tenía polvo, por lo que dedujo que alguien lo habría consultado hacía poco. Se abrió la puerta y entró Ranulfo.

– Lo devolveré, amo -dijo con Las confesiones en la mano-. Sé dónde va. ¿Habéis encontrado algo interesante?

– Sí y no -explicó Corbett.

Le enseñó el libro con las páginas arrancadas.

Regresaron a las estanterías y continuaron buscando. Los criados entraron para preguntarles si deseaban comer o beber algo, pero ellos se negaron. También Tripham y luego lady Mathilda preguntaron si necesitaban algo. Corbett contestó con la mente en otro sitio que no y siguió buscando con Ranulfo. De vez en cuando sonaba una campana y oían un ruido de pasos en el pasillo de fuera.

– Nada -concluyó Corbett-. No he descubierto nada.

Se calló al ver cómo se abría la puerta y entraba el profesor Churchley.

– Sir Hugo, debemos amortajar el cuerpo de Appleston y prepararlo para el entierro. El profesor Tripham pregunta si vuestro sirviente ha devuelto ya el libro; tiene bastante valor.

– Podéis llevaros el cadáver -contestó Corbett-, y sí, Ranulfo ya ha devuelto el libro.

– ¿Cuánto tiempo estaréis?

– Todo el que queramos, profesor Churchley -espetó Corbett. Esperó a que la puerta se cerrara-. Pero a decir verdad -susurró-, poco podemos hacer aquí.

– ¡Mónica! -exclamó Ranulfo de pronto.

– ¿Perdón, qué dices?

– ¡Mónica! -explicó Ranulfo inclinándose desde el otro lado de la mesa-. Pensaba en la madre de san Agustín, santa Mónica, que rezaba cada día para que su hijo se convirtiera. -Sus ojos se dilataron-. Debió de ser una mujer muy paciente y de gran fuerza interior -añadió-. Ojalá… -Ranulfo hizo una pausa-. Ojalá pudiera saber algo acerca de ella.

Corbett dio unas palmaditas en el hombro de Ranulfo.

– Un buen erudito, Ranulfo -declaró-, nunca sale de una biblioteca sin haber aprendido algo. Este lugar debe de tener algún libro de hagiografía: la Vida de los santos - explicó ante la cara de sorpresa de Ranulfo.

Corbett se paseó por las estanterías y cogió un tomo enorme forrado con piel de becerro que colocó con cuidado sobre la mesa. Lo abrió y señaló los títulos.

– ¿Veis? San Andrés, Bonifacio, Calixto… -pasó las páginas.

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