Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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Corbett se sentó en la cama. Retiró con cuidado las mantas y desabrochó los botones de la camisa de dormir de Appleston.

– ¿Es realmente necesario? -preguntó Tripham.

– Sí, creo que sí -contestó Corbett.

Le subió la camisa y estudió el cadáver. Corbett no encontró ninguna marca de violencia. La piel estaba húmeda y fría, tenía el rostro pálido, los labios medio abiertos y ligeramente amoratados, pero no había nada más relevante. Si no hubiera sido por la copa, Corbett habría pensado que Appleston había muerto silenciosamente mientras dormía.

– ¿Y por qué creéis que es el Campanero?

– Mirad en el escritorio -replicó Tripham.

Corbett le obedeció. Un trozo de pergamino, cortado limpiamente, le llamó la atención: el tipo de caligrafía era el mismo que el de las proclamas del Campanero. También se fijó en el bote de tinta y la pluma que había al lado.

– «El Campanero va y viene -leyó en voz alta-. Hace sonar sus advertencias y proclama la verdad; sin embargo, al final siempre llega la oscuridad. ¿Quién sabe cuándo regresará?» Bastante enigmático -apuntó Corbett.

Se acercó a la cama, cogió la mano de Appleston y apreció unas manchas de tinta en los dedos y en la camisa de dormir de lino.

– Y todavía hay más -declaró Bullock.

Empezó a abrir los cofres y las arcas que había a su alrededor, sacando rollos de vitela y botes de tinta negra. También sacó unos trozos de pergamino amarillentos y se los lanzó a Corbett.

– Copias de las proclamas del Campanero. -Señaló un rollo de vitela que había al lado del escritorio-. Extractos de las crónicas sobre la vida de De Montfort. Y lo más importante…

Bullock se acercó a un cofre y rebuscó en su interior. Sacó lo que parecía ser un pequeño tríptico. Sin embargo, cuando Corbett lo abrió, en vez de encontrarse con una crucifixión en el centro con la virgen María y san José a cada lado, vio un retrato de De Montfort santificado rodeado de una multitud de personas con los brazos extendidos y cartelas saliendo de sus bocas con las palabras escritas: LAUDATE, LAUDATE (alabad al Señor).

Corbett se unió a la búsqueda de más pistas. Tripham no paraba de protestar desde la puerta. Bullock volvió a su tarea de revolver cofres y arcas. Al final Corbett amontonó todo lo que había encontrado sobre el escritorio.

– Así que Appleston era el Campanero -concluyó-. Sabíamos que era el hijo ilegítimo de De Montfort y no hay ninguna duda de que sentía un amor especial por el conde. Los rollos de pergamino, los utensilios de escribir, todo parece indicar que era él.

– Pero no estáis seguro -afirmó Ranulfo.

– ¡Oh! Puedo aceptar que era el Campanero -añadió Corbett-, pero ¿por qué se suicidó? Porque ése será el veredicto, ¿me equivoco? Appleston se da cuenta de que no puede continuar con su subterfugio. En consecuencia, escribe un pequeño memorándum proclamando la verdad, se toma la poción y muere en paz mientras duerme -lanzó una mirada a Tripham-. ¿La puerta estaba cerrada con llave?

– No, sir Hugo.

Corbett se sentó en un taburete y se frotó la punta de la nariz.

– Aquí tenemos a un hombre que va a suicidarse -declaró-. Escribe una nota antes de morir; sólo hay que ver la tinta en sus dedos. Ingirió bastante vino. A Appleston no le importaba morir de una forma tan trágica y decide meterse en la cama. -Corbett miró la vela; vio cómo se había consumido-. Me gustaría que todo el mundo saliera de la estancia. Vos también, baile.

Bullock estaba a punto de protestar.

– Por favor -añadió Corbett-. Os prometo que no tardaré demasiado.

Bullock salió detrás de Tripham. Ranulfo cerró la puerta tras ellos.

– No creéis que se haya suicidado, ¿verdad, amo?

– No -contestó Corbett-. No es lógico. La mayoría de los asesinos aprecian sus vidas. El Campanero se ha divertido con el juego. Ha matado en secreto bajo el manto de la oscuridad. ¿Por qué desaparecer ahora tan silenciosamente en medio de la noche? Por supuesto -asintió Corbett- que hay muchas pruebas que le acusan. Su parentesco, los documentos encontrados en su cámara… Pero, Ranulfo, si fueras el hijo bastardo de De Montfort, te sentirías orgulloso de ello, ¿no es cierto?

– Sí, en efecto.

– Entonces, dime, Ranulfo, si quisieras suicidarte, si fueras a escribir las últimas palabras de tu vida, querrías hacerlo de manera que nadie te molestara. Cerrarías la puerta con llave y la atrancarías. Pero Appleston no hizo nada de eso. Se metió en la cama sin ni siquiera apagar las velas. Y sobre todo, si un hombre desea morir, ¿para qué iba a cambiarse de ropa y ponerse la camisa de noche? -Corbett se dirigió a la puerta. En una percha había una túnica del profesor con la insignia de la residencia; en otra, una camisa, un junquillo y unas calzas. Corbett las examinó con cuidado.

– Están limpias -comentó.

Miró a su alrededor y entrevió una cesta de mimbre en una esquina, debajo del lavatorio. Se dirigió hacia allí y la sacó para vaciar su contenido en el suelo. Sacó una camisa y unas calzas sucias.

– Esto es lo que Appleston llevaba ayer. -Corbett las puso de nuevo en la cesta-. Y parece ser que Appleston dispuso algo de ropa limpia para mañana.

– Quizás es un hombre metódico -afirmó Ranulfo-. Oí hablar de un caso parecido en Cripplegate; un ama de casa coció el pan el mismo día que había decidido quitarse la vida.

– Podría ser. -Corbett caminó alrededor del cuarto. Se sentó en el escritorio y echó una ojeada a los trozos de pergamino-. Pero digamos -cogió uno de ellos entre los dedos-, causa disputandi, que Appleston era el Campanero. Bullock llegó aquí e inmediatamente encontró las pruebas. ¿Por qué iba a dejarlo todo tan a la vista?

– Pues porque a Appleston ya le debería de traer sin cuidado -contestó Ranulfo-. No olvidéis, amo, que debía de sospechar que nos estábamos acercando a la verdad. Descubrimos su secreto…

– Pero eso no es cierto -comentó con sequedad Corbett-. Estoy dando más vueltas que nunca sobre un mismo punto.

– Sí, sí; pero, amo, digamos que nos marchamos de Oxford de camino a Woodstock y le contamos al rey lo que sabemos. ¿Qué pasaría?

– Que arrestarían a los profesores -asintió Corbett-. Sé por dónde vas, Ranulfo. El rey estaría muy interesado en Appleston. Le habría gustado encerrarle en la Torre con los torturadores hasta que la verdad saliera a la luz. Además, el rey Eduardo no se hubiera apartado de su lado para aprender la lección de que un hijo bastardo del gran De Montfort podría haber realizado un complot en su contra.

Corbett vio cómo las botas de Ranulfo pisaban la colcha de la cama y cruzó la habitación para levantar las sábanas y las mantas. Debajo del colchón, construido en una cuja de la cama, había un pequeño cajón. Corbett le dijo a Ranulfo que se apartara y ambos se agacharon e intentaron abrirlo. Estaba cerrado con llave, pero Ranulfo sacó una pequeña aguja de su zurrón y la introdujo con cuidado en la cerradura. Al principio no tuvo suerte, pero luego, después de sacarla, la insertó otra vez y el cajón se abrió. Lo sacaron y lo colocaron sobre la cama. Ranulfo se topó con la cara muerta de Appleston y se sintió culpable, por lo que se la cubrió con la sábana. El cajón contenía algunos objetos: un mechón de cabello en una bolsa de piel, un anillo con la insignia de un león rampante blanco, un medallón de peregrino de Compostela y finalmente una daga de empuñadura de marfil en una caja con el mismo símbolo del anillo.

– Las armas de De Montfort -remarcó Corbett-, probablemente reliquias del gran conde.

Sacó también un libro y lo abrió. Estaba forrado con piel de becerro, con pequeñas incrustaciones de cristal en la cubierta de piel marrón. Las páginas de dentro estaban manchadas y marcadas; el tipo de caligrafía era de distintas personas. Corbett lo acercó a la luz.

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