Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Mi criado, el que murió. ¿Fuisteis vos?

Norreys sacudió la cabeza.

– Dijo que se había golpeado la espinilla contra un cubo -continuó Corbett mientras entrevió una sombra moverse al fondo del pasadizo-. Me pregunté por qué el rector de la residencia, un lugar que no es conocido precisamente por su limpieza, debía de estar fregando el suelo de la bodega. Estabais quitando las manchas de sangre, ¿verdad? Y luego empecé a reflexionar sobre el hecho de que los cadáveres fueron encontrados sin ninguna señal de haber muerto en el bosque; sobre los mendigos que vienen aquí a menudo, pidiendo limosna, pan y agua; sobre lo profundas que son estas bodegas, y me acordé de que vos habíais trabajado como especulador en Gales. Por supuesto, como administrador, teníais el derecho de coger vuestro carro para ir a comprar existencias en las aldeas de los alrededores. Nadie sospecharía de vos, nadie podría deteneros.

Norreys le señaló con un dedo.

– Sois un buen perro de caza.

– Cogisteis los cuerpos y los dejasteis con las cabezas colgando de las ramas. Nadie se daría cuenta de las manchas oscuras de unos barriles fabricados para contener vino y con la tapa firmemente cerrada. Mientras yo, el perro de caza del rey, he permanecido en este lugar, habéis dejado de matar. Sabíais que era muy curioso, así que limpiasteis el lugar de los crímenes y Maltote se tropezó contra el cubo que estabais usando.

– ¿Algo más?

– Se os cayó un botón…

– ¡Ah! Me preguntaba…

– Y hay gravilla muy fina aquí abajo. Encontré algunos restos en las ropas de los mendigos.

– Pensé que habíais encontrado algo -se rió Norreys-. Os seguí hasta aquí abajo…

– Os propondré una cosa -interrumpió Corbett al ver que Ranulfo todavía no estaba muy cerca.

Norreys abrió unos ojos como platos.

– En el pasillo que hay a vuestras espaldas -continuó Corbett- está mi sirviente, Ranulfo-atte-Newgate. Antes de convertirse en escribano, Ranulfo era cazador nocturno. Podía abrir cualquier cerradura y moverse como un fantasma.

Norreys sacudió la cabeza, pero su sonrisa se desvaneció al escuchar el chasquido de una ballesta a sus espaldas.

– Podéis apartar vuestra espada -le aconsejó Corbett con calma- y ser juzgado ante un tribunal de justicia del rey.

– Podría mataros -sonrió de nuevo Norreys, pero por poco rato.

Corbett levantó lentamente la mano, tocó la hoja de la espada: se tranquilizó, no estaba muy afilada, era sólo una barra de hierro.

– Podéis aceptar mi propuesta -insistió Corbett.

Sin embargo, Norreys estaba más preocupado por tener a Ranulfo a sus espaldas.

– O Ranulfo podría acabar con vos.

De pronto Corbett apartó de un golpe la espada y se echó a un lado. Norreys se puso en pie. Ranulfo apareció bajo la luz de las velas. Corbett escuchó el silbido del cuadrillo de una ballesta y Norreys se tambaleó, dejó caer la espada y se agarró el cuadrillo, que le había alcanzado directamente en el pecho. La mirada de sorpresa todavía estaba en su rostro incluso cuando Ranulfo le agarró por la cabellera, le echó hacia atrás la cabeza y le abrió la garganta. Ranulfo dejó caer a Norreys al suelo y se agachó al lado de Corbett. El escribano cerró los ojos y se acercó a la pared, respirando con dificultad, intentando calmar los latidos de su corazón.

– Vine lo más rápido que pude -sonrió Ranulfo-. La cerradura estaba oxidada y atrancada y durante unos segundos perdí el control. -Ayudó a Corbett a ponerse en pie-. ¿Sabéis lo que haría, amo? ¡Me marcharía de este maldito lugar! -Le dio una patada al cadáver de Norreys-. Cabalgaría tan rápido como el viento hacia Woodstock y obtendría el permiso del rey para arrestar a todo el mundo, tanto de la universidad como de la residencia, hasta que este asunto se acabe.

Corbett le apartó de su lado con amabilidad y se reclinó en la pared.

«Esto es una pesadilla», pensó, mirando a su alrededor. Pasillos oscuros y resbaladizos, luces de vela parpadeantes, el cadáver empapado en sangre de un asesino. ¿Cómo terminaría todo aquello? ¿Quizá Ranulfo no llegaría algún día a tiempo? ¿O tal vez se encontraría con un asesino distinto al resto, silencioso y rápido, a quien no le importara jactarse de sus proezas? Corbett recogió su daga y la envainó. Ranulfo limpió la hoja de la suya en el junquillo de Norreys, recogió la ballesta y ayudó a Corbett a volver por el pasillo. Empezaron a caminar, pero Corbett se detuvo. Se sentía más tranquilo a pesar del frío.

– Tienes razón -murmuró-, recoge nuestras cosas, Ranulfo. Nos marcharemos de aquí e iremos a la taberna de Las Chicas Alegres. Reserva una habitación pero no digas a nadie donde estamos. -Subió los escalones y abrió la puerta-. No volveré a poner los pies en esa maldita habitación.

Corbett se sentó en un banco y se tapó la cara con las manos. Se acercó un criado para preguntarle si se encontraba bien y si sabía dónde estaba el profesor Norreys…

Corbett levantó la cabeza, el hombre echó una mirada al rostro pálido y enfurecido del escribano y echó a correr. Llegó Ranulfo, con alforjas sobre los hombros y en las manos. Salieron a la calle. Corbett se sentía como en un sueño. Permitió que Ranulfo le guiara a través de las calles, echando a un lado a los mendigos. En una ocasión Corbett se tuvo que parar, porque el ruido y los olores hicieron que se mareara. Sin embargo, cuando llegaron a la taberna ya se sentía mejor. Todavía tenía frío y estaba cansado. Se sentó frente a un fuego de pocas llamas mientras Ranulfo alquilaba una habitación y pedía algo de comer: faisán asado con salsa de ostras. Ranulfo se quedó en silencio y se limitó a observar a Corbett, que comía con desgana. A continuación se tomó dos copas de clarete y le explicó lo de Norreys.

– Dormiré durante un rato -concluyó Corbett-. Vuelve a Sparrow Hall, Ranulfo, y cuéntale al profesor Tripham lo que ha pasado. Despiértame cuando doblen las campanas para vísperas.

Corbett subió a su cuarto. Un sirviente iba delante de él llevando las sábanas limpias y las almohadas que Ranulfo había ordenado. El cuarto era austero, tenía las paredes blanqueadas y estaba amueblado con una mesa tambaleante y dos taburetes, pero las camas eran cómodas y estaban limpias. Una vez que el mozo cambió las sábanas, Corbett cerró la puerta con pestillo, se echó en la cama tapándose con las mantas y se quedó profundamente dormido.

Durmió alrededor de una hora. Cuando se despertó llevó la mano a la daga, que estaba en el suelo, hasta que recordó dónde se encontraba. Se quitó las mantas de encima, se levantó y se aseó. Se sintió mejor, y cuando bajó al bodegón se encontró a Ranulfo entretenido en un juego de azar. Su sirviente le guiñó un ojo cómplice, recogió sus ganancias y siguió a Corbett hacia el jardincito que había detrás de la taberna.

– ¿Os encontráis mejor?

– Sí. -Corbett se desperezó-. Ha sido todo tan rápido, Ranulfo. Estás cazando a un asesino y antes de que te des cuenta el malnacido te atrapa a ti. ¿Se lo habéis contado a Tripham?

– Sparrow Hall es un caos -replicó Ranulfo.

– ¿Caos?

– Bullock ha sacado el cadáver de Norreys y lo ha llevado al mercado de Broad Street. Lo han colgado de una horca como advertencia a otros asesinos.

– ¿Y qué hacen los demás?

– Son prisioneros de su propia universidad. Son como gorriones atrapados en una jaula.

Corbett sonrió ante el juego de palabras.

– Si pudiera… -se escuchó la voz de Bullock, que entraba por el jardín.

– Le dije que estábamos aquí… -susurró Ranulfo.

– Si pudiera -repitió el baile subiéndose el cinturón de piel por encima del voluminoso estómago-, arrestaría a todos esos bastardos y los metería en las mazmorras -miró a Corbett-. Hicisteis una tontería, sir Hugo. Podríais haber acabado hecho picadillo dentro de un barril.

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