Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Una honda -dijo Ranulfo poniéndose en pie con un guijarro en la mano. Lanzó el guijarro al aire y lo volvió a coger, permitiendo que se estrellara contra la palma de su mano-. Si uno de esos nos hubiera alcanzado, amo…

– ¿Nos podría haber matado? -preguntó Corbett.

– He visto hacerlo otras veces -explicó Ranulfo-. ¿Habéis olvidado la historia de la Biblia? Así mató David a Goliat.

– No, no lo he olvidado -contestó Corbett cogiendo el guijarro de la mano de Ranulfo-. Yo también he visto hacerlo a los muchachos en la época de siembra, que detrás de sus padres y armados con una honda van espantando a los cuervos merodeadores. -Miró hacia el estrecho y oscuro arroyuelo-. Y así es como me ve el Campanero -continuó-. Como un cuervo molesto que se mete en todo y al que debería exterminar.

Prosiguieron su camino. Corbett se detuvo ante una casa abandonada para examinar la fachada que había detenido el primer guijarro: vio cómo la piedra había penetrado profundamente en el yeso.

– No hay otro remedio -declaró-. A menos que sea necesario, Ranulfo, es mejor que no salgamos.

– Pudo ser Bullock -señaló Ranulfo-. Sabía que habíamos salido del castillo.

– Sí -contestó Corbett-, o el Campanero. O, de nuevo, uno de los amigos de Ap Thomas.

Corbett se alegró de llegar a Carfax; atravesó las calles bulliciosas, se abrió paso entre la multitud, con una mano en el zurrón y la otra en la daga, consciente de la cantidad de ladronzuelos que habría camuflados. Ranulfo le seguía de cerca. De vez en cuando daba media vuelta y se ponía de puntillas para mirar por encima del gentío, pero no creyó ver a nadie que los siguiera. Cuando llegaron a la residencia entraron por la puerta trasera, porque la entrada principal estaba abarrotada de estudiantes y Corbett quiso evitar un nuevo enfrentamiento con Ap Thomas. Norreys estaba en el patio, cerca del pozo, limpiando algunos barriles.

– ¡Ah, sir Hugo! -se acercó a ellos sonriendo, aunque su mirada parecía nerviosa y tenía el rostro pálido y unas ojeras pronunciadas-. Las noticias del arresto de Ap Thomas están en boca de todo Oxford -balbuceó-. El profesor Tripham y sus colegas quieren veros en la biblioteca. -Se limpió las manos en su propio delantal de piel-. Me preguntaron si seríais tan amable de acudir inmediatamente.

– Hemos visto a los estudiantes en la calle -remarcó Corbett-, por eso decidimos entrar por detrás.

– ¡Oh! No armarán ningún jaleo -explicó Norreys-. Ap Thomas y sus amigos no parecen estar muy bien. Ahora son más un hazmerreír que otra cosa. -Volvió al barril que estaba limpiando y colocó firmemente la anilla clavando las estaquillas de madera. Se quitó el delantal-. Iré a buscar mi capa y os acompañaré.

Corbett atravesó la calle de camino a la universidad. Esta vez encontró el ambiente más calmado y a los estudiantes más respetuosos. Incluso se echaron a un lado para dejarles pasar. En la universidad los esperaba un sirviente que los condujo apresuradamente a la biblioteca. Al cabo de un rato llegaron Tripham, el profesor Barnett, Churchley y Appleston. Lady Mathilda llegó la última, golpeando el suelo con su bastón negro labrado y con la cabeza en alto arrogante, como una reina. Ranulfo observó cómo Moth la ayudaba a sentarse en una silla de respaldo alto, en un extremo de la mesa de la biblioteca; luego miró con curiosidad a Corbett, que parecía perdido en sus pensamientos. Norreys se acercó, resoplando y gruñendo por lo bajo. Luego se limpió las manos en su túnica. Tripham les pidió que se sentaran.

– Os ofrecería un poco de vino, sir Hugo -añadió con sarcasmo-, pero el profesor Churchley me ha dicho que tenéis cierta reticencia a comer o beber algo de aquí.

– Y creo que vos deberíais hacer otro tanto -contestó Corbett-. Los asesinatos de Ascham y Passerel fueron cometidos sin orden ni concierto. Lo mismo puede decirse del de mi buen siervo Maltote. El Campanero ataca cuando lo desea, no para salvaguardar su identidad sino para acumular más dolor y ofensas. ¿Queríais verme?

– Me… -balbuceó Tripham-. Nos gustaría presentarles nuestras quejas; el baile nos ha informado de que Sparrow Hall va a estar acordonado desde el anochecer hasta el amanecer. ¿Es realmente necesario?

Corbett se encogió de hombros.

– Éste es un asunto que os concierne a vos y a la universidad -contestó-, pero Maltote era un siervo del rey y fue asesinado brutalmente. Además, un buen número de vuestros estudiantes, profesor Tripham, va a enfrentarse a serios cargos de lujuria y quizá de prácticas de magia negra.

– No somos responsables de la vida privada de todos los estudiantes -protestó Tripham.

– Y yo tampoco de la de cada sirviente de la Corona -respondió-. Además -Corbett subió el tono de voz-, cuando venía hacia aquí han vuelto a atacarme. Un guijarro lanzado con honda casi me alcanza la cabeza.

– Todos hemos estado aquí -protestó Tripham-. Sir Hugo, en toda la mañana nadie ha salido de la universidad. Nos hemos reunido en consejo en el recibidor para decidir qué debíamos hacer con Ap Thomas y sus amigos.

Corbett ocultó su sorpresa.

– ¿Estáis seguro, profesor Tripham?

– Podéis interrogar a los criados que nos han traído el vino y los dulces. Desde que nos levantamos esta mañana y fuimos a la misa de nuestra capilla, nadie ha salido de Sparrow Hall. Y, sir Hugo, a mi entender, nadie salió de la universidad ayer por la noche cuando vuestro siervo fue asesinado.

– No quiero que amortajen a Maltote aquí -añadió Corbett, sin hacer caso de las voces de protesta-. Será enviado a la abadía de Osney para que lo embalsamen.

– Norreys lo llevará -contestó Tripham-. Pero, sir Hugo, ¿cuánto tiempo estaréis aquí? ¿Cuánto tiempo durará todo esto?

– ¿Hasta cuándo continuaréis inmiscuyéndoos en nuestras vidas privadas? -espetó Barnett.

– Hasta que encuentre la verdad -respondió Corbett con arrogancia-. ¿Y qué me decís de vos, Barnett, de vuestros secretos?

La sonrisa de sarcasmo desapareció del rostro rechoncho y altivo de Barnett.

– ¿Qué secretos? -balbuceó.

– Vos sois un hombre mundano -continuó Corbett deseando haberse mordido la lengua-. Sin embargo, alimentáis a los mendigos y todos os conocen en el hospital de San Osyth del hermano Angelo. ¿Por qué a un hombre como vos deberían importarle los desvalidos?

Barnett bajó la mirada hacia la superficie de la mesa.

– La razón por la que el profesor Barnett da limosna a los pobres -intervino Tripham- es seguramente asunto suyo.

– Estoy cansado -replicó Barnett. Miró alrededor de la biblioteca-. Estoy cansado de todo esto. Cansado del Campanero, cansado de asistir a funerales de hombres como Ascham y Passerel, de dar clases a alumnos que ni siquiera entienden lo que les estáis diciendo -miró a Corbett-. Estoy contento de que hayan arrestado a Ap Thomas -confesó en medio de las protestas de sus colegas-. Era un chico arrogante. No necesito responder a vuestras preguntas, señor escribano, pero lo haré. -Se puso en pie, apartando la mano que Churchley levantaba en señal de advertencia. Desabrochó los botones de su larga túnica y las hebillas de la camisa de debajo-. He dedicado toda mi vida a estudiar con gran interés. Me gusta el sabor del vino, la pasión oscura de una copa de clarete, y las mujeres jóvenes, de pechos generosos y cintura delgada. -Continuó desabrochándose las hebillas-. Soy un hombre rico, Corbett, el único hijo de un padre encantador. ¿Habéis oído alguna vez la frase del Evangelio que dice: «Utilizad el dinero, por muy corrompido que esté, para ayudar a los pobres de modo que, cuando muráis, seáis acogidos en la eternidad»?

Barnett se abrió la camisa y enseñó a Corbett el cilicio que llevaba debajo. Se sentó en un taburete; su habitual arrogancia había desaparecido.

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