Paul Doherty - La caza del Diablo
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Regresó al pasillo, donde las antorchas seguían encendidas haciendo bailar a las sombras. Corbett quería salir de allí. Sintió como si el lugar se cerrara en torno a él. Su corazón empezó a latir con fuerza y la boca se le secó. Dobló una esquina y se detuvo. El pasillo estaba totalmente oscuro; alguien había apagado las antorchas que quedaban. Corbett escuchó un chasquido e inmediatamente retrocedió, justo en el momento en el que un cuadrillo cruzó silbando el aire y se fue a estrellar contra la pared de ladrillo. Corbett se dio la vuelta y empezó a correr.
Evitó el estrecho pasadizo sin salida. En un momento dado Corbett se detuvo, desenvainó su daga y se agazapó para recuperar el aliento. Se volvió y vio la silueta de una figura a contraluz. Se humedeció los labios. Su atacante no podía ver con tanta claridad y se escuchó un segundo cuadrillo volar hacia un falso objetivo en la oscuridad. Corbett se levantó y corrió tan rápido como pudo antes de que su asaltante tuviera tiempo de insertar otro cuadrillo y tensar la cuerda. El hombre le vio acercarse corriendo. A la luz parpadeante de las velas, Corbett vio cómo aquellos dedos volvían a tirar de la cuerda, pero acto seguido se abalanzó sobre él y ambos cayeron rodando al suelo, dándose patadas y codazos mutuamente. Corbett agarró la pequeña ballesta y la lanzó contra la pared. Su asaltante pudo escapar. Corbett intentó levantarse, pero se encontró con la punta de la espada de aquel hombre en la barbilla. La figura, medio inclinada, se echó hacia atrás la capucha.
Era el profesor Richard Norreys.
Corbett se reclinó contra la pared. Se llevó la mano a la daga de su cinturón, pero la vaina estaba vacía.
Norreys se agachó, presionando la punta de su espada contra la piel suave de la garganta del escribano, que hizo una mueca de dolor y echó la cabeza hacia atrás.
– No os esforcéis. -Norreys se limpió el sudor de la cara con una mano mientras con la otra sostenía firmemente la espada-. Bueno, bueno, bueno -se mofó Norreys.
Se acercó a la luz de las velas: sus ojos tenían una mirada dulce y soñadora. Corbett apenas podía controlar el miedo. Decidió no intentar nada. Norreys estaba tan loco como una cabra: si luchaba o se resistía le atravesaría la garganta con la espada, se sentaría a su lado y se quedaría mirando hasta que muriera.
– ¿Por qué? -Corbett intentó apartar la cabeza. No dejaba de mirar al fondo del pasillo, detrás de Norreys. «¡Por el amor de Dios! -pensó-, ¿dónde estará Ranulfo?»
– ¿Por qué qué? -preguntó Norreys.
– ¿Por qué las muertes?
– Es un juego, ¿entendéis? -replicó Norreys-. Vos estuvisteis en Gales, sir Hugo, ya sabéis cómo era. Yo era un especulador, un espía. Solía salir por la noche con otros, a través de esos valles cubiertos de niebla. Nada -la voz de Norreys se convirtió en un suspiro-, nada se movía, sólo se escuchaba el murmullo de las hojas y el canto de algún búho. Pero siempre estaban ahí, ¿verdad? Los malditos galeses, arrastrándose como gusanos por el suelo. -El rostro de Norreys se llenó de rabia-. ¡En silencio, en silencio! -exclamó mientras abría unos ojos como platos-. Solíamos ir en grupos de cinco o seis. Eran buenos hombres, sir Hugo, arqueros, con mujeres y retoños esperándoles en casa. Siempre perdíamos a uno; a veces, a dos o a tres. ¡Siempre igual! Primero encontrábamos el cadáver, luego buscábamos la cabeza. A veces los muy bastardos jugaban con nosotros. Cogían la cabeza y la colgaban de la cabellera en un árbol mientras la mecía el viento. -Norreys hizo una pausa y cogió la espada con las dos manos-. Pensáis que estoy loco, que he perdido el juicio, que estoy poseído por el demonio. Pero os diré una cosa, señor escribano -añadió a toda prisa-: cuando el ejército del rey se desplegó en Shrewsbury, empecé a tener sueños. Siempre los mismos. Siempre la oscuridad, los campos de fuego entre los árboles, pasos que me seguían de cerca por todos lados. Y siempre esas cabezas, siempre esas cabezas. A veces, durante el día, veía alguna cosa, la hoja de una rama, una manzana colgando… -Norreys suspiró- y volvía a tener sueños. Entonces vine aquí. -Sonrió-. ¿Lo veis, sir Hugo? Soy un hombre instruido, poseo la educación de un escribano, de un estudiante de caligrafía. También fui un buen soldado, por eso el rey me concedió una sinecura aquí.
– ¿Sois vos el Campanero? -preguntó Corbett.
– ¡El Campanero! -se rió Norreys-. ¡Me importa un comino De Montfort o esos gordinflones del otro lado de la calle! Fui feliz aquí y los sueños eran cada vez menos frecuentes… mas vinieron los galeses. -Cerró los ojos, pero de repente los abrió al tiempo que Corbett intentaba moverse-. No, no, sir Hugo, tenéis que escucharme. Como yo tenía que hacerlo con aquellas voces. ¿Os acordáis, sir Hugo, de cómo gritaban los galeses en la oscuridad? Sabían nuestros nombres y mientras les dábamos caza ellos nos daban caza a nosotros. Y si cogían a uno de nuestra compañía decían: «¡Richard se ha ido!» «¡Henry se ha ido!» «¡Decidle a la mujer de John que es viuda!» -La voz de Norreys resonó por todo el techo abovedado. Miró a su alrededor-. Tengo que marcharme pronto -susurró-, los estudiantes están a punto de volver de sus facultades. Entonces empezarán a llamar a mi puerta por una cosa u otra.
– ¿Y los mendigos? -preguntó Corbett rápidamente.
– Fue un accidente -explicó Norreys sacudiendo la cabeza-. Pura casualidad, sir Hugo. Vino un mendigo, quería trabajar y lo envié aquí, a las bodegas, para recoger un tonel de vino. Pero, claro, aquel viejo estúpido tuvo que abrir un barril. Estaba borracho como una cuba cuando bajé. Estaba asustado y empezó a correr. Le seguí -Norreys hizo un chasquido con la boca-. Estar aquí -le susurró inclinándose hacia delante-, aquí en la oscuridad, sir Hugo, es como estar de nuevo en Gales. Le perseguí. Se puso a gritar diciendo que lo sentía. Le alcancé. Empezó a luchar para defenderse, así que le abrí la garganta. Dejé aquí el cadáver pero aquella noche tuve un sueño.
– Así que le cortasteis la cabeza, ¿verdad? -le interrumpió Corbett-, pusisteis el cadáver y la cabeza en un barril, os encaminasteis hacia alguna de las puertas de la ciudad y lo sacasteis fuera para deshaceros de él.
– Exacto -asintió Norreys-. Arrojé el cuerpo en el bosque y colgué la cabeza de una rama. ¿Sabéis algo, sir Hugo? Fue igual que ser exorcizado o bendecido en la iglesia. Los sueños desaparecieron. Me sentí purificado. -Norreys sonrió; sus ojos tenían un brillo particular-. Me sentí como un joven saltando desde una roca de cabeza a un agua limpia y profunda: me sentí totalmente renovado. -Se detuvo contemplando algún punto por encima de la cabeza del escribano.
Corbett lanzó un hondo suspiro, aguzó el oído. «¡Oh, Dios!, ¿dónde se habrá metido Ranulfo?» Miró hacia el pasillo, detrás de Norreys, pero no pudo ver nada.
– Mas volvisteis a matar -remarcó Corbett.
– Por supuesto -sonrió Norreys-. Es como el vino, sir Hugo. Uno lo bebe y siente su sabor y su calor en el estómago. Pasan los días y uno vuelve a necesitar de nuevo ese calor. ¿Y a quién le iba a importar? La ciudad está repleta de mendigos, hombres sin pasado y sin futuro: no son más que los desechos de este mundo.
– Tenían almas -replicó Corbett, deseando que Norreys no apretara tan fuerte con su espada-. Eran hombres y, por encima de todo, eran inocentes: su sangre derramada pide a Dios venganza.
Norreys se movió y Corbett supo que había cometido una equivocación.
– ¿Dios, sir Hugo? Mi Dios murió en Gales. ¿Y qué venganza? ¿Qué vais a hacer, sir Hugo? ¿Gritar? ¿Rogar misericordia?
– Me echarán en falta.
– Oh, por supuesto. Me llevaré vuestro cadáver de aquí. Os prometo que lo haré de forma diferente. Hay pantanos muy profundos en los bosques. Los fuegos del infierno se habrán enfriado cuando encuentren vuestro cadáver. Lo he pensado todo. Le echarán la culpa de vuestra muerte al Campanero. Los soldados del rey llegarán a Oxford y esos arrogantes y pomposos bastardos del otro lado de la calle serán los culpables. Cerrarán Sparrow Hall, pero no la residencia. -Vio como Corbett desviaba la mirada-. Oh, ¿a quién estáis esperando? ¿A vuestro sigiloso amigo? Cerré la puerta con llave. Estamos solos, sir Hugo. -Ladeó la cabeza-. Pero ¿qué os hizo sospechar de mí?
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