Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Cuando muera -murmuró cabizbajo-, no quiero ir al infierno; ya he vivido en el infierno durante toda mi vida, Corbett. Quiero ir al cielo, así que… doy dinero a los pobres, ayudo a los mendigos y llevo este cilicio para expiar todos mis pecados.

Corbett se inclinó y le apretó la mano.

– Lo siento -murmuró-. Profesor Tripham, os he dicho todo lo que sé: los soldados del castillo vigilarán todas las entradas de Sparrow Hall hasta que esto se acabe. -Se puso en pie-. Ahora, me gustaría presentarle mis últimos respetos a mi amigo.

Tripham le condujo fuera de la habitación hasta la cámara mortuoria.

– Hicimos lo que pudimos -murmuró mientras abría la puerta-. Hemos lavado el cuerpo.

Corbett, seguido de Ranulfo, se quedó de pie junto a la cama con la mirada baja.

– Parece como si estuviera durmiendo -susurró Ranulfo contemplando el rostro joven y marfileño de Maltote.

– Tapamos la herida -dijo Tripham a sus espaldas-. Sir Hugo, ¿sabíais que tenía una herida horrible en la espinilla?

– Sí, sí -contestó Corbett con la mente en otro sitio-. Profesor Tripham, ¿podría dejarnos a solas un momento?

El vicerregente cerró la puerta. Corbett se arrodilló al lado de la cama. Las lágrimas le caían mientras rezaba en silencio.

Capítulo XI

Corbett y Ranulfo regresaron a sus aposentos, cruzándose con Norreys en las escaleras. Éste les ofreció algo de comida y bebida, pero se negaron a tomar nada. Ranulfo dijo que quería ir a dar una vuelta, por lo que Corbett se retiró a su cuarto y se sentó: estaba profundamente consternado por la muerte de Maltote e intentó distraerse. Cogió las proclamas que Simón le había dado en Leighton y las ojeó. Todas eran parecidas: la forma de la campana en la parte superior atravesada por el clavo con el que habían sido colgadas, los trazos claros, propios de la pluma de un escribano, las frases llenas de odio hacia el rey. Al pie de cada proclama decía lo mismo: «Entregada en mano en Sparrow Hall, el Campanero».

Corbett las apartó de su vista. Se limpió las lágrimas de la cara, cogió la carta de Maeve de su bolsa de cancillería y empezó a releer con detenimiento las frases. Una de ellas le llamó la atención. Maeve se quejaba de que el tío Morgan se empeñaba en contar a Eleanor las historias de cadáveres decapitados y de cabezas colgando de las ramas de los árboles.

– ¡Eso es! -afirmó Corbett soltando un suspiro.

Dejó la carta sobre la mesa y recordó la ropa que había examinado en el castillo: ni hierba, ni tierra, ni una hoja o un poco de barro.

– Si no fueron asesinados allí…

Se levantó y se acercó a la ventana. Echaba de menos a Maltote más de lo que podía admitir y sabía que Ranulfo ya nunca sería el mismo. Pensó en el cadáver de su joven amigo y en las palabras de Tripham sobre la herida de su tobillo. Mientras Corbett contemplaba un enorme carro que había en el patio, se le hizo un nudo en el estómago. Lanzó un grito de desesperación y golpeó con el puño la contraventana abierta. Se encaminó hacia la puerta y la abrió de golpe.

– ¡Ranulfo! ¡Ranulfo!

Las palabras resonaron como el toque de difuntos en aquel pasillo desierto. Era temprano: los estudiantes, todavía conmocionados por la captura de Ap Morgan, se habían dispersado hacia sus aulas y salas de lectura. La inquietud de Corbett creció. Se sintió solo, vulnerable de repente. No había ninguna ventana en la galería, a parte de una pequeña aspillera al final, por lo que apenas había luz. Corbett se dirigió a la entrada. ¿Había alguien más allí?, se preguntó. Tenía la certeza de que no estaba solo. Se sacó la daga y miró a su alrededor, pues le pareció escuchar a alguien rozar la pared detrás de él. ¿Sería una rata? ¿O habría alguien escondido en la oscuridad?

– ¡Ranulfo! ¡Ranulfo! -gritó. Suspiró al oír en la escalera unos pasos que subían a toda prisa-. ¡Ten cuidado!

Ranulfo se acercó, corriendo a través del pasillo, con la daga en la mano.

– ¿Qué pasa, amo?

Corbett miró sobre sus hombros.

– No lo sé -susurró-, mas no estamos solos. -Zarandeó el brazo de su sirviente-. Sin embargo, dejaremos la caza para otro momento y, sobre todo, para otro lugar.

Corbett empujó a Ranulfo dentro de su cámara.

– Ponte el talabarte -le ordenó mientras él hacía otro tanto-. Coged una ballesta y unos cuantos cuadrillos.

– ¿Dónde vamos? ¿Qué vamos a hacer?

– ¿Os habéis dado cuenta -preguntó Corbett- de que, desde que estamos en Oxford, ninguno de los cadáveres decapitados se ha encontrado en una callejuela solitaria? Ya sé dónde matan a esos pobres mendigos. -Corbett señaló con un dedo el suelo.

– ¿Aquí? -exclamó Ranulfo.

– Sí, aquí, en la residencia. ¡En las bodegas de abajo! Acuérdate, Ranulfo, de que estos edificios pertenecieron en su tiempo a un vendedor de vino. ¿Has visitado alguna vez las casas de esos comerciantes en Londres?

– Tienen bodegas enormes y galerías interminables -intervino Ranulfo-. Algunas en Cheapside podrían alojar a toda una aldea.

– ¿Recuerdas la leyenda -añadió Corbett- de la mujer que vivió en las bodegas con su hijo, cuando Braose fundó esta residencia? Me apuesto lo que sea a que nuestro noble fundador tuvo que echarlos.

Ranulfo le miró nervioso.

– Iré con vos.

– No, no -ordenó Corbett-, pero vigilarás la entrada de la bodega. Si alguien viene detrás de mí, síguele. ¡No, no! -Corbett sacudió la cabeza-. Maltote no murió en vano, Ranulfo. -Paseó la mirada por la estancia-. Un viejo cura me dijo una vez que, durante un espacio de tiempo, el muerto todavía está entre nosotros. -Sonrió-. Mis descubrimientos se deben siempre a la lógica o la intuición, pero éste se lo debo a Maltote. Cuenta hasta cien -le ordenó-; luego sígueme.

Corbett se marchó escaleras abajo. Cuando llegó a la planta principal fue en busca de la oficina de Norreys. El hombre estaba escribiendo en un libro mayor y Corbett se dio cuenta de que, si alguien había subido al piso de arriba, no había podido ser él.

– Sir Hugo, ¿puedo ayudaros? -Norreys se puso en pie, limpiándose los dedos manchados de tinta.

– Sí, desearía ver las bodegas, profesor Norreys.

El hombre hizo un mohín.

– ¿Qué esperáis encontrar ahí abajo? ¿Al Campanero?

– Quizá -respondió Corbett.

– No hay nada ahí; solo barriles y existencias, pero…

Norreys cogió una vela de sebo de una caja y, con las llaves tintineando en su cinturón, condujo a Corbett a través de la galería. Se detuvo para encender la vela y luego abrió la puerta de las bodegas.

– Puedo ir yo sólo -afirmó Corbett.

Bajó los escalones que llevaban a las bodegas, que estaban oscuras, frías y llenas de humedad.

– Hay antorchas en los candelabros de la pared -gritó Norreys desde arriba.

Cuando llegó abajo Corbett buscó una y la encendió mientras Norreys cerraba la puerta tras de sí. Corbett avanzó con cuidado en la oscuridad. De vez en cuando se paraba a encender otra antorcha y a mirar a su alrededor. La pared de su izquierda era de ladrillo macizo, pero en la de la derecha había pequeñas cavernas y cámaras. Algunas estaban vacías; otras contenían algunas curiosidades, mesas y bancos rotos. Dobló una esquina y tosió ante la atmósfera tan rancia que había allí abajo. Corbett encendió más antorchas y se quedó maravillado del submundo que apareció ante sus ojos.

– Debe de ir hasta el final de la calle -murmuró.

Continuamente se detenía para adentrarse en una de las cámaras o se agachaba y miraba en las cavernas. Estaba contento de haber encendido aquellas antorchas: así sabría encontrar el camino de vuelta. Estuvo merodeando durante un rato antes de regresar siguiendo la hilera de antorchas encendidas. Descubrió otro pasadizo muy estrecho. Fue hasta el fondo, pero la salida estaba bloqueada. Corbett se acordó de aquellos mendigos: sabía que habían muerto allí. Podía sentir aquel silencio mortal, diabólico. Escuchó un ruido al final del pasillo y se agachó, examinando la pared de ladrillo y el suelo con detenimiento. No vio nada a excepción de unos charcos de agua. Corbett metió la mano con cuidado en uno de ellos y cogió pequeños trozos de grava que frotó entre las yemas de los dedos. Levantó la vela y miró hacia el techo abovedado, pero no pudo encontrar ni rastro de algún escape o de alguna filtración de agua. Cerró los ojos y sonrió. ¡Había encontrado al asesino!

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