Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Y tampoco me gustan los profesores -exclamó-. Ya sean los de aquí o los de cualquier otra parte de la ciudad. Detesto a esos supuestos estudiantes que se pasean por ahí, responsables de más crímenes que todo un ejército de villanos.

– Yo también fui estudiante.

Bullock se relajó y sonrió.

– Sir Hugo, son los nervios. Por supuesto que hay muchos profesores y estudiantes que son buenos hombres y dedican su vida a estudiar y rezar.

– Es Braose el que no os gustaba, ¿verdad? -preguntó Corbett.

Bullock levantó la cabeza; las lágrimas caían de sus ojos.

– Cuando era joven -empezó el baile-, sólo un chiquillo, un imberbe, era el escudero de mi padre en el ejército de De Montfort. ¿Conocisteis alguna vez al gran conde?

Corbett sacudió la cabeza.

– Una vez habló conmigo -dijo Bullock-. Se bajó del caballo y me dio una palmadita en el hombro. Me hizo sentir importante. No le gustaban las ceremonias, pero cuando hablaba era como escuchar música: el corazón te daba un vuelco y la sangre empezaba a correr por tus venas.

– Y sin embargo, ahora servís al rey -apuntó Corbett.

– Parte del sueño murió -explicó Bullock-, parte de la visión se perdió, pero el bien de la comunidad del reino todavía es una idea por la que merece la pena luchar. Desde luego, también me importa el rey Eduardo, aunque eso también forma parte de la tragedia, ¿verdad? -continuó Bullock-. En su juventud, el rey era como De Montfort. Pero ya basta, estoy cotilleando como una vieja bruja. Debemos partir.

Corbett y Ranulfo bajaron con Bullock las escaleras y salieron de la residencia. Las calles y los caminos estaban abarrotados, pero el baile caminaba con gran diligencia. La gente se apartaba a su paso como se abren las olas ante la llegada de un gran buque. Él no miraba ni a la izquierda ni a la derecha. Corbett se sorprendió de la rapidez con la que los estudiantes, mendigos, incluso los comerciantes más importantes, procuraban mantenerse bien alejados del camino de aquel baile tan menudo. Se detuvieron en la esquina de Bocardo Lane, donde los soldados estaban arrestando a unas prostitutas. Corbett tiró de la manga de Ranulfo.

– ¿Murió Maltote en paz?

– Hice lo que creí necesario, amo. -Miró a los ojos de Corbett-. Y si lo mismo me ocurre a mí, espero que vos hagáis otro tanto.

Continuaron, siguiendo a Bullock hacia las afueras de la ciudad, a través del puente levadizo que llevaba hasta el castillo. Sir Walter los condujo al salón principal y les dijo que se sentaran detrás de la mesa sobre el estrado. Mientras, él se dirigió a una esquina donde llenó unas copas de vino blanco.

– Siento todo este desorden. -Se disculpó mientras servía las copas y despejaba la mesa de huesos de pollo y pedazos de pan-. ¡Subid a los prisioneros! -ordenó a un soldado que hacía guardia en la puerta-. Y decidles que no quiero ni una sola insolencia. -Se sentó entre Corbett y Ranulfo. Cogió una servilleta y se empezó a limpiar los dedos. Observó cómo Corbett le miraba-. Es grasa -explicó señalando el desorden que había sobre la mesa.

– No, no -rectificó Corbett-. Sir Walter, habéis… -Corbett sacudió la cabeza-. Nada, es sólo algo que he visto.

Levantó la vista en el momento en que las puertas se abrían de par en par y dejaban entrar a los soldados de Bullock y a todo el séquito de estudiantes de mirada arrepentida al salón.

– He soltado a las prostitutas -suspiró Bullock-. Les propiné una buena azotaina en el trasero y las dejé marchar. Estaban causando demasiado alboroto entre mis hombres.

Pusieron en fila a los estudiantes. Sus rostros estaban sucios y algunos tenían moratones y heridas abiertas en las mejillas o alrededor de la boca.

– Bueno, ahora ya estáis sobrio, ¿verdad, David ap Thomas? ¡Dad un paso al frente!

El galés, todavía vestido con su túnica gris hecha jirones y las manos fuertemente atadas al frente, obedeció. Había perdido su arrogancia, tenía un corte en un lado de la boca y su ojo izquierdo, medio cerrado, empezaba a ponerse morado. Sin embargo, no dudó en protestar.

– Soy estudiante de Sparrow Hall -declaró-. También soy escribano. Sé recitar el salmo; exijo ver al clero. No tenéis derecho a juzgarme ante una corte secular.

– ¡Callad! -gruñó Bullock-. Nadie os está juzgando. -Levantó un dedo-. Cuando haya acabado con vos, os enviaré a la corte de los censores. Tendréis que volver a Gales, chico.

Ap Thomas enrojeció de furia. Corbett chasqueó los dedos y le indicó que se acercara.

– Señor Ap Thomas -empezó a decir con calma-, ayer por la noche uno de mis hombres fue asesinado por el Campanero. Eso es traición y ya sabéis cuál es la sentencia para un traidor.

Ap Thomas se humedeció los labios.

– No sé nada acerca del Campanero -añadió-. Ponedme bajo juramento si queréis.

– Después de haberos observado ayer por la noche, ya sé que eso no significaría nada para vos -espetó Bullock.

– Tomadme juramento -repitió-. No sé nada.

– Pero enviasteis al pobre Passerel a la muerte.

– Eso fue porque pensamos que había matado a Ascham.

– ¿Y por qué? ¿Por qué -preguntó Ranulfo con tono de mofa- debería David ap Thomas preocuparse por un viejo bibliotecario?

– Ascham era muy bueno con nosotros -replicó Ap Thomas.

– Sí, ya sé -interrumpió Corbett-. Os habló de las antiguas tradiciones.

– También nos daba dinero -explicó Ap Thomas-. Nos daba algunas monedas de plata para nuestras fiestas.

– ¿Por qué lo hacía? -preguntó Corbett-. Ascham no era un hombre rico.

Ap Thomas se encogió de hombros.

– Tampoco era mucho dinero; aunque después de su muerte recibí una bolsa con monedas de plata y una nota breve que decía que Ascham quería que fueran para mí.

– ¿Dónde está esa nota?

– La rompí. Estaba escrita con unos garabatos.

– Pero ¿quién os la entregó?

– En realidad fue el mismo Passerel.

– Entiendo -contestó Corbett-, y supongo que la carta estaba sellada.

– Sí. Passerel me la dio con la bolsa de monedas; dijo que la había hallado entre las pertenencias de Ascham.

– Os dais cuenta, supongo -prosiguió Corbett-, de que el dinero procedía seguramente del Campanero y de que caísteis directamente en la trampa. Vuestro querido Ascham, la fuente de conocimiento de vuestros ritos paganos, había sido brutalmente asesinado e, incluso después de muerto, demostró su generosidad con esa donación de dinero. El Campanero sabía exactamente cómo reaccionaríais: beberíais, lloraríais su muerte y luego buscaríais un culpable. Passerel no era más culpable de la muerte de Ascham que yo mismo -continuó Corbett implacable.

– ¿Le disteis vos el veneno a Passerel? -preguntó Ranulfo.

– ¡Claro que no! La noche que murió estábamos… -La voz se le quebró.

– ¿En los bosques? -preguntó Ranulfo.

– Lo siento -fue la respuesta de Ap Thomas.

– Más lo sentiréis -interrumpió Bullock con una sonrisa-. ¿Sabéis algo de las muertes de esos pobres mendigos?

Ap Thomas movió sus manos huesudas.

– Nada -protestó-. Brakespeare y Senex se dejaban ver a veces cerca de Sparrow Hall, pero no sé nada de sus muertes.

– ¡Vamos, llevadles de nuevo al calabozo! -gritó Bullock al capitán de su guardia.

– Sir Walter -intervino Corbett-. El señor Ap Thomas ha resultado de gran ayuda. Sus crímenes se deben más a su locura que a una traición o a su maldad. Entregadle a él y a sus compañeros a los censores de la universidad.

Bullock tomó un sorbo de su copa.

– De acuerdo. ¡Llevaos a esos bastardos! -exclamó-. Ya estoy harto de ellos.

Los guardias empujaron a Ap Thomas y a sus seguidores a través de la puerta. El baile se puso en pie y apuró la copa.

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