Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Sólo unas gotitas -susurró Churchley.

Le entregó ambas cosas a Ranulfo y salió de la habitación.

Ranulfo cerró la puerta con pestillo. Abrió la bolsa, derramó la mitad del contenido en el vino y luego mezcló ambas sustancias. Se acercó a la cama y enderezó a Maltote por los hombros.

– No digáis nada -murmuró Ranulfo-, sólo bebed.

Le acercó la copa a los labios. Maltote tomó un sorbo, tosió y lo vomitó en el acto. Ranulfo volvió a acercarle la copa y esta vez su amigo se la bebió entera. Ranulfo lo recostó de nuevo sobre la cama. Maltote esbozó una débil sonrisa.

– Ya sé lo que habéis hecho -le susurró-; yo habría hecho lo mismo. Ranulfo… -hizo una pausa y apretó los labios-. Pasé por delante de un grupo de estudiantes… Estaban discutiendo… Uno de ellos preguntó si existía una inteligencia divina.

– La gente sin inteligencia siempre pregunta lo mismo -replicó Ranulfo afablemente.

Se inclinó y acarició la mejilla de Maltote. Los ojos del joven empezaban a ponerse vidriosos; la piel del rostro, flácida. Maltote cogió la mano de Ranulfo y la sostuvo. Se estremeció y cerró los ojos, ladeó la cabeza y la mandíbula se le desencajó. Ranulfo se inclinó sobre él y le tomó el pulso en el cuello, pero había desaparecido. Volvió la cara de Maltote, le besó en la frente y luego cubrió todo su cuerpo con la manta.

– Que Dios te bendiga, Maltote -rezó-. Que los ángeles te acojan en el paraíso. Espero que exista una inteligencia divina -añadió con amargura-, porque aquí no hay más que bastardos.

Ranulfo permaneció un rato arrodillado al lado de la cama e intentó rezar, pero le fue imposible concentrarse. No dejaba de pensar en Maltote acariciando a sus caballos y en la incapacidad total de su amigo para manejar un arma sin hacerse daño. Lloró durante un rato y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde que los oficiales de la ciudad habían transportado el cuerpo sin vida de su madre hasta el cementerio en Chaterhouse. Ranulfo se secó las lágrimas. Vertió el resto de vino sobre las esteras, se guardó la bolsita con el polvo en el zurrón y salió de la habitación.

Ranulfo le entregó la copa a Churchley.

– Ha muerto. Ahora escuchad -chasqueó los dedos en dirección a Tripham-. Hablo en nombre de sir Hugo Corbett y del rey. No quiero que entierren a Maltote aquí, en este maldito pozo negro. Quiero que embalsamen su cuerpo, lo coloquen en un buen ataúd y lo envíen al feudo de Leighton. Lady Maeve se hará cargo de él.

– Eso costará dinero -replicó Tripham.

– ¡Al diablo con el dinero! -respondió Ranulfo con acritud-. Enviadme la factura; os pagaré lo que sea. Dejad ahora que el cuerpo descanse: sir Hugo querrá rendirle su último homenaje.

Ranulfo salió de la universidad y cruzó la calle. Corbett se encontraba en el patio hablando con un jinete vestido con un traje real. El tipo estaba lleno de barro y polvo de la cabeza a los pies. Corbett echó una ojeada a Ranulfo y se despidió del mensajero, diciéndole que Norreys le daría algo de comer y cuidaría de su caballo.

– Maltote ha muerto, ¿verdad?

Ranulfo asintió. Corbett se secó las lágrimas.

– Que Dios lo acoja en su gloria. -Lanzó las cartas a las manos de Ranulfo-. Te veré en mi cuarto.

Corbett atravesó la universidad. Sospechaba lo que había hecho Ranulfo y en el fondo estaba de acuerdo con él. Durante unos minutos se arrodilló al lado del cadáver y rezó su propio réquiem bajo la mirada de Tripham y Churchley, que esperaban en la puerta. Corbett se santiguó y se levantó. Puso una mano en el crucifijo que había sobre la cama y la otra sobre la frente de Maltote.

– Os juro por Dios -declaró-, aquí, en presencia de Cristo, que quienquiera que haya hecho esto será juzgado y sufrirá el brazo más fuerte de la ley.

– Vuestro criado ya nos ha dado órdenes de lo que debemos hacer con el cadáver -interrumpió Tripham aterrorizado por el rostro pálido y cenizo del mayor escribano del rey.

– Haced lo que os haya pedido -ordenó Corbett.

Se abrió paso y volvió a su cuarto en busca de Ranulfo. No hablaron de lo que había sucedido. En vez de eso, Corbett abrió las cartas que había recibido del rey y de Maeve.

– Y aquí hay una de Simón para ti.

Le entregó a Ranulfo un trozo de pergamino rectangular con un sello de cera roja en el centro.

Corbett abrió sus cartas. El mensaje del rey era previsible. Había llegado a Woodstock con sus tropas y esperaba allí hasta que su «buen escribano» hubiera resuelto satisfactoriamente todo aquel asunto. La otra carta era de Maeve. Corbett se sentó a la mesa y la estudió con cuidado. La mayor parte se centraba en las novedades sobre el feudo, que había buenas previsiones para la próxima cosecha y que unos pescadores furtivos se habían colado en el estanque.

Luego Maeve continuaba diciendo que tanto ella como Eleanor le echaban de menos y refería lo orgulloso que se había quedado el tío Morgan después de la visita del rey.

Espero -decía- que no le dé la murga a Eleanor con sus historias sobre Gales y el modo tan horrible en el que nosotros, los galeses, aterrorizábamos a nuestros enemigos lanzando cabezas decapitadas en el campo de batalla. Aunque creo que Eleanor le tira de la lengua.

Corbett siguió leyendo, luego levantó la vista hacia Ranulfo.

– Lady Maeve me envía recuerdos para ti. ¿Qué nuevas tienes?

– Oh, sólo chismorreos sobre la cancillería.

Ranulfo rehuyó mirarle a los ojos y se guardó la carta en el zurrón.

Corbett releyó el último párrafo de la carta de Maeve:

Te echo mucho de menos -decía- y cada día voy a la capilla y enciendo una vela para que vuelvas sano y salvo a casa. Con todo mi amor y mis mejores deseos para Ranulfo y Maltote. Tu querida esposa,

Maeve

Corbett cogió un trozo de pergamino y empezó a escribir la respuesta. Describió la muerte de Maltote, luego se detuvo al recordar cómo el mozo había sacado a pasear a Eleanor en su poni y cómo ella no hacía más que reír y chillar. Maltote intentaba enseñarle algunas cosas sobre los caballos y aunque Eleanor no podía entender casi nada permanecía sentada en su montura especial y asentía con solemnidad. Corbett pestañeó para quitarse las lágrimas y en unas frases escuetas describió su sentimiento de pérdida. Luego hizo una pausa.

– Ranulfo -le dijo-, el cuerpo de Maltote será enviado de vuelta a Leighton, ¿verdad?

– Desde luego. Le dije a Tripham que pagaría todos los gastos.

– Yo lo haré -replicó Corbett.

– No, amo, dejadme a mí. Tenía dos amigos, ahora sólo tengo uno.

Corbett se volvió para mirar de cerca a Ranulfo.

– ¿Tengo yo la culpa? -le preguntó-. ¿Causé yo la muerte de Maltote?

Ranulfo sacudió la cabeza.

– La danza que estamos bailando es mortal. Podría haberle sucedido a cualquiera de nosotros en cualquier momento. Somos como cazadores -concluyó-. Cazamos en la oscuridad y es fácil olvidar que también somos las presas de aquellos a los que damos caza: un cuchillo por la espalda, una copa de vino envenenado, un accidente desafortunado…

– ¿Y quién piensas que fue el responsable?

– Bueno, no pudo ser David ap Thomas. Él y sus hombres estaban encerrados en el castillo. Debió de ser el Campanero.

– Lo que significa -replicó Corbett- que debemos entender la muerte de Maltote como una seria advertencia… o que el Campanero estaba planeando su próximo ataque cuando Maltote se interpuso en su camino. Le mataron con el truco más viejo de la Biblia: el del mendigo pidiendo limosna. -Corbett se puso en pie-. Voy a cogerle, Ranulfo. Voy a coger al asesino de Maltote y, que Dios me perdone, voy a ver cómo le cuelgan.

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