Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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Y sin decir nada más, Bullock salió de la cámara. Estuvo fuera durante un rato y volvió con un hombre pequeño de piel morena, vestido con harapos de color verde Lincoln. El tipo entró en la estancia tan silenciosamente que Corbett apenas se dio cuenta de que estaba allí.

– Dejad que os presente a Boletus -dijo sir Walter-; le llaman así porque en latín significa «seta».

Boletus contempló sin pestañear a Corbett, quien se dio cuenta de que en realidad el tipo no tenía pestañas.

– Boletus vigila las cacerías reales en los bosques entre Oxford y Woodstock. Se puede mover entre los árboles, tan sigiloso como un rayo de sol. ¿No es cierto, Boletus?

– Nací en el bosque -explicó el hombre, su voz apenas era algo más que un susurro-. Los árboles son mis amigos. Mejor un claro en el bosque, ¿eh?, que las calles sucias de la ciudad.

– Boletus -explicó Bullock- vigilará el hostal de Sparrow como un halcón. Si David ap Thomas y sus hombres salen, y sospecho que lo harán después de que oscurezca, Boletus los seguirá como el Ángel de la Muerte y luego volverá para informarnos. Mientras -el baile chasqueó los labios-, voy a comer algo. Sir Hugo, estáis invitados a acompañarme.

Corbett se excusó, pero Ranulfo y Maltote siguieron al baile y a su siniestro acompañante fuera de la estancia. Corbett esperó a que todos se hubieran marchado. Le hubiera gustado dormir; pues la noche prometía ser larga, pero no podía quitarse de la cabeza el encuentro de Barnett con aquel mendigo. Salió del castillo y se dirigió por las calles y callejones casi desiertos hacia el hospital de San Osyth. El sol empezaba a ponerse: las casas y las tiendas estaban cerrando, los habitantes empezaban a encender las lámparas y a colgarlas de un gancho en la puerta de la entrada. Los recogedores de basura estaban fuera con sus carros cargados de inmundicias, tratando de llevar a cabo la imposible batalla de limpiar las alcantarillas y recoger las enormes cantidades de desperdicios que se habían echado a lo largo del día. Las tabernas empezaban a llenarse y, debido a que hacía una noche cálida, las ventanas y las puertas estaban abiertas de par en par. Un joven cantaba el Flete viri, que Corbett identificó como el réquiem por la muerte de Guillermo el Conquistador. Un poco más adelante, en las escaleras de una iglesia, un coro entonaba melódicamente las canciones de goliardo y Corbett reconoció su preferida, Iam Dulcís Amica, así que se detuvo para escuchar antes de proseguir su camino.

En la esquina de una calle, justo enfrente del hospital, cuatro estudiantes bailaban como locos al son de un rabel y una gaita. Corbett depositó una moneda en el platillo, cruzó la calle y atravesó la verja de la entrada de San Osyth. El patio estaba lleno de mendigos que iban de un lado para otro en busca de la cena: caldo, pan de centeno y una copa de vino acuoso. El hermano Angelo permanecía en el centro dando órdenes, llamando a muchos de los mendigos por su nombre. Vio a Corbett y su sonrisa se desvaneció.

– Lo siento, hermano -se disculpó Corbett-. Me doy cuenta de que estáis muy ocupado, así que iré directo al grano. ¿Conocéis al profesor Barnett de Sparrow Hall?

– Sí, ¿por qué? -Angelo se volvió para gritar a un mendigo que había cogido dos trozos de pan-. ¡Dejad eso, Ragman! ¡No seáis avaricioso!

Ragman dio un respingo, devolvió el trozo de pan y salió corriendo.

– ¿Queréis algo de comer, Corbett? Estáis pálido.

– No, sólo información sobre Barnett.

– Bueno, es un hombre extraño -contestó el hermano Angelo-. A Barnett le gustan el vino y las mujeres; sin embargo, a veces viene y trae dinero para el hospital. A veces ayuda con la distribución de la comida. Algunos de los mendigos hablan muy bien de él; es un hombre generoso.

– ¿Y no os parece extraño? -preguntó Corbett.

– Si me paro a pensarlo, sí, supongo que sí -contestó el hermano Angelo-. Pero, os lo repito, no ha hecho daño alguno y, además, ¿quién soy yo para rechazar la ayuda de nadie? Bueno, eso es todo lo que sé.

Corbett estaba dispuesto a marcharse.

– ¡Señor escribano!

Corbett regresó. Los ojos de Angelo le miraban con mayor ternura.

– Sir Hugo, quizá pensáis que sólo soy un franciscano receloso. Sin embargo, he escuchado las confesiones de muchos hombres y, a veces, cuando los bendigo, puedo oler el peligro. Eso fue justamente lo que sentí la última vez que vinisteis.

– ¿En nosotros, hermano?

El franciscano sacudió la cabeza.

– No, no hablo del hedor del pecado, sino de algo más peligroso. -Agarró con fuerza el hombro de Corbett-. Tened cuidado. -El hermano Angelo sonrió-. Conservad la fe en alto y guardaos las espaldas.

Capítulo IX

Corbett, todavía asustado por la advertencia fatal del fraile, regresó al castillo. Ranulfo y Maltote estaban entretenidos en uno de sus absurdos juegos de dados. Ranulfo le estaba enseñando a Maltote algunos trucos. Corbett se sentó al lado de la ventana. Pensó en Leighton y rezó en silencio para que Maeve se encontrara bien. Se sentía algo nervioso, por lo que se dirigió a la capilla del castillo, una cámara estrecha y austera con un altar de madera al fondo. En un nicho situado a la izquierda había una estatua de la Virgen con el Niño en brazos. La virgen María sonriente mostraba al niño Jesús a un mundo inconsciente. Corbett cogió un cirio y encendió una de las velas. Se arrodilló y rezó un padrenuestro, un ave maría y un gloria. Escuchó cómo Ranulfo le llamaba y corrió a su encuentro. Bullock estaba a su lado, con Boletus dando saltos en el aire como una rana. El baile indicó a Corbett que entrara en su cámara privada.

– ¡Callad! -le ordenó el baile a Boletus-. ¡Callad y estaos quieto de una vez!

Ranulfo y Maltote acudieron también.

– Vuestra información es correcta, sir Hugo -la cara de Bullock esbozó una sonrisa de oreja a oreja-. ¡Cómo me voy a divertir! David ap Thomas y sus hombres han salido sigilosamente de la ciudad. Han roto el toque de queda, han trepado una parte del muro y se han dirigido al bosque del sudoeste de la ciudad.

– ¡Contadle el resto! ¡Contadle el resto! -le instigó Boletus.

– No iban solos -continuó el baile, mirando al otro hombre-. Iba con ellos un chulo llamado Vardel y una docena de prostitutas de un burdel de la ciudad.

– Y sé dónde están -exclamó Boletus orgulloso.

– Poneos las capas -ordenó Bullock-. Boletus, quiero cuatro de vuestros acompañantes, seis soldados, totalmente armados, y unos diez arqueros. Iremos a pie.

Al cabo de un rato un grupo de hombres armados, con Boletus corriendo al frente como un perro de caza, abandonó el castillo. A medida que se adentraban en las calles estrechas, los mendigos y estafadores se apresuraban a esconderse en las callejuelas al entrever el brillo de las cotas de malla o escuchar el choque de las espadas. Las tabernas cerraron rápidamente sus puertas. Las prostitutas, con sus llamativas pelucas naranjas brillando como un faro en la oscuridad, los vieron acercarse y salieron huyendo. De vez en cuando se abría alguna que otra contraventana y alguien gritaba algún insulto. Bullock, evidentemente divertido, se volvía y les contestaba también a voces.

Salieron de la ciudad por un postigo, siguiendo un camino polvoriento y árido que pasaba por delante de una hilera de casas con sus respectivos huertos. La noche los envolvió con su manto oscuro. Pronto dejaron atrás todos los ruidos y voces de la ciudad. Hacía una noche fría, el cielo estaba estrellado y apenas se oía nada a no ser por el vuelo de una lechuza dando caza a su presa en algún seto o agujero. Algunos soldados empezaron a quejarse, pero Bullock se volvió con el puño en alto y callaron de inmediato. Al final abandonaron la carretera y siguieron un sendero que se adentraba en el bosque. Los árboles los rodeaban por todas partes. La maleza y los animales del bosque empezaron a cobrar vida: el canto de un búho, el chillido de un halcón precipitándose sobre el suelo. Corbett y Ranulfo, con Maltote pisándoles los talones, intentaban seguir el paso apresurado de Bullock. El bosque se hizo más espeso; las ramas se extendían como dedos puntiagudos hacia el cielo intentando alcanzar la luna fantasmal. Boletus se rezagó dando saltos mientras se acercaba moviéndose escandalosamente. Levantó una mano y le susurró a Bullock que ordenara a los soldados que se separaran. La línea de hombres se deshizo lentamente. Corbett olió algo en el aire, madera quemada unida al desagradable hedor de carne ardiendo. Levantó la vista y vislumbró la llama de una hoguera entre los árboles. El aire también trajo consigo el sonido lejano de un tambor. A medida que se iban acercando, los árboles eran cada vez menos espesos y el suelo hacía bajada. Por fin vieron al fondo un claro. Corbett miraba fascinado mientras Bullock susurraba algunas quejas a sus hombres, que empezaron a reírse y hacer gestos obscenos. El claro estaba lleno de figuras bailando desnudas. Se habían encendido cuatro hogueras y alrededor de ellas se movían rítmicamente hombres y mujeres desvestidos. Los músicos no estaban a la vista, aunque Corbett entrevió a un grupo cocinando carne sobre otra hoguera donde terminaba el claro.

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