Paul Doherty - La caza del Diablo
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– Es como un baile de máscaras -musitó Ranulfo.
– Por el amor de Dios, ¿qué es esto?
Una figura enmascarada y encapuchada se acercó vestida con un traje gris en el que había pintado uno ojo humano enorme.
– Amo -dijo Ranulfo, que tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa-. No creo que esto sea lo que pensamos.
Al lado de Corbett, Bullock se puso en pie y desenvainó su espada.
– ¡Me trae sin cuidado! -añadió-. Tengo hambre: tienen vino ahí abajo y algunas de esas damas parecen muy atractivas.
Bullock empezó a correr hacia aquel lugar con sus hombres a las espaldas. Llegaron al claro antes de que la danza se terminara.
Corbett, que había indicado con señas a Ranulfo y a Maltote que se mantuvieran al margen, se dio cuenta de que Bullock había infravalorado a sus rivales. Los bailarines podrían estar borrachos y ser cogidos por sorpresa, pero iban muy bien armados. Desenvainaron las espadas y las dagas, empezaron los desafíos y el claro se convirtió en un campo de batalla. Incluso las damas participaron: Corbett vio a una mujer corpulenta con una barra en la mano que lanzó al suelo de inmediato a dos hombres de Bullock.
– Supongo que será mejor que ayudemos -musitó Ranulfo.
Corbett asintió de mala gana. Cuando llegaron al claro, la figura enmascarada se había arrodillado en el suelo y se había quitado la máscara de sátiro que llevaba puesta. David ap Thomas levantó la mirada hacia Corbett.
– ¡Vos, maldito cuervo metomentodo! -gritó mientras intentaba quitarse de encima a dos arqueros que le ataban los pulgares detrás de la espalda.
A su alrededor el ruido de las peleas empezó a desvanecerse. Había aproximadamente catorce estudiantes y dos prostitutas; el resto, incluyendo al chulo de Vardel, habían decidido que la discreción era mejor que el valor y huyeron a esconderse en el bosque. Algunos de los hombres de Bullock empezaron a quejarse de los cortes y magulladuras. Sin embargo, eso no les impidió servirse algunos trozos de carne a la brasa y beber con avaricia de las jarras de vino. Una vez terminaron, condujeron a los prisioneros en fila por el camino del bosque.
Bullock era un apresador cruel. A la mayoría se le había permitido ponerse algo de ropa, pero las botas y el resto de calzado lo metieron en una bolsa, con lo que la noche se llenó de maldiciones, juramentos y toda una retahíla de blasfemias por parte de las mujeres de la ciudad. Los soldados les hacían avanzar a empujones y les contestaban también con reproches. Ap Thomas protestaba en voz alta.
– ¡No hay ninguna ley que prohíba esto! -chilló.
– ¿Qué es exactamente lo que estabais haciendo? -preguntó Corbett.
– ¡Besarle el culo al demonio! -se burló Ap Thomas.
Entraron a la ciudad por un postigo y se encaminaron hacia el castillo. Bullock, hinchado de orgullo y deseoso de contar a las autoridades de la universidad lo que había descubierto, declaró que todos eran sus prisioneros y que, de momento, permanecerían en las mazmorras del castillo. Los estudiantes, dirigidos por Ap Thomas, protestaron a voces; las prostitutas, más pragmáticas, empezaron a sonreír y guiñar el ojo a sus guardianes. Bullock se llevó a su séquito de prisioneros.
Corbett y sus acompañantes los vieron alejarse, escuchando cómo los gritos se perdían en el aire de la noche antes de regresar a Sparrow Hall.
El portero les dejó entrar en el hostal, gruñendo en voz alta por llegar a aquellas horas. Corbett no le prestó atención. Sabía que Ap Thomas habría chantajeado a aquel tipo para que dejara entrar a los estudiantes, así que decidió no responsabilizar al hombre de lo que había pasado.
Una vez en la cámara de Corbett, Ranulfo se lavó y se limpió el golpe que tenía en la mano derecha. Maltote se sentó en el suelo, tocándose la espinilla y quejándose de lo que había empeorado su lesión aquella marcha nocturna.
– Ha sido una pérdida de tiempo -declaró Corbett, quitándose la capa y desabrochándose el talabarte-. Nuestro amigo Ap Thomas probablemente sólo es culpable de haber practicado algunos ritos paganos que, supongo, son tan buena excusa como cualquiera para el libertinaje.
– No vi nada que me llamara la atención en el claro -añadió Ranulfo-. Pan, vino, algo de carne, una calavera amarillenta que seguramente pertenecía a alguien que ya estaría en la tumba cuando mi abuela nació… -Sacudió la cabeza-. Y pensé que Ap Thomas sería culpable de otros crímenes más importantes.
– Me pregunto… -Corbett se sentó en la cama-. Me pregunto si el Campanero sabrá lo que ha sucedido esta noche, porque, si lo sabe, creo que atacará. Sabe que estamos cansados y muertos de sueño después de nuestra cacería nocturna. Nuestro buen baile, por otro lado, se pasará toda la noche entretenido interrogando a Ap Thomas y al resto de estudiantes a los que no puede ni ver.
– ¿No deberíamos vigilar Sparrow Hall? -preguntó Ranulfo-. O por lo menos los caminos de la parte de atrás de la casa, ver quién va y quién viene. Podríamos hacer turnos -sugirió.
– Ya iré yo -se ofreció Maltote, con cara larga, cojeando de un pie.
– ¿Y tu pierna? -preguntó Corbett.
– He dormido bastante esta mañana -contestó Maltote-. Y no creo que pueda dormir ahora con este dolor. ¿Qué hora pensáis que es?
– Debe de ser medianoche, quizás un poco más temprano.
– Haré el primer turno.
Maltote salió de la habitación cojeando, con el talabarte colgando de su hombro.
– ¿No debería ir uno de nosotros con él? -preguntó Ranulfo.
– Estará seguro -contestó Corbett-. Ve detrás de él, Ranulfo. Dile que se mantenga en guardia y que vigile ocultándose en las sombras. Cuando se canse, que vuelva. Nuestro portero pensará que es uno de los compañeros de Ap Thomas.
Ranulfo se marchó y Corbett se tumbó en la cama. Quería mantenerse despierto pero los párpados empezaron a pesarle y se quedó profundamente dormido.
Ranulfo regresó luego y le quitó las botas a su amo. Le colocó la capa por encima, sopló la vela y se retiró a su cámara. Prendió una yesca, encendió la lámpara de aceite y abrió Las confesiones de san Agustín. «Nos has hecho, oh Señor, a vuestra semejanza y nuestros corazones no podrán descansar hasta que nos reunamos con Vos.» Ranulfo cerró los ojos. Recordaría aquellas palabras. Las recitaría la próxima vez que su señor Cara Larga se entrevistara con alguno de esos pomposos prelados o algún cura de reconocido prestigio. Sí, todo el mundo asentiría en silencio preguntándose cómo era posible aquel cambio en Ranulfo-atte-Newgate.
En la callejuela de atrás de Sparrow Hall, Maltote haciendo guardia se preguntaba cuánto tiempo los mantendría en Oxford sir Hugo Corbett. Al contrario de Ranulfo, Maltote podría haber vivido y muerto en Leighton. Maltote podía quedarse un día entero en los establos hasta que el cansancio le venciera. Levantó la vista hacia la oscuridad que le rodeaba y entrevió algunos resquicios de luz de velas. El muro que rodeaba el jardín era alto y Maltote no quitaba los ojos de encima de la puerta de postigo. Si alguien salía, seguramente lo haría a través de ella. Un gato salvaje apareció de pronto. Maltote vio cómo trepaba el montón de paja que había al lado del muro: una figura peluda salió a su paso y ambos desaparecieron en la oscuridad.
Maltote miró las estrellas y sonrió. Se había divertido con la cacería nocturna en el bosque. No pudo dar crédito a sus ojos cuando vio a aquellas mujeres. Maltote se humedeció los labios. No le había dicho a Ranulfo que todavía era virgen. Una vez amó a una muchacha, la hija del molinero que vivía cerca del feudo de Leighton, y le había llevado algunas flores, pero ella se echó a reír cuando Maltote se puso rojo como un tomate y empezó a tartamudear. Quizá, cuando volviera, iría a visitarla de nuevo. Maltote escuchó un ruido y abrió los ojos. La puerta seguía firmemente cerrada. Se puso en pie, escudriñando con la mirada la figura oscura que caminaba en su dirección: echó mano de su daga.
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