Paul Doherty - La caza del Diablo
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– Cuando estuvimos en Leighton, amo, hablé a menudo con el padre Luke. Escuchó mi confesión y me habló de san Agustín. -Ranulfo cerró los ojos-. El padre Luke me comentó una cita de Las confesiones: «Tarde os he amado, Señor». Y otra: «Nuestros corazones nunca están en paz hasta que descansan con el Señor». Son las palabras más bellas que jamás he oído. -Ranulfo abrió los ojos.
Corbett permanecía sentado, con la boca abierta y la mirada puesta en él.
– Supongo que os parece divertido -replicó Ranulfo.
Corbett sacudió la cabeza.
– ¿Puedo preguntarte por qué? -tartamudeó.
– Cuando era joven -respondió Ranulfo-, Agustín era un bribón, un canalla que iba con prostitutas y cortesanos. El padre Luke me dijo que incluso tuvo un hijo bastardo, pero luego se convirtió en cura y en obispo.
Corbett asintió fascinado.
– ¿Y piensas que tú puedes hacer lo mismo?
– No os riáis de mí, amo.
– Ranulfo, te he maldecido, me he quejado de ti, he rezado por ti e incluso he tenido deseos de estrangularte -contestó Corbett-, pero nunca me he reído de ti y nunca lo haré.
Su criado dejó caer los brazos a ambos lados.
– Durante nuestra larga estancia en Leighton -balbuceó, intentando no encontrarse con la mirada de Corbett-, empecé a pensar en mi futuro.
– ¿Y quieres convertirte en cura? -preguntó Corbett.
Ranulfo asintió.
– Si eso es lo que significa…
– ¿Significar el qué?
– No estoy muy seguro, amo.
– ¡Pero tú eres Ranulfo-atte-Newgate! -exclamó Corbett-. ¡El terror de las damas de Dover a Berwick! ¡Un luchador callejero, mi guardaespaldas!
– También lo era san Agustín -replicó Ranulfo acalorado-. También lo fue Tomás Becket. Y el padre Luke me dijo que incluso entre los seguidores de Jesús había un asesino.
Corbett levantó la mano.
– Ranulfo, que Dios me perdone. No dudo de lo que me dices, pero debes reconocer que para mí es una sorpresa.
– Bueno -Ranulfo levantó el picaporte-, el padre Luke dijo que cuando Agustín cambió, sorprendió a todo el mundo. -Abrió la puerta y se marchó.
Corbett se sentó petrificado.
– ¡Ranulfo-atte-Newgate! -susurró-, que ha levantado más enaguas que cenas calientes he tenido yo.
Cerró los ojos e intentó imaginarse a Ranulfo de cura. Al principio lo encontró divertido pero luego, cuanto más lo pensaba, menos extraño le parecía. Corbett se tumbó en la cama y contempló el techo, preguntándose sobre los caminos del corazón humano. Ranulfo ya no era un joven imberbe. Se había convertido en un hombre hecho y derecho y con una fuerte determinación por llevar a cabo su voluntad. Se había aplicado con dedicación a sus estudios y las últimas preguntas que había formulado sobre lo sucedido en Sparrow Hall eran propias de una mente aguda e ingeniosa. De algún modo, Corbett se dio cuenta de que los interrogantes planteados por Ranulfo sobre aquel asunto habían dado en el clavo. ¿Qué querría conseguir el Campanero con todo lo que estaba sucediendo? ¿Y por qué afirmaba ser un profesor o estudiante de Sparrow Hall?
Se quedó adormecido durante un rato. Luego regresó Ranulfo, y abrió la puerta.
– El vicerregente me ha dejado un ejemplar -dijo entrando en la cámara.
– Bien -murmuró Corbett.
Al cabo del rato llegó Maltote.
– El baile dice que puede atenderos ahora -declaró, todavía acariciándose la espinilla-. Ah, por cierto, amo, tienen unos caballos muy buenos en los establos del castillo.
– Oh, sí, sí, estoy completamente seguro -añadió Corbett con las piernas colgando de la cama.
Acto seguido se colocó el cinturón y les dijo a sus dos sirvientes que hicieran lo mismo.
Cogieron las capas y bajaron a la calle. Cruzaron Broad Street en dirección al castillo. En la esquina de New Hall Street y Bocardo Lane tuvieron que detenerse: los mercadillos ambulantes y las tiendas estaban cerrando. Los viandantes empujaban carros y carretillas; los más ricos dirigían sus carretas tiradas por bueyes de camino a las puertas de la ciudad. Todos se detenían ante el espacio abierto frente a las horcas dispuestas en un horrible cadalso de tres brazos en el que se habían colocado unas escaleras. Unos oficiales estaban colocando los lazos prietos alrededor del cuello de tres tipos mientras el pregonero público anunciaba en voz alta «los horribles crímenes, daños y violaciones de los cuales estos tres hombres han sido juzgados culpables». Acabó su discurso y dio tres palmadas. Los verdugos, que cubrían sus rostros con máscaras rojas, bajaron las escaleras con la agilidad de un mono. Cuando las retiraron, los tres tipos se quedaron bailando y colgando de un extremo de las cuerdas. Se escuchó un suspiro colectivo de la multitud, mientras un oficial gritaba que se había hecho justicia real. Corbett apartó la mirada. La multitud se dispersó y les permitió subir por el camino que rodeaba a la antigua muralla de la ciudad y conducía al castillo. El patio estaba desierto. Un mozo les dijo que las tropas se estaban preparando para la cena. Sólo un chico con un pollo bajo el brazo salió al paso, con el ave graznando estridentemente. Los establos y los cobertizos estaban en silencio y el mozo los condujo hasta unas escaleras de piedra exteriores que llevaban a la cámara privada del baile. Era la habitación típica de un soldado: las paredes blanqueadas, las vigas del techo ennegrecidas por anteriores incendios. Había unos cuantos escudos y espadas oxidadas a ambos lados de un crucifijo maltrecho, colgado ligeramente de lado, mientras las esteras del suelo estaban secas y crujientes y desprendían olor a rancio.
Bullock estaba en el alféizar de la ventana con un enorme halcón peregrino de hermoso plumaje sobre su muñeca. El baile lo estaba alimentando con cariño dándole suculentos trocitos de carne. De vez en cuando le decía algo por lo bajo al pájaro, acariciándole el plumaje erizado que tenía debajo de su garganta.
– Un hermoso pájaro, señor baile.
– Me encantan los halcones -contestó Bullock-. Corbett, cuando veo volar a este peregrino creo realmente en Dios y en todas sus obras. Toma, toma, rapaz -le susurró al pájaro-. Quizá lo haga mañana, en los pantanos.
Bullock suspiró, se puso en pie y dejó de nuevo al halcón en su percha. Luego condujo a Corbett y a sus acompañantes a una pequeña cámara adjunta donde les ofreció algunos taburetes mientras él se apoyó en la mesa dirigiéndoles la mirada.
– Vuestro mensajero dijo que necesitáis mi ayuda.
Corbett contó lo que Ranulfo le había dicho. Bullock se frotó la barbilla.
– ¿Qué queréis que haga?
– Creo que lo ideal, sir Walter, sería acordonar toda la zona alrededor de Sparrow Hall y la residencia. Aunque, pensándolo mejor -Corbett hizo una pausa-, quizá sólo con los alrededores de la universidad sea suficiente; al menos mantendrá al Campanero bajo extrema precaución.
– ¿Y la residencia?
– Como os he dicho, Ap Thomas es el líder de un aquelarre. Es posible que tenga relación con los asesinatos de los mendigos. Si sale de Oxford esta noche e intentamos seguirle, nos podría hacer caer en una trampa.
Sir Walter suspiró y se desató el cinturón que apretaba su enorme estómago.
– El rey ha llegado a Woodstock -dijo-; la mitad de mis tropas se han ido hacia allí. Los pocos jinetes que me quedan serán enviados a vigilar las carreteras. No puedo ayudaros con Sparrow Hall. Tiene un jardín, ventanas, puertas con postigos y salidas por la parte de atrás. Necesitaríamos todo un ejército para mirar a través del agujero de cada cerradura. -Se dio cuenta de la rabia de Corbett-. Sin embargo -añadió Bullock a continuación-, por lo que se refiere a David ap Thomas, disponemos de unos guardabosques que suelen colaborar con las tropas del castillo. Son unos matones a los que les encanta el jaleo. Su líder es el hombre adecuado para ayudaros.
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