Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– ¿Nunca recogéis las hierbas vos mismo?

– ¿En Oxford? -Churchley sofocó una risita-. Bueno, podríais encontrar algo de manzanilla en los pantanos de Meadows, pero, sir Hugo, yo soy un hombre muy atareado y no una vieja que se pasa los días recorriendo los bosques como las vacas.

– Exacto -corroboró Corbett-, y lo mismo podría decirse del asesino que mató a Passerel y Langton.

Churchley se sentó en la silla.

– Ya veo lo que queréis decir, sir Hugo. Pensáis que cogieron los venenos de mi dispensario. Pero lo hubiera notado; guardo las sustancias en unos frascos, medidas con gran exactitud. No es que espere que nos envenenen en nuestras propias camas -continuó-, pero una sustancia como el arsénico es muy cara. Venid, os lo enseñaré.

Cogió un manojo de llaves de un gancho que había en la pared y condujo a Corbett hacia una puerta que había en la galería. La abrió y entraron. La habitación estaba oscura. Churchley prendió una yesca y encendió un candelabro de seis brazos que había sobre una mesita. El ambiente estaba cargado de diferentes olores, algunos agradables y otros agrios. Las paredes de la cámara estaban cubiertas de estanterías. Cada una sostenía diferentes botes, frascos y tarros con sus propios contenidos marcados específicamente. A la izquierda había algunas hierbas: violetas, tomillo, hojas de olmo escocés, césped, incluso algo de albahaca, pero a la derecha, Corbett reconoció pociones más peligrosas como el beleño o la belladona. Churchley bajó un tarro de loza con una tapa. La etiqueta pegada en un lado indicaba que era arsénico blanco. Churchley se puso un par de guantes blandos de cabritilla que había sobre la mesa. Levantó la tapa y sostuvo el tarro a la luz de las velas. Corbett vio que el bote estaba medido en medias onzas.

– ¿Veis? -explicó Churchley-. Hay ocho onzas y media. -Abrió un librote de piel de ternero que había sobre la mesa-. A veces lo receto -continuó- en pequeñas dosis para el dolor de estómago y le he dado a veces a Norreys un poco para que lo utilice como un fuerte astringente. Pero, como veis, todavía hay ocho onzas y media.

Corbett cogió el tarro y lo olió.

– Tened cuidado -le advirtió Churchley-. Los expertos en hierbas dicen que debe utilizarse con mucha prudencia.

Corbett escudriñó el interior y notó que el polvo que había encima parecía más fino que el de debajo. Churchley le dio una cuchara de cuerno y Corbett extrajo un poco de la fina sustancia semejante a la creta. Churchley dejó de protestar y le miró en silencio; su rostro se volvió taciturno.

– Estáis pensando lo mismo que yo -musitó Corbett. Cogió un poco del polvo que había en la cuchara-. Profesor Churchley, os aseguro que no soy un experto en medicina -Corbett olió la sustancia-, pero creo que esto es creta molida o harina, pero nada mortal.

Churchley le arrancó la cuchara de las manos y, armándose de valor, se untó la yema de un dedo con aquel polvo y se la llevó a la lengua. A continuación cogió un trapo y se limpió la boca.

– ¡Es harina molida! -exclamó.

– ¿Quién guarda las llaves? -preguntó Corbett.

– Bueno, yo -replicó Churchley airado-. Pero, sir Hugo, ¿no estaréis sospechando de mí? -Se retiró de la luz de las velas, como si quiera esconderse en las sombras-. Podrían haber utilizado otras llaves -explicó-. Y esto es Sparrow Hall; aquí no atrancamos ni cerramos con llave ni nuestros aposentos. Aunque Ascham era en eso una excepción. Cualquiera pudo entrar en mi cámara y coger las llaves. La residencia a menudo se queda desierta. -Las palabras le salieron en tropel.

– Alguien vino aquí -replicó Corbett dejando la cuchara sobre la mesa- y se llevó una cantidad suficiente para matar al pobre Langton. Alguien que conoce vuestro sistema, profesor Churchley.

– Todo el mundo lo conoce -balbuceó el hombre.

– Y luego rellenó el tarro con ese polvo -explicó Corbett.

– ¿Pero quién?

Corbett se limpió los dedos en su abrigo.

– No lo sé, profesor Churchley. -Se paseó por la habitación-. Pero Dios sabe qué más faltará. -Se acercó a Churchley y vio el miedo en sus ojos-. Me pregunto qué más podrían haber cogido, profesor. -Corbett se giró y se encaminó hacia la puerta-. Si fuera profesor de Sparrow Hall -le dijo volviéndose sobre sus hombros- yo tendría mucho cuidado con lo que como y bebo.

Capítulo VIII

Un Churchley con aire preocupado cerró la puerta del almacén y siguió a Corbett a través de la galería.

– Sir Hugo -gimió-, ¿estáis diciendo que todos corremos peligro?

– Sí, así es. Os recomiendo encarecidamente que reviséis con detalle si faltan algunas otras sustancias.

Corbett se detuvo al final de las escaleras.

– ¿Quién ha ocupado el cargo de administrador después de la muerte de Passerel?

– Yo.

– ¿Es posible echar una ojeada a las pertenencias de Ascham y Passerel?

Churchley hizo un mohín.

– Lo necesito -insistió Corbett-. Dios sabe, profesor, que nuestras vidas están en peligro. Podría encontrar alguna pista.

Churchley, gruñendo por lo bajo y ansioso por volver a sus hierbas, condujo a Corbett al piso de abajo. Atravesaron el pequeño comedor hasta llegar a la parte trasera del edificio. Abrió con llave una puerta y condujo a Corbett a otro almacén, una larga estancia abovedada llena de barriles, con fajos de pergaminos, tinta y vitela dispuestos en unas estanterías. Al fondo de la habitación se acumulaban baldes con carbón y toneles de malmsey, vino y cerveza.

Churchley llevó a Corbett hacia una esquina, donde abrió dos grandes arcas.

– Las pertenencias de Ascham y Passerel están aquí -declaró-. No tenían familia o nadie con el que nos pudiéramos poner en contacto. Una vez sus voluntades sean aprobadas por la cancillería, supongo que todas estas cosas pasarán a manos del colegio.

Corbett sacudió la cabeza y se arrodilló al lado de las arcas. Sonrió al recordar su propia experiencia como escribano de la cancillería de la corte, cuando tenía que viajar hacia algún feudo o abadía para aprobar la voluntad de un fallecido u ordenar la entrega de ciertas cantidades de dinero o de bienes. Empezó a estudiar las pertenencias. Churchley murmuró algo acerca de que tenía otros deberes y dejó a Corbett solo en sus quehaceres. Los pasos de Churchley se perdieron a lo lejos, y Corbett se dio cuenta de lo silenciosa que se había quedado la universidad. Tuvo que hacer un esfuerzo por controlar el miedo y corrió a cerrar y atrancar la puerta antes de regresar a sus tareas. Luego se puso a revisar ambas arcas, rebuscando entre ropa, cinturones, talabartes, un pequeño libro de horas forrado de piel, tazas, copas de madera de arce, platos de peltre y copas con remates dorados que los dos hombres habían coleccionado a lo largo de los años. Corbett tenía suficiente experiencia para darse cuenta de que lo que no aparecía en la lista de Passerel o Ascham ya se lo habrían llevado. También estaba seguro de que el Campanero ya habría rebuscado entre las posesiones de los dos hombres muertos para asegurarse de que no quedaba nada que pudiera resultar sospechoso. Corbett no encontró nada de interés en las pertenencias de Ascham y estaba a punto de abandonar su búsqueda entre las cosas de Passerel cuando encontró una pequeña bolsa con documentos. La abrió y esparció sobre el suelo los fragmentos y trozos de pergamino que contenía. Algunos estaban en blanco y en otros figuraban varias listas de provisiones o artículos objeto de negocios. Había un rollo con los gastos que Passerel había realizado en su viaje a Dover. Otro contenía los salarios de los criados de la universidad y la residencia. Unos cuantos estaban cubiertos por algunos dibujos: uno llamó especialmente la atención de Corbett. Passerel había escrito varias veces la palabra passera.

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