Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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Corbett suspiró y miró alrededor de la biblioteca. Recordó el motivo por el que había venido y recorrió las estanterías en busca de un diccionario de latín. Por fin encontró uno cerca de la mesa del bibliotecario. Lo sacó, se sentó y encontró la entrada que buscaba, pero gruñó decepcionado. Passera era una palabra latina para designar gorrión. ¿Qué habría intentado escribir Ascham? ¿Estaba su muerte relacionada directamente con Sparrow Hall? ¿O quizás el administrador había grabado simplemente un pasaje en alusión a su nombre? Corbett se apoyó la barbilla en las manos. Su vista alcanzó una pequeña caja de utensilios de escritura que el bibliotecario debió de utilizar en su tiempo. La sacó y estudió su contenido de oropel: un paño de cendal, probablemente para borrar, plumas, tinta, piedra pómez y unos pequeños dediles que seguramente Ascham habría utilizado para pasar páginas. En una estantería de piedra cerca del escritorio, Corbett entrevió un libro forrado de piel. Lo cogió y lo abrió: era un registro de las obras que habían sido prestadas de las estanterías. Corbett buscó el nombre de Ascham pero no encontró nada: tal vez el archivista no tenía necesidad de coger prestados los libros de la estancia en la que trabajaba todo el día.

Corbett cerró el libro, lo dejó a un lado y se marchó de la universidad.

La calle se había llenado de universitarios rodeados de parásitos que se dirigían a las últimas clases del día. Corbett entrevió a Barnett: el pomposo maestro estaba al final de una calle hablando animadamente con el mendigo que Corbett se había encontrado anteriormente. El escribano retrocedió y se ocultó en la entrada de una puerta para observar cómo Barnett le entregaba una moneda. El mendigo se puso a dar saltos de alegría. Barnett se inclinó y susurró algo al oído del viejo; el tipo asintió y se marchó empujando su carretilla. Corbett esperó a que el profesor cruzara la calle para aparecer de repente bloqueándole el paso. Barnett pareció no prestarle atención, pero Corbett se mantuvo en sus trece.

– ¿Estáis bien, profesor?

– Perfectamente, escribano.

– Pues no parece que os encontréis muy bien.

– No me gusta que me espíen y me obliguen a hablar.

– Profesor Barnett -Corbett abrió las manos-, yo sólo os he visto realizar vuestras buenas obras, ayudar a los lisiados, dar de comer a los hambrientos…

– ¡Apartaos de mi camino! -exclamó Barnett, y de un empujón abrió la puerta de Sparrow Hall.

Corbett dejó que se marchara y regresó a su cámara de la residencia. Con sólo abrir la puerta supo que alguien más había estado allí, aunque, después de revisarlo todo con detalle, se dio cuenta de que no faltaba nada. Se sentó a la mesa. Tenía hambre pero había decidido esperar hasta la tarde para comer. Sabía que Ranulfo y Maltote no tardarían en regresar. Sacó la pluma y su cuerno de tinta y escribió una carta breve a Maeve. Le contó su llegada a Oxford, lo agradable que era volver al lugar en el que había estudiado de joven, lo mucho que la universidad y la ciudad habían cambiado. La pluma escribía con rapidez sobre la página, contando las mentiras que siempre decía cuando estaba en peligro. Al final escribió un mensaje corto para Eleanor y trazó unas letras más grandes y redondas para que la pequeña las pudiera leer. Dejó la pluma sobre la mesa y cerró los ojos. En Leighton, Maeve estaría en la cocina supervisando a las doncellas para la cena, o tal vez en la oficina de la cancillería, estudiando las cuentas, o quizás hablando con los soldados. ¿Y Eleanor? Seguramente se habría despertado de su siesta. Corbett escuchó un ruido en el pasillo. Abrió los ojos, rápidamente dobló la carta y empezó a sellarla. Llamaron a la puerta: eran Ranulfo y Maltote.

– Pensé que nos encontraríamos allí, amo -se quejó Maltote sentándose en la cama.

– Eso dije, pero todavía no tengo demasiada hambre.

– Entonces debemos cenar antes de marcharnos.

– ¿Marcharnos? -preguntó Corbett.

– Esta noche -replicó Ranulfo-. Maltote y yo pensamos que nuestro buen amigo David ap Thomas y sus secuaces harán una excursión nocturna fuera de la ciudad.

– ¿Cómo lo sabéis?

Ranulfo sonrió.

– Esta residencia es una madriguera. Uno se puede esconder en los rincones y recesos y, una vez dentro, desde las sombras, es increíble las cosas que pueden escucharse.

– ¿Estás seguro?

– Tan seguro como que Maltote monta a caballo.

Corbett le entregó la carta a Maltote.

– Entonces llévasela al baile al castillo y pídele que se la envíe a lady Maeve a Leighton. Dile que necesito su ayuda para un asunto muy urgente.

Maltote se puso las botas, agarró su capa y salió cojeando. Corbett le explicó entonces a Ranulfo lo que había descubierto durante su visita a Sparrow Hall.

– ¿Creéis que Barnett -preguntó Ranulfo- está implicado en las muertes de esos mendigos? Quiero decir que es un profesor universitario rico y bien cebado, no es el tipo de hombre que suele dar limosna a los mendigos.

– Quizá. Pero ¿qué me dices de Appleston y nuestro vicerregente? También podrían ser el Campanero. Y de nuevo tenemos también como sospechoso a nuestro amigo David ap Thomas.

– Lo que me preocupa, amo -dijo Ranulfo-, es la única pregunta que parece no tener respuesta. Oxford está lleno de escribanos -sonrió- como nosotros, profesores y estudiantes. Algunos de ellos vienen del extranjero, donde sus señores y legisladores son enemigos de nuestro rey. Otros vienen de la marca escocesa o Gales y tampoco es que sientan pasión por nuestro soberano. Habría muchos a los que les encantaría ser el Campanero.

– ¿Y?

– Entonces, ¿por qué el Campanero se empeña en afirmar que vive en Sparrow Hall?

Corbett sacudió la cabeza.

– La única respuesta que se me ocurre es que el Campanero odie esta universidad por un motivo especial.

– Y otra cosa -apuntó Ranulfo-; sabemos que el rey se subió por las paredes cuando aparecieron esas proclamas del Campanero, pero… ¿a quién más pueden importarle? -Ranulfo abrió las manos-. De acuerdo que debe de haber gente en Oxford, como en Cambridge o en Shrewsbury, que se uniría a cualquier rebelión descabellada, pero, hoy por hoy, cuarenta años después de la muerte de De Montfort, ¿qué espera conseguir el Campanero?

– ¿Estás diciendo que el rey debería no prestarle tanta atención al tema?

– En cierto modo, sí -replicó Ranulfo.

Corbett se mordió un lado de la boca.

– Entiendo lo que dices, Ranulfo. Podría ser que primero advirtieran al rey de que las bufonadas del Campanero eran simplemente una travesura de estudiantes y que, por eso, tuvieran lugar los asesinatos. No había ningún otro motivo real de todos modos. ¿Cómo sabemos que Ascham o Passerel sospechaban de la identidad del Campanero? Quizá los mató, como si se tratara de un juego de azar, para crear cierto misterio y atraer la atención del rey. Pero de nuevo nos encontramos ante la misma pregunta: ¿por qué?

Ranulfo se puso en pie.

– Me voy a la universidad -afirmó-. Maltote tardará un tiempo en volver del castillo. Y, hablando del azar, apuesto a que se parará en los establos del baile para echar un vistazo a los caballos.

– ¿Qué se te ha perdido en la universidad? -preguntó Corbett.

– Un libro -respondió bruscamente Ranulfo en tono grosero.

– ¿Qué libro, Ranulfo?

– Las…

– ¡Oh, vamos, por el amor de Dios! -exclamó Corbett.

Las confesiones de san Agustín -contestó rápidamente Ranulfo.

– ¿Agustín de Hipona? ¿Qué interés tienes en él?

Ranulfo soltó un suspiro de desesperación y se reclinó en la puerta.

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