Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– Mantendré a mis guardias por los alrededores de Sparrow Hall esta noche. ¿Sir Hugo?

Corbett levantó la mirada.

– Lo siento, señor baile. Tenía la mente en otro sitio. -Se puso en pie-. Estaba pensando… -Corbett se miró las botas-. Es fácil determinar por su ropa que Ap Thomas y sus compañeros estuvieron en el campo -hizo una pausa-; pero los cadáveres que trajeron, sir Walter, ¿os disteis cuenta de si tenían restos de barro, tierra o hierba?

Bullock sacudió la cabeza.

– Dudo que los mendigos -añadió Corbett-, aunque fuesen viejos, se dejaran matar tan fácilmente. Además, si un hombre es perseguido a través de un bosque, sus piernas, manos y por descontado su rostro estarían llenos de múltiples arañazos de zarzas o de tojos.

– No vi nada de eso -replicó Bullock-. Pero, venid, sir Hugo, Ranulfo. Todavía conservo las ropas y pertenencias de esos mendigos. Están en el almacén, cerca de mi cuarto.

El baile condujo a Corbett fuera del salón y subió por unas escaleras de caracol estrechas construidas de piedra. De vez en cuando Bullock se agarraba a las cuerdas que había a un lado, deteniéndose para recuperar el aliento. Por fin llegaron a un rellano de la escalera y Bullock sacó un manojo de llaves de su cinturón y abrió una habitación que había a la derecha. Corbett tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar su sorpresa al ver la cámara privada del baile, espaciosa y limpia. El suelo estaba fregado y cubierto de alfombras. Encima de una ventana con forma de diamante había un tríptico de la pasión de Cristo, con la virgen María y san Juan a ambos lados. Una cama con dosel dominaba la habitación; debajo de la ventana había un escritorio con una enorme silla cuadrada y unos taburetes al lado de unas arcas cubiertas. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron las estanterías que iban del suelo hasta el techo a ambos lados de la ventana, todas llenas de libros.

– Nunca juzguéis un libro por su cubierta -bromeó Bullock-. Estáis ante mi orgullo y mi entretenimiento, sir Hugo. Algunos de los libros los he comprado yo, pero la mayoría son un legado de mi tío, que era prior de la abadía de Hailes.

Se encaminó hacia una estantería y sacó un tomo, que mostró a Corbett después de quitarle el polvo.

El escribano reconoció el título: Cur Deus Homo, «¿Por qué Dios se hizo hombre?», una obra del gran erudito normando Anselmo.

– Es la joya de mi colección -manifestó con orgullo Bullock, acercándose a su lado. Señaló la caligrafía en cursiva y unos hermosos dibujos que marcaban el inicio de cada párrafo-. Están copiados directamente del original -añadió el baile-. Esos bastardos de Sparrow Hall saben que lo tengo. Tripham me ofreció dinero por él, pero yo me he negado a venderlo.

Puso el libro de nuevo en la estantería, cogió una llave de un gancho de la pared y condujo a Corbett al almacén, que era un lugar alargado y estrecho, lleno de arcas y cajas de madera. Bullock agarró una y la sacó a la escalera.

– Si no os importa -dijo-, preferiría que estuvieran lejos de mi habitación. -Removió su contenido levantando una nube de polvo.

El baile regresó a su cuarto mientras Corbett empezó a sacar algunos harapos.

– Ordené que desnudaran los cuerpos -exclamó Bullock-. Esos pobres bastardos no se habrían podido permitir un ataúd, pero me aseguré de que los enterraran amortajados como Dios manda.

Corbett depositó las diferentes piezas de ropa en el suelo: botas viejas destrozadas, calzas zurcidas y hechas jirones, un junquillo de piel, una chaqueta bastante carcomida por las polillas, pues la piel de los bordes se caía a pedazos, una camisa de lana, llena de agujeros y rota. Corbett intentó no prestar atención al hedor de las prendas mientras examinaba cuidadosamente las botas y las calzas.

– Ni un resquicio de hierba -murmuró mirando a Ranulfo-, ni una hoja. ¡Nada! No creo que mataran a estos hombres donde los encontraron.

Ranulfo recogió unas calzas y examinó las hebras de lana.

– Mirad, amo. -Señaló unos pequeños guijarros que habían quedado atrapados allí.

– Y aquí también. -Corbett señaló otro par de calzas color verde botella desgastado. Luego examinó las botas: tampoco encontró barro ni nada que indicara que los mendigos fueron asesinados en un campo o bosque.

– Ponlo todo en su sitio -ordenó Corbett.

Estaba ayudando a Ranulfo en la tarea cuando Bullock salió a su encuentro.

– ¿Habéis acabado?

– Sí.

El baile metió dentro de nuevo la caja a patadas y cerró la puerta de golpe.

– Bueno, sir Hugo, ¿qué pensáis?

– Sospecho -replicó- que esos hombres no fueron asesinados en ningún ritual satánico. Dudo que se encontraran vagabundeando por un paraje o campo solitario: fueron asesinados aquí en Oxford. Quizás en alguna calle o callejuela.

– Pero ¿por qué? -preguntó Ranulfo.

– Quizá por placer -respondió Corbett-. Alguna alma enferma a la que le gusta ver a un anciano rogar por su vida antes de matarle. Por eso fueron elegidos. ¿Quién echaría de menos a un mendigo?

– ¿Por pura maldad? -exclamó Bullock-. ¿Sólo por el gusto de matar?

– Algo así -concluyó Corbett-. Un alma endiablada. Alguien que se cuela en las calles por la noche, elige a su víctima y le da caza como si fuera un conejo o un faisán.

– Sin embargo, nadie ha oído o ha visto nada -apuntó Bullock.

– Pensad en la cantidad de sitios que hay desiertos en la ciudad -contestó Corbett-. El viejo cementerio judío, por no mencionar los grandes espacios abiertos de territorios públicos.

– Pero ¿qué ocurrió con la sangre? -preguntó Ranulfo.

– Hemos tenido tormentas de verano que podrían haber limpiado toda huella -contestó Corbett.

– Pero, en ese caso -intervino Bullock-, ¿por qué no fueron los cadáveres encontrados donde los mataron? ¿Por qué se arriesga el asesino a sacarlos fuera de la ciudad y a colgar sus cabezas de las ramas de los árboles?

– No lo sé -respondió Corbett-. Pero, sir Walter -extendió la mano-, a partir de ahora, Sparrow Hall deberá ser vigilado cada noche hasta que todo este asunto se aclare.

El baile estuvo de acuerdo y Corbett y Ranulfo se marcharon.

– ¿Le habéis comunicado a lady Maeve la muerte de Maltote? -preguntó Ranulfo mientras se dirigían a la calle que los llevaría a Broad Street.

– Sí -murmuró Corbett. Se detuvo y levantó la vista hacia el cielo azul que entresalía de las casas-. Lo siento, Ranulfo. Siento enormemente que Maltote haya muerto, pero ya tendré tiempo de lamentarme cuando esto se acabe y el asesino sea castigado. -Se frotó un lado de la cara-. Su cadáver será enviado a alguna abadía para que lo embalsamen y luego lo lleven a Leighton. Sólo hay un viejo tejo en el cementerio. Lo podemos enterrar debajo. -Corbett prosiguió su camino-. Lo que ahora me tiene desconcertado -continuó- son las muertes de esos mendigos. Siempre pensé que Ap Thomas era el responsable.

Ranulfo estaba a punto de responder cuando escuchó un ruido a sus espaldas. La calle, una vía estrecha, estaba solitaria, y había escuchado unos pasos de bota. Agarró a Corbett, lo empujó contra la pared y, mientras lo hacía, algo golpeó en la fachada de una casa que sobresalía un poco más adelante. Ranulfo escudriñó en la oscuridad, pero no vio nada a excepción de un gato al que habían perturbado su reposo que cruzaba la calle. Luego percibió una sombra oscura moviéndose en el portal de una casa y un brazo echado hacia atrás. Apartó a Corbett hacia otro lado. Otra vez se escuchó el golpe de una piedra golpeando una pared más abajo de la calle.

Ranulfo desenvainó su daga y avanzó, pero, cuando llegó al lugar en el que había entrevisto aquella sombra, no encontró nada. Sólo oyó el ruido de unos pasos que se perdían a lo lejos del estrecho arroyuelo que llevaba fuera de la calle. Se agachó y recogió unos guijarros pequeños y finos. Corbett se acercó.

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