Paul Doherty - La caza del Diablo
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– Necesitaba pruebas y sospeché que Norreys me seguiría. -Corbett se encogió de hombros-. Pero ahora ya ha pasado y debemos concentrarnos en Sparrow Hall.
– Una vez que suene el toque de queda -replicó Bullock- habrá más soldados en Sparrow Hall y en la residencia que moscas alrededor de una boñiga. También he dejado algunos hombres vigilando en la calle de fuera; pensé que debería decíroslo. -El baile giró sobre sus talones y se marchó.
– Y ahora, ¿qué, amo?
– No lo sé, Ranulfo.
Corbett levantó la vista hacia el cielo, que todavía estaba teñido de rojo por la puesta de sol. Apartó con la mano a los mosquitos que habían empezado a merodear a pesar de las escudillas de vinagre que habían colocado a lo largo del camino del jardín.
– El Campanero no volverá a atacar, por lo menos, no a nosotros. Ya no decapitarán a más mendigos en las bodegas de la residencia. -Oyó una risa, seguida de la voz de un joven que entonaba un villancico en una de las cámaras del piso de arriba-. ¿Estabais probando suerte?
Ranulfo se pasó el dado de una mano a otra.
– Sí, y no estaba haciendo trampas.
Corbett colocó una mano sobre el hombro de Ranulfo.
– Te debo la vida.
Su sirviente apartó la mirada.
– ¿Qué pensáis de Las confesiones de san Agustín?
– Son difíciles de entender, pero constituyen un reto.
– Bueno, parece que tendremos a un nuevo Ranulfo, ¿eh? -Corbett siguió su mirada hacia la puerta de la taberna-. Se acabaron los líos de faldas. A partir de ahora los viejos herreros de Londres dormirán mucho más tranquilos por la noche, ¿eh?
Entraron en el bodegón y Corbett pidió algo de vino. Ranulfo pensó que Corbett subiría directamente a su cámara, pero, sorprendentemente, el escribano se unió a un grupo de estudiantes que estaban sentados al fondo en una esquina. Uno de ellos tenía un tejón domesticado y estaba ocupado dándole gotitas de aguamiel que el animal engullía con avidez.
– ¿Hace mucho que lo tenéis? -preguntó Corbett.
El estudiante levantó la mirada.
– Desde que era un cachorro. Lo encontré merodeando en los pantanos de Christ Church. Dicen que traen suerte.
– ¿Y ha sido así? -preguntó Corbett sentándose a su lado.
– Bueno, de momento se está bebiendo mi aguamiel. -El estudiante lanzó una mirada de envidia a la copa de Corbett, por lo que el escribano llamó a un mozo.
– Lo mismo para mis compañeros -pidió.
– Pero vos no estáis interesado en los tejones, ¿verdad? -le preguntó el joven tímidamente.
– No, tenéis razón -replicó Corbett-. Decidme, ¿habéis oído hablar del Campanero y de sus proclamas?
– He oído muchas cosas, señor, de las muertes en Sparrow Hall y en la residencia.
– ¿Habéis leído las proclamas? -preguntó Ranulfo.
– Les he echado un vistazo. -El estudiante señaló al resto de sus acompañantes-. Todos lo hemos hecho.
– ¿Y? -preguntó Corbett.
El joven cogió a su tejón entre los brazos y empezó a acariciarlo con ternura.
– Mucho ruido y pocas nueces, señor. ¿Qué nos importa De Montfort? Es obra de algún chiflado. No conseguirá que los estudiantes cojan las armas y marchen hacia Woodstock.
– ¿Y cuál es el sentimiento general?
– Yo sólo leí las proclamas porque las colgaron en la puerta de Wyvern Hall -explicó el estudiante-. Pero, para seros francos, señor, me trae sin cuidado si el Campanero está vivo o muerto.
Corbett le dio las gracias, dejó una moneda sobre la mesa para que comprase más aguamiel para el tejón y, seguido por un Ranulfo que le miraba lleno de curiosidad, regresó a su cuarto.
– ¿Qué ha sido todo eso? -preguntó Ranulfo cerrando la puerta.
– Algo que habíamos pasado por alto -replicó Corbett-. Volvamos al primer día en el feudo de Leighton. El rey Eduardo llega subiéndose por las paredes por el hecho de que De Montfort parece haber vuelto de entre los muertos. Al rey le importa y por eso también a nosotros; después de todo, somos sus sirvientes más fieles, sus escribanos reales. Venimos a Oxford y cometemos el error de entrar en el mundo del Campanero. Sin embargo, mientras estaba fuera, en el jardín, contemplando el cielo, recordé algo que me dijiste en la residencia. ¿A quién le importa realmente? Y los estudiantes de abajo, el joven con el tejón, son la prueba más evidente. -Vio la confusión en los ojos de Ranulfo-. Lee a tu querido san Agustín: la realidad es sólo lo que percibimos. San Agustín percibió a Dios, y de pronto toda su antigua realidad, la lujuria, las juergas, la bebida y las mujeres desaparecieron. -Corbett se reclinó en la cama-. ¿Quién sabe si lo mismo le pasará a Ranulfo-atte-Newgate? Y otro tanto podemos decir del rey: De Montfort es un demonio que persigue su alma; para él, el Campanero supone una terrible amenaza a la Corona y a su ley.
– Pero ¿en realidad?
– La realidad -continuó Corbett- es que a la gente le trae sin cuidado. De Montfort murió hace casi cuarenta años: el Campanero está apuntando directamente al rey. Cuestionémonos la pregunta de Cicerón: Cui bono. ¿Qué gana el Campanero con todo este arduo y arriesgado plan? ¿Qué quiere conseguir con él? Sabe que no logrará levantar una rebelión ni organizar ejércitos para marchar por las calles de Londres y Westminster. Así que… ¿cuál es su propósito?
– ¿Marcarse puntos? -sugirió Ranulfo.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora? ¿Qué sentido tienen los asesinatos? ¿Por qué me atacaron? ¿Y por qué el caos en Sparrow Hall? -Corbett tiró de una hebra suelta de la manta-. Bueno, ésa debe de ser su advertencia -añadió por lo bajo.
– ¿Qué advertencia, amo?
– El caos -contestó Corbett-. Al Campanero parece que le encanta crear confusión, y si ése es el caso, créeme, Ranulfo, antes de que seamos mucho más viejos habrá otro asesinato en Sparrow Hall.
Capítulo XII
Ranulfo estaba sentado dentro de la iglesia de San Miguel. Se acomodó en la base de un pilar y contempló el interior del templo, fascinado por los cuadros tan llamativos que habían pintado allí. La iglesia estaba prácticamente a oscuras a excepción de dos velas encendidas, que brillaban como los ojos de alguna bestia atisbando entre las tinieblas. Las velas iluminaban un fresco que representaba a Cristo en el Juicio Final, rodeado de sus ángeles y dispuesto a pronunciar su sentencia final: la vida o la condenación eternas. Esqueletos fantasmagóricos, vestidos con sudarios, levantaban las manos suplicantes hacia los ángeles que revoloteaban sobre ellos con las espadas en alto. En la pierna izquierda de Jesucristo, habían pintado unas cabras que montaban unas brujas esqueléticas rodeadas de un enjambre de demonios y que torturaban por última vez a las almas antes de que las puertas de la eternidad se cerraran para siempre.
– Recordad que del polvo nacisteis y en polvo os convertiréis.
Ranulfo se volvió sobre sus hombros hacia el pequeño resquicio de luz que salía de la ventana de la anacoreta.
– ¡La muerte llegará -entonó la vieja- y saltará como una trampa sobre cada alma viviente de la tierra!
– ¡Volved a vuestras oraciones! -le gritó Ranulfo.
– Rezo por vos -replicó Magdalena-. Passerel rezó en este lugar, pero murió: el asesino se coló dentro como una víbora, sin hacer ruido. Ni siquiera gritó cuando se tropezó con la barra de hierro de la puerta. ¡Así que rezad!
– Me harán falta vuestras oraciones -replicó Ranulfo con brusquedad.
Volvió la vista al fondo de la nave de la iglesia, hacia una cruz que colgaba sobre el elevado altar. Estaba pensando en lo que la anacoreta había dicho cuando un ruido le hizo volverse, pero era sólo una rata trepando por un ataúd parroquial colocado sobre unos caballetes en el crucero. Ranulfo se pasó un dedo por los labios. No podía concentrarse para rezar, sólo pensaba en el pobre Maltote. Giró ligeramente hacia la izquierda para ver la estatua de la Virgen y el Niño que se alzaba frente a una lámpara de aceite a la izquierda del altar. Ranulfo apenas pudo recitar el ave maría: ¿qué recuerdos podía tener de su madre, una mujer de temperamento inestable que le abofeteaba cada dos por tres y acabó por echarlo a la calle? Un día Ranulfo volvió a su casa y se la encontró muerta; había cogido la peste. Se quedó mirando cómo los sepultureros la ponían en una carretilla para echarla junto al resto de cadáveres en los grandes fosos de cal a las afueras de Charterhouse.
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