Lorenzo Silva - La estrategia del agua

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Tras una decepcionante experiencia con el sistema judicial, que ha puesto en libertad a un asesino al que había detenido después de una larga investigación, el brigada Bevilacqua, alias Vila, se halla desencantado y más escéptico de lo que acostumbra. Así se enfrenta al nuevo caso que le ocupa: un hombre llamado Óscar Santacruz ha aparecido con dos tiros en la nuca en el ascensor de su casa. Parece el «trabajo» de un profesional, lo que se antoja desmesurado dada la poca trascendencia de la víctima, que tiene algunos antecedentes menores por tráfico de drogas y violencia de género. Vila y su compañera, la sargento Chamorro, afrontan la tarea, muy a regañadientes por parte de Vila, actitud que empezará pagando «el nuevo», Arnau, un joven guardia que poco a poco se irá ganando la confianza del brigada.
Parece que los problemas en la vida de Óscar, aparte de sus roces con la justicia, se limitan a su divorcio, mal llevado y con un hijo de por medio. Pero, ¿qué esconde la denuncia que pesaba sobre la víctima por malos tratos? ¿Y su detención por tráfico de drogas? ¿En qué oscuros asuntos estaba envuelto este hombre en apariencia tan poco peligroso?
Una novela sobre los claroscuros de las relaciones, sobre los errores y aciertos de los jueces, sobre los vericuetos de la moderna investigación policial, sobre las injusticias que provocan las leyes y sobre el mal, que a menudo está entre lo que tenemos más cerca, incluso entre lo que un día amamos.

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– Hombre, mi brigada, a tus órdenes -saludó el guardia, al verme.

– Castillo, qué sorpresa. ¿Dónde te escondías?

– Estaba por el edificio, tirando de la lengua a los vecinos, contando pisos ocupados y vacíos, esas chorradas. Si quieres datos exactos: cuatro portales, doce pisos por portal, en total 48. De ellos 22 habitados permanentemente, 5 de forma esporádica y 21 en manos de especuladores que deben de estar jodidos pagando mes a mes la hipoteca y sin poder venderlos. Bueno, alguno puede que sea del banco ya.

– Caramba, Castillo, eres una máquina.

– Bueno, tengo mis trucos. Aquí mi amigo Leandro me ha ayudado a abreviar las pesquisas.

Y me señaló a un hombre con jersey azul y pantalones verdes de faena que apareció en el portal justo en ese instante. También era raro que hasta ese momento no hubiera visto al portero. Por los rasgos, parecía oriundo de algún país sudamericano. Como tantos otros.

– Estábamos inspeccionando el garaje -explicó Castillo-. Vacío, en su mayor parte. Le hicieron plazas de sobra, pensando en que habría quien comprara dos, pero les cogió la crisis y como mucho estará ocupado a un tercio de su capacidad. Uno de los coches es el del difunto. Un Seat León. El modelo más potente, en color blanco pijo.

– Maldita sea, el coche -dije, volviéndome a Chamorro-. Hemos estado bien torpes, Vir. Tendríamos que haberlo mirado antes de que se fuera la juez. Ahora habrá que pedirle permiso para intervenirlo. Que con ésta no me fío si no tenemos su bendición para todo.

– Tranquilo. Tengo el móvil del secretario. Yo me encargo.

Chamorro salió a la calle para telefonear y el teniente se dirigió hacia las escaleras para despedirse de Villalba y su gente. Castillo continuó haciéndome el resumen de sus investigaciones por el edificio. Llamé a Arnau, que venía de dejar las cajas en el coche:

– Eh, Joanot. Acércate aquí, anda. Saca la libreta y ve apuntando. Y así de paso aprendes de un profesional de los buenos. Que por una vez no es tu ínclito brigada, sino el guardia Castillo, aquí presente.

– A sus órdenes, mi brigada -rezongó Arnau.

– Castillo, éste es Arnau -se lo presenté-. Nos lo han asignado con la intención de que le enseñemos a usar la cabeza para pensar, en vez de para sujetar el tricornio. Está todavía en ello, pero tiene madera.

– Gracias, mi brigada, por decir algo.

– ¿Arnau? ¿Catalán: -preguntó Castillo.

– No, de Murcia. Y es Juan. Pero al brigada le gusta putearme.

– ¿Y para qué creías tú que se inventaron los brigadas, alma de Dios? Está bien, Castillo, prosigue. Te escuchamos.

Castillo reanudó su informe:

– Nuestro malogrado ciudadano tenía el piso en propiedad. Llevaba cerca de un año en el edificio, desde poco después de que lo entregaran. Leandro y los pocos vecinos que declaran haber mantenido algún contacto con él lo recuerdan como un hombre correcto y reservado. Nadie refiere que haya planteado jamás el menor problema, ni que haya tenido nunca conflictos con los vecinos. Aunque en honor a la verdad eso tampoco hay que considerarlo como un mérito en su caso, porque no tenía a nadie encima, el piso de debajo estaba vacío y también uno de los dos contiguos. Tan sólo compartía tabique con un piso habitado, en el que vive una pareja joven a la que por desgracia no he podido interrogar. Los dos se han ido a trabajar a primera hora.

– Tómate nota, Johnny. Tarea pendiente.

– Tampoco recuerda nadie que trajera al edificio gente sospechosa. De hecho, sólo me han hablado de haberle visto entrar con su hijo, de unos ocho años, con una chica de unos veinticinco que parecía ser su novia y con una mujer de alrededor de cuarenta con la que apareció alguna vez y que deduzco que pudiera ser la hermana.

O bueno, si quieres pensar mal, pues pon que fuera la novia de reserva.

– ¿No podía ser la ex mujer? -preguntó Arnau.

– No. A ésa la recuerda el portero de alguna entrega y alguna recogida del niño en la calle, al principio. Nunca llegó a entrar en el edificio y por lo visto desde hace meses no ha vuelto a aparecer.

– Orden de alejamiento. Punto neutral -deduje.

– ¿Cómo? -dijo Arnau.

– Cómo se nota que eres joven e inocente, Ivanchuk.

– Jobar, mi brigada, ¿tanto le cuesta llamarme Juan?

– Perdona, es que así me distraigo un poco de este curro tan muermo y tan repetitivo que tenemos. Y la variedad me ayuda a pensar.

– Bueno, y ¿por qué soy tan inocente? ¿Me lo explica?

– Nuestro buen Óscar tenía una condena por violencia de género. Ergo, una orden de alejamiento. Ergo, un punto de entrega neutral para recoger y devolver al niño y no aproximarse a su ex a menos de los tropecientos metros que le pusieran de radio de seguridad.

– Ah, claro.

– Tienes que poner atención y aprender a tirar del hilito, Johan. En este oficio una cosa lleva a la otra y conviene acostumbrarse a hacer el camino sin que te lo señalen. ¿Has oído hablar de una cosa que se llama silogismo? Bueno, qué cosas digo, si tú hiciste la ESO.

– Aunque le sorprenda, sé lo que es un silogismo, mi brigada. Lo que no domino todavía es el arte de descifrar su economía verbal.

Castillo se echó a reír.

– Me parece que el chaval te está tomando la medida, mi brigada.

– Tú no te inmiscuyas. ¿O quieres que te meta un paquete? -bromeé.

– Como si me metes dos. Como puedes imaginar, después de casi treinta años en la empresa, ya tengo holgura.

– Fíjate bien, Arnau. Esto es lo que se llama un caimán. Ni siente ni padece ni se asusta ni nada. Es lo que puede pasarte si te quedas en la picolicie demasiado tiempo. Así que tú verás qué quieres hacer de tu vida. O asciendes o te largas o acabas así. Y ya no tiene remedio.

– Tampoco lo tienes tú, Vila.

– Pero tengo los galones y puedo vacilar de vez en cuando.

– Eso sí. A mí y a éste y poco más.

– Algo es algo. Bueno, sigue contándonos.

– Tampoco te creas que hay mucho más que contar. Básicamente, mi fuente de información ha sido Leandro, el portero.

– Con lo que honra la tradición de su gremio.

– Sí. Él es el que me ha dado la mayor parte de los detalles que acabo de contaros. También me ha dicho que de vez en cuando recibía unos paquetes peculiares, con un embalaje muy reforzado y de cierto peso. Venían del extranjero y como no entendía el idioma no puede decir qué podían ser ni quién se los enviaba. Ah, y otra anécdota, por si os interesa. Como nuestro hombre no estaba nunca en casa durante la jornada, le dejó un par de veces la llave, para que les abriera a unos montadores de muebles y al servicio técnico de la caldera. Leandro recuerda el hecho con gratitud porque le supuso sendas propinas de diez eurillos, cosa que, dice, no se estila entre el resto de vecinos.

– Bueno, pues aparte de amenazar y hostiar a su ex mujer y traficar con droga, parece que Óscar era buena gente -concluí.

– De la agresión lo absolvieron -recordó Arnau.

– ¿Ves? -me dirigí a Castillo-. ¿No es enternecedor? Luego dicen que la juventud es rebelde, gamberra, contestataria y demás. Pero son tan mansos que hasta creen que lo que sentencian los jueces es siempre lo justo. Lo que lleva aquí a mi buen John John a no contemplar la posibilidad de que nuestro Óscar fuera tan inocente de lo que le condenaron por hacer como culpable de aquello de lo que le descargaron, cuando tú y yo sabemos que eso no tiene nada de improbable.

– Bueno, el chico tiene su punto de razón -dijo Castillo-. Debes admitir que si una mujer va al juez con un moratón y acusa a su pareja o ex pareja, lo normal es que lo condenen. Si lo absolvieron es que pudo demostrar que el culpable fue otro. O que en el momento de la agresión lo estaban entrevistando en directo en el telediario de la Primera.

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