Lorenzo Silva - La estrategia del agua

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Tras una decepcionante experiencia con el sistema judicial, que ha puesto en libertad a un asesino al que había detenido después de una larga investigación, el brigada Bevilacqua, alias Vila, se halla desencantado y más escéptico de lo que acostumbra. Así se enfrenta al nuevo caso que le ocupa: un hombre llamado Óscar Santacruz ha aparecido con dos tiros en la nuca en el ascensor de su casa. Parece el «trabajo» de un profesional, lo que se antoja desmesurado dada la poca trascendencia de la víctima, que tiene algunos antecedentes menores por tráfico de drogas y violencia de género. Vila y su compañera, la sargento Chamorro, afrontan la tarea, muy a regañadientes por parte de Vila, actitud que empezará pagando «el nuevo», Arnau, un joven guardia que poco a poco se irá ganando la confianza del brigada.
Parece que los problemas en la vida de Óscar, aparte de sus roces con la justicia, se limitan a su divorcio, mal llevado y con un hijo de por medio. Pero, ¿qué esconde la denuncia que pesaba sobre la víctima por malos tratos? ¿Y su detención por tráfico de drogas? ¿En qué oscuros asuntos estaba envuelto este hombre en apariencia tan poco peligroso?
Una novela sobre los claroscuros de las relaciones, sobre los errores y aciertos de los jueces, sobre los vericuetos de la moderna investigación policial, sobre las injusticias que provocan las leyes y sobre el mal, que a menudo está entre lo que tenemos más cerca, incluso entre lo que un día amamos.

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4 Un arquero apuntando al cielo

Mi teléfono móvil sonó mientras ojeaba un escalofriante libro titulado The Greatest Waffen SS Commanders. Estaba mirando justamente el retrato de Theodor Eicke, artífice de la división Totenkopf, entre otros estropicios, cuando la voz rota de Robe Iniesta atacando el estribillo de Estado policial comenzó a aullar desde el bolsillo de mi americana. Aquel politono me había valido más de una nariz fruncida por parte de algún mando demasiado tieso y más de una mirada de perplejidad por parte de algún malo al que el sonido de la llamada me había cogido interrogando. Ambas cosas me complacían y me invitaban a mantenerlo. Con el sobresalto y la mezcla de sensaciones, tuve una de esas ideas peregrinas que a veces se le escapan a uno: de qué habrían hablado Theodor Eicke y Robe Iniesta, si alguna vez la vida los hubiera reunido tal y como el azar los juntaba ahora en mi mente.

– Dime, Vir -dije, una vez que pude salir de mi ensimismamiento y apretar el botón que me permitía entrar en contacto con ella.

– Coche revisado. ¿Dónde estás?

– ¿Alguna cosa de interés?

– Ya le elevaré el correspondiente informe, mi brigada.

En su tono había un nada imperceptible retintín.

– Vamos, no te cabrees. Estoy en el piso. Sube. He mandado al becario a rastrear los alrededores y yo me he puesto a revolver los despojos del difunto. Me estoy encontrando algunas cosas sorprendentes, sobre las que me gustaría conocer tu siempre juiciosa opinión.

– No sé yo.

– Hablo en serio. Sabes que no puedo vivir sin ti.

– Ya. Espero que hayas aprovechado el rato a solas para reponer el líquido de frenos. Porque hoy traes los niveles bajo mínimos.

– Eso del líquido es una metáfora, ¿no?

– Sí. ¿Te la tengo que explicar?

– Es que las metáforas siempre resultan un poco equívocas, ya sabes. Nunca se está del todo seguro a qué se alude con ellas.

– Pues aludo al sentido común, entre otras cosas.

– No me regañes más, sargento. Estoy sacando bandera blanca.

– Ya lo veremos. Estoy ahí en un minuto.

Quizá fue minuto y medio, pero no mucho más. Chamorro irrumpió en el piso y se detuvo en el vestíbulo durante un instante, dudando hacia dónde dirigirse. Le hice una seña y la llamé al salón.

– Estoy aquí. Familiarizándome con sus lecturas.

Mi compañera se acercó con gesto escéptico.

– Ya veo. ¿Y crees que eso nos servirá de mucho? Aparte de lo que te sirva a ti para evadirte, quiero decir.

– Ya sabes que a mí lo que me atrae es indagar los abismos del alma. Que luego haya que atender a los pelos, la grasilla dérmica adherida a los objetos o las huellas de un percutor en un casquillo lo acepto como un mal necesario para que me ingresen a fin de mes el sueldo.

– Sí, eso ya lo sé. ¿Y qué has encontrado?

– Lo que nos viene deparando este hombre desde que nos convertimos en sus paladines póstumos: señales contradictorias. Por un lado, resulta que guardaba entre las páginas de sus libros poemas como éste. Léelo, si quieres. He llegado a la conclusión de que es suyo, aunque lo debió de escribir hace bastante tiempo. Estaba cotejándolo con su letra actual y coinciden las formas, pero no el trazo.

Chamorro empezó a leer:

Sin ti. Alba de la angustia en el redoble de la tarde…

Se detuvo. Me miró.

– Suficiente -dijo-. No quiero deprimirme. Así que sabemos que el joven Óscar era un cenizo que hacía versos. ¿Alguna otra cosa?

– Qué bruta eres, Vir -protesté-. Lo que sabemos es que fue un joven con sensibilidad, y con cierta propensión a la melancolía.

– Bueno, esa es tu forma de decirlo. Pero te informo que el hombre que nos interesa ya no era ese joven, sino un cuarentón divorciado en el que vete a saber lo que quedaba de tu poeta adolescente.

– Gracias por tu apreciación sobre los cuarentones divorciados, colectivo infrahumano al que por cierto Óscar no pertenecía aún, si tenemos en cuenta que le quedaban unos meses para pasar la raya.

– Vamos, no te ofendas. No lo he dicho con ánimo despectivo.

– Tampoco ha sonado muy halagüeño, pero es igual. Ahora mira esto otro, que también guardaba nuestro hombre en sus estanterías.

Le tendí uno de los libros sobre las SS. En la cubierta se veía a un grupo de arrogantes oficiales de la división Leibstandarte Adolf Hitler, con la calavera reluciente sobre sus negras gorras de plato.

Chamorro abrió los ojos de par en par.

– ¿Qué es esto? ¿Estamos investigando la muerte de un nazi?

– No necesariamente. Pero desde luego el tema le interesaba. Tiene decenas de libros sobre él. Muchos los compraba en el extranjero, según la información del portero, que recibía los paquetes. Entre lo que valen, y los gastos de envío, se dejaba en ello una buena pasta.

– ¿Qué quieres decir con eso de no necesariamente?

– Hay gente aficionada a la historia de las SS por la fascinación que produce la estética de sus uniformes, por su aura tenebrosa, por el romanticismo perverso y terminal de su lucha. No quiere decir en absoluto que sientan la más mínima simpatía hacia las ideas nazis.

– ¿Romanticismo?

– Las tropas de las Waffen SS nunca se rendían. Combatieron hasta el final, incluso después de que su gran jefe se diera de baja del mundo y del partido de un balazo en la cabeza. No esperaban ninguna clemencia del enemigo, y eso los convertía en guerreros temibles.

– Me estás empezando a preocupar. ¿Les ves algo de admirable?

– No. Los veo como una partida de tarados. Y tanto en el campo de batalla como en la retaguardia se comportaron una y otra vez como asesinos repugnantes. Pero eso no es incompatible con su heroísmo, cuando les llegó la hora de demostrarlo. Lo que plantea la paradoja de si el heroísmo es siempre un rasgo que debamos admirar.

Chamorro meneó la cabeza.

– Estupendo -dijo-. Por lo que veo, la biblioteca de nuestro difunto te ha despertado la vena filosófica. Me alegro, porque eso me hace concebir esperanzas de que te intereses por este asunto del que hasta ahora has pasado tan olímpicamente. Pero me huelo que lo que buscamos lo vamos a encontrar por vías mucho menos elevadas.

– Probablemente -admití, con resignación.

– ¿Quieres saber lo que había en el coche?

– Adelante.

– En primer lugar, es un vehículo llamativo. Blanco, deportivo, motor de muchos caballos. Uno de esos que se compran los que quieren compensar algún complejo, si te sirve de algo mi intuición psicológica. Pero, dicho esto, Óscar no era de los que se pasan el día sacándole brillo al capó. No lo tenía impecable, ni por fuera ni por dentro.

– O sea, que habéis encontrado material -deduje.

– Bastante. El de criminalística ha recogido varias huellas del lugar del copiloto. También cabellos, un pendiente de mujer y algunos accesorios de juguetes infantiles debajo del asiento. En las plazas traseras había algunos más, además de envoltorios de caramelos y de chicles. El depósito estaba lleno hasta arriba y en la consola central he encontrado dos recibos de gasolineras. Una de Soria y otra de Toledo. La de Toledo es del fin de semana pasado. La de Soria, de hace un mes. También había varios cedes, uno de ellos metido en el lector.

– ¿Qué tipo de música?

– Eres un cotilla, ¿lo sabías?

– Sí. ¿Qué música llevaba?

– Te dará más material para tu ensayo filosófico sobre las paradojas del espíritu humano. Los grandes éxitos de ABBA.

Chasqueé la lengua.

– ¿Decepcionado?

– Un poco. No hay nadie a quien no le guste ABBA. Eso no nos dice absolutamente nada de nuestro personaje. ¿Qué más?

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