Lorenzo Silva - La estrategia del agua

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Tras una decepcionante experiencia con el sistema judicial, que ha puesto en libertad a un asesino al que había detenido después de una larga investigación, el brigada Bevilacqua, alias Vila, se halla desencantado y más escéptico de lo que acostumbra. Así se enfrenta al nuevo caso que le ocupa: un hombre llamado Óscar Santacruz ha aparecido con dos tiros en la nuca en el ascensor de su casa. Parece el «trabajo» de un profesional, lo que se antoja desmesurado dada la poca trascendencia de la víctima, que tiene algunos antecedentes menores por tráfico de drogas y violencia de género. Vila y su compañera, la sargento Chamorro, afrontan la tarea, muy a regañadientes por parte de Vila, actitud que empezará pagando «el nuevo», Arnau, un joven guardia que poco a poco se irá ganando la confianza del brigada.
Parece que los problemas en la vida de Óscar, aparte de sus roces con la justicia, se limitan a su divorcio, mal llevado y con un hijo de por medio. Pero, ¿qué esconde la denuncia que pesaba sobre la víctima por malos tratos? ¿Y su detención por tráfico de drogas? ¿En qué oscuros asuntos estaba envuelto este hombre en apariencia tan poco peligroso?
Una novela sobre los claroscuros de las relaciones, sobre los errores y aciertos de los jueces, sobre los vericuetos de la moderna investigación policial, sobre las injusticias que provocan las leyes y sobre el mal, que a menudo está entre lo que tenemos más cerca, incluso entre lo que un día amamos.

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– Perdone, ¿todos los bloques de alrededor? ¿En qué radio?

Meneé la cabeza.

– Virgen santa. Esto funcionaba mejor cuando a los guardias no les daba por estudiar. Tenían menos nociones abstractas, pero mucho más sentido común. ¿Qué es lo que habías hecho tú, Fisioterapia?

– No, mi brigada. Si hubiera hecho eso tendría un buen trabajo fuera de aquí. Físicas. Dos años de Físicas.

– Ya, claro, Físicas. Pues en qué radio va a ser. Si tomas un radio de diez kilómetros incrementarás las probabilidades de que alguien te diga que ha visto algo, pero también las de que ese algo no tenga nada que ver con lo que buscamos. Un radio prudencial, hombre. Y si quieres ser un día el brigada, aprende a definir eso por ti mismo.

– A sus órdenes, mi brigada.

– Y si quieres caerme bien, olvídate de la jerga cuartelera, o no recurras a ella más que cuando detectes que tengo necesidades perentorias de reforzar mi autoestima. Lo que ahora no es el caso. Dale.

Arnau salió como una exhalación. El pobre todavía tenía demasiado cercanos los días de la academia de guardias, donde el ser humano en trance de transformación en picoleto aprende a vivir la disciplina a la carrera. Ya se le pasaría, como a todos. En cambio, el ritmo al que yo emprendí la marcha hacia las escaleras fue el más pausado que era capaz de imprimir a mis pasos, y si hubiera sido fumador habría aprovechado incluso para echarme un cigarrito. Me crucé con los empleados de la funeraria, que ya retiraban el cadáver y lo trasladaban al furgón que lo conduciría al depósito para ser sometido a la autopsia. Eran, cómo no, dos sudamericanos, y al verlos pensé que poco a poco y sin hacer ruido iban alcanzando un inquietante control sobre nosotros, a medida que les encargábamos ocuparse de todas nuestras miserias, que son las que más nos exponen. Por ejemplo: calculé que serían ellos los que vendieran a la prensa todos los detalles respecto de las heridas que presentaba el cadáver, abriendo así la primera vía de agua en el casco de esa frágil barquita llamada pomposamente secreto del sumario. Y no se lo reprochaba, como tampoco podía impedírselo. Está chungo sacar adelante a tu familia con el salario mínimo, y más a los precios siderales que alcanza el alquiler del metro cuadrado a cubierto en ese valhalla de la especulación que es la Comunidad de Madrid.

Subí los seis tramos de escaleras también sin ninguna prisa. Era mi primer momento de soledad del día y me permití aprovecharlo. Seguía estando francamente fastidiado y muy poco deseoso de continuar con aquella rutina tan lúgubre como laboriosa, amén de mil veces repetida. Pero el roce con el prójimo, y en especial con el prójimo desconocido, unido al ejercicio de ir desvelando los primeros rasgos del carácter del muerto, había obrado el efecto benéfico de entretenerme y enfriarme la ira. A fin de cuentas, eso es lo mejor que tiene el trabajo, y por lo que los organizadores de todas las sociedades se cuidarán mucho de abolido. No importa tanto su faceta productiva (incluso importa cada vez menos, con máquinas cada vez más eficientes, específicas y sofisticadas) como lo que tiene de factor socializador y de terapia ocupacional. Un país ideal donde la gente no tuviera que trabajar para vivir no sería el logro del paraíso en la tierra, sino un paraje infernal donde las tasas de homicidios, suicidios y vesánicos vomitando odio o prestando oídos a los que lo hacen multiplicarían por mucho las nada desdeñables que ya presentan las modernas sociedades desarrolladas.

En el piso de Óscar Santacruz estaba el sargento Villalba con uno de los miembros de su equipo. Ya llevaban tres habitaciones examinadas, y en ese momento inspeccionaban el pequeño estudio.

– ¿Qué tal? -les pregunté.

– Bien, bien. Vamos a hacerte un buen catálogo. Hay un poco de todo. Restos textiles, orgánicos, huellas dactilares. La mayor parte no servirá para nada y podemos pasar de analizarlo, pero no cuesta nada recogerlo y las bolsitas las paga el contribuyente. Calculo que hemos encontrado huellas de seis personas, hasta ahora. Eso sí, dos son de personitas, lo que supongo que no cuenta a nuestros efectos.

– Aja, estupendo. Voy al salón a fisgar un poco. ¿Puedo conducirme ya a mi aire o tengo que seguir siendo cuidadoso?

– Hombre, si te pones unos guantes, te lo agradezco. Me gusta dar siempre al final un repaso, por lo que se nos haya podido escapar.

– Es que me dan mal rollo, los guantes. Me recuerdan ese ominoso momento del fin de semana, con el Don Limpio y la bayeta.

Desolé -dijo Villalba, encogiéndose de hombros.

– Bueno, pues tírame unos, anda.

Me calcé los guantes de látex a regañadientes, lo que tuvo como efecto que me costara embutírmelos el doble que si lo hubiera hecho de buena gana, y me encaminé al salón. La idea que bullía en mi mente era reanudar algo que antes había interrumpido, pero me demoré observando las fotografías que en modestos marcos, siempre de IKEA, estaban repartidas por el salón. Varias de Óscar con su hijo, en distintas edades. Una lo mostraba muy sonriente y algo ojeroso, sosteniendo a un bebé diminuto que a su vez lo observaba como si tuviera delante a alguna criatura fascinante y colosal. Otra, recibiendo el chut lanzado por un niño de unos tres años. El niño era tirando a rubio y tenía los cabellos rizados. El propio Óscar tenía el pelo de ese indefinible castaño que se les queda a algunos ex rubios. En otras fotografías se veía a una joven morena de rostro bastante sensual y una generosa delantera que ella era no menos pródiga al presentar a la cámara, pero siempre dentro de los límites que hacían la foto autorizada para todos los públicos (y desde luego, bastante más recatada que lo que puede encontrarse a mediodía a la salida de cualquier instituto de enseñanza secundaria). Era una mujer que resultaba al mismo tiempo agradable y atractiva. Había un par de instantáneas donde posaba junto a Óscar, y en la mirada de ambos había ese fulgor de idiotez que distingue a los enamorados. O eso, o los dos se daban maña para fingir.

Tras el repaso a aquel reportaje fotográfico que se convertía para mí en una especie de tráiler urgente de la película vital de Óscar Santacruz, me sumergí en su biblioteca. La fui repasando estante por estante, tomándome la molestia de abrir cada volumen y hojearlo en busca de cualquier papel que hubiera podido quedar apresado entre sus páginas. Encontré bastantes billetes de tren y de metro, unos cuantos recibos de hipermercado, algunas tarjetas de embarque, dos o tres tarjetas de visita y una pequeña hoja manuscrita, tan amarillenta como las páginas del libro donde la guardaba, editado veinticinco años atrás. Contenía unos versos, no demasiado buenos. Hablaban del dolor de una despedida desgarradora, con símiles manidos y epítetos tremebundos, y la letra era tan dubitativa como esforzada. ¿Serían del propio Óscar?; Alguna vez había escrito versos? Y en ese caso, ¿habían sido una lejana veleidad de su adolescencia, o esa letra titubeante seguía siendo la suya? ¿Podía uno ser a la vez poeta y delincuente?

Mi experiencia me decía que sí, que prácticamente ninguna circunstancia humana, dejando aparte la defunción y el coma irreversible, excluye la capacidad de hacer el mal. Pero como antes la habitación del niño, el hallazgo de aquellos versos tan encendidos hizo tambalearse mi idea preconcebida acerca de aquel hombre. Tampoco le di más importancia, aunque la sensación ahí se quedó, hurgándome dentro. Amontoné los papelitos que había ido recolectando y los guardé todos juntos en una de nuestras bolsitas de plástico. Por si acaso.

En cuanto a la composición de su biblioteca, no resultaba demasiado original. Tenía varias colecciones de quiosco y muchos títulos de éxito, de esos que suelen alcanzar las listas de los libros más vendidos. Había, sin embargo, una notable excepción. Las tres baldas inferiores de la estantería estaban ocupadas íntegramente por volúmenes de historia militar, buena parte de ellos en inglés. Sopesándolos (eran de papel denso, con muchas ilustraciones) creí adivinar lo que contenían los paquetes que Santacruz recibía del extranjero, según el portero de la finca. Al repasar los títulos, vi que un tema se repetía una y otra vez. Un tema que daba que pensar y que contrastaba, y no poco, con sus presuntos devaneos líricos: la historia de las Waffen SS.

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